Querétaro
Por fin, la épica. No sé si el balón desata pasiones bajas o infames, pero desata la lengua como ningún otro acontecimiento nacional. Llevan los políticos y sus escribas un caluroso mes trabajando la oratoria apasionada por los cosos, esta dios, teatros y polideportivos del país y sólo han logrado acuñar un par de elementales y prosaicas metáforas relacionadas con el MOPU. Basta darse un garbeo comparativo por los titulares y comentarios sobre la hazaña de Querétaro para verificar las enormes diferencias literarias. A los salvadores, mesías, transformistas y cambiadores de la patria habría que exigirles la misma borrachera épica en sus discursos, incluso si después del mitin dan más positivo que Calderé en el antidoping.
La nuestra es una lengua mal dotada para la sutileza filosófica, el rigor analítico y las formas compuestas, aunque espléndida para esa prosodia de los cantares de gesta, las imágenes de lo heroico y los sonidos de la hazaña. Durante el decenio democrático, por pudor retroactivo o por falta de oportunidades, habíamos censurado esa épica que procede del abrupto relieve de nuestras palabras. Renunciaron los políticos a la epopeya en honor del consenso, prefirieron nuestros escritores orientalizar o anglosajonizar sin recato para encubrir el enfático destino lingüístico e intentaron nuestros pensadores sustituir la épica por la ética. Bastaron los cinco goles de La Corregidora para recuperar en una noche memorable la muy reprimida tradición retórica. Al lado de los terribles estribillos, los pareados viles, las metáforas viarias y tanta prosa administrativa derramada en la campaña electoral, se agradece el reencuentro con el viejo sonido natural del idioma. Y es lógico. Gracias a la odisea de Querétaro hemos logrado la proeza literaria de que algo vuelva a oler a podrido en Dinamarca. Olor a dinamita mojada, claro. Aunque acaso sea una nueva, versión del eterno duelo geométrico entre la esfera y el cubo. Es más fácil urdir metáforas épicas con la esfera de cuero que con la urna de cristal. Además, los goles pertenecen al reino de la incertidumbre, pero los votos, al purgatorio de la redundancia.
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