La década democrática
La distancia que me proporciona estar al otro lado del océano quizá sea suficiente para garantizar un mínimo de objetividad en el análisis de una situación que cumple durante 1986 la primera década de su andadura. En 1980, encontrándome también en Estados Unidos, una estudiante de Harvard me preguntaba si ya había terminado en España el proceso de transición a la democracia que tanta atención había provocado en el mundo; le contesté que no, y que ese proceso no podría darse por terminado hasta que no se cumpliesen dos condiciones:
1. La subida al poder de una alternativa de izquierda, condición necesaria para que se produjese en nuestro país la característica esencial de todo sistema democrático: alternancia en el poder.
2. La culminación del Estado las autorromías, puesto que, si ése sera el modelo propuesto por la Constitución de 1978, no podría darse por cumplido el proceso democrático mientras dicho Estado no estuviese funcionando con un margen aceptable de satisfacción.
En 1986 ambas condiciones se han cumplido: el partido socialista, como alternativa de izquierdas, está a punto de terminar su primera legislatura, y el Estado de las autonomías funciona ya con el mínimo exigible, puesto que se han aprobado ya todos los estatutos de las respectivas comunidades autónomas y los Parlamentos de las mismas están funcionando regularmente. El hecho de que existan algunos contenciosos pendientes como la persistencia de ciertas autonomías uniprovinciales o la realización de determinadas transferencias- me parece que es algo de menor importancia com parado con la realidad de un mapa autonómico terminado y a falta de pequeños retoques. La transición, pues, ha terminado, y quizá la fecha del 12 de marzo -con la celebración del referéndum sobre la OTAN- puede considerarse el hito final de la transición y el comienzo de otra etapa, a la que podemos llamar de consolidación.
Los problemas de la nueva etapa exigen para su identificación positiva que hagamos un análisis de lo ocurrido durante la legislatura socialista, cuya situación puede caracterizarse por tres rasgos: el primero sería el intento no declarado de reproducir la situación canovista de la restauración borbónica, donde dos líderes Felipe González y Manuel Fraga- controlarían la situación desde el poder o la oposicion, respectivamente. La tentación de implantar el bipartidismo parece clara ante hechos tan elocuentes: declaración oficial de Manuel Fraga como jefe de la leal oposición al Gobierno de Su Majestad; aprobación consenisuada de una ley Electoral favo:recedora del bipartidismo; consi,deración privilegiada del jefe de la oposición en la participación de los secretos de Estado; monopolio de la televisión en el reparto de espacios durante los períodos electorales.
La actuación de hecho -segundo rasgo-, como si ese bipartidismo estuviese ya definitivamente asentado, implementando la tendencia a perpetuar al PSOE en el poder mediante una simplificación de la realidad: equiparar fraguismo con franquismo y socialismo con antifranquismo, convirtiendo así al partido socialista en el monopolizador del antifranquismo latente en la sociedad española y beneficiario del impulso histórico producido a raíz de la muerte de Franco. Se puede discutir si este antifranquismo es también franquismo, aunque se disfrace de oposición al mismo; de hecho, se habla ya de neofranquismo o de franquismo sociológico. En cualquier caso, si ello es así, se podría decir que el socialismo es un franquismo que recoge del anti-
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guo lo suficiente como para defenderse de él. Sólo desde esa definición se podría explicar el énfasis en la acción pragmática que vacía de contenido los planteamintos -éticos y de cambio profundo de la sociedad- con que los socialistas subieron al poder, así como el presidencialismo personalista de determinadas actitudes de Felipe González, que han llevado a un líder de la derecha liberal a decir: "Estamos instalados en la peligrosa frontera de las servidumbres caudillistas... Estamos en un esquema personalista y empobrecedor que sustituye y anula el debate ideológico, que sucumbe en los brazos de un renacido cesarismo y que se adorna con el intento de monopolizar la idea de progreso".
La tendencia -tercer rasgo- a producir el vaciamiento ideológico del socialismo como consecuencia obligada de buscar el apoyo de los poderes fácticos heredados del régimen franquista: la banca, mediante acuerdos con las compañías multinacionales y connivencia con los grupos financieros internacionales; la Iglesia, a través de una premeditada no-intervención en las esferas de su competencia y favoreciendo la presencia socialista en procesiones y actos religiosos, y el Ejército, en una acción premeditada, de halago, con el fin de lograr su subordinación legal y jurídica al poder civil. Gracias a ello se han podido conseguir algunas concesiones: aprobación de la ley del aborto y seria limitación de las subvenciones a la enseñanza privada (centros religiosos), así como parece en trance de aprobación inmediata la ley que conseguirá eliminar la autonomía jurídica del poder militar.
Estos tres rasgos parecen ser la consecuencia de algo más general y relativamente inédito en nuestra historia: la implantación de una nueva mentalidad, caracterizada por dosis de pragmatismo y eficacia desconocida en una tradición española con secular tendencia al quijotismo y al utopismo. Es precisamente a esta mentalidad a la que habrá que atribuir las conquistas históricas de la democracia española: el haber conseguido implantar un liberalismo con democracia, en un país donde ésta había estado alterada por la "corrupción del voto" (canovismo) o la "vigilancia del Ejército" (maurismo), materializándose en un Estado liberal sin democracia real; el haber logrado el sometimiento del Ejército al poder civil mediante la ley orgánica de la Defensa Nacional, que supongo estará aprobada a la hora de redactar estas líneas, realizándose con ella en la práctica la unidad jurisdiccional para todos los cuerpos del Estado, y la definitiva ruptura de un aislamiento histórico prolongado durante casi cuatro siglos, mediante el ingreso en el Mercado Común y en la OTAN.
El análisis del referéndum del 12 de marzo muestra, si embargo, que esta ruptura histórica no está nada clara. El Gobierno que lo convocó y que decía defender los intereses de España se dejó llevar por apetencias electoralistas de partido; en realidad, el interés del Estado estaba garantizado con la permanencia de España en la OTAN, lo cual era ya un hecho consumado, por lo que desde el punto de vista del interés de Estado -que decían defender- lo pertinente era no convocar el referéndum. Si, a pesar de todo, se hizo, es porque prevalecieron los intereses del partido socialista frente a los del Estado, electoralismo que provocó a su vez el de la oposición. La paradoja de que quienes decían no propugnasen el sí provocó la paradoja inversa de que los que decían sí pidiesen después la abstención. Se convirtió de este modo en interés partidista lo que era una cuestión de Estado y se planteó con caracteres electoralistas intemos lo que constituía un problema de política exterior. En otras palabras, triunfó la actitud aislacionista en un momento en que se invocaba la ruptura histórica y secular de la endogamia involutiva.
He aquí la razón por la que antes decíamos que la ruptura histórica del aislamiento no parece clara, a pesar de la declaración del Gobierno y de los importantes hechos que la favorecen. Éstas son las consecuencias de un bipartidismo que se quiere defender artificialmente. Al terminar de escribir estas líneas, me llega la noticia de la convocatoria parajunio de elecciones legislativas. Parece indudable que una vez más los sondeos y las expectativas de triunfo electoral han primado sobre cualquier otra consideración. Es seguro que el partido socialista volverá a ganar en esta ocasión, y es posible que el asentamiento de la democracia requiera ese nuevo mandato suyo de cuatro años. Pero es también nuestra convicción que la consolidación de la democracia en España no se alcanzará hasta que el bipartidismo electoral deje paso a un Parlamento donde la rica, compleja y plural sociedad española de hoy tenga verdadera representación. Sin duda, el objetivo de los próximos años deberá ir dirigido en esa dirección, de modo que el Parlamento refleje el conjunto de la opinión pública con mayor fidelidad de la que ahora lo hace. Como demostraron los resultados del referéndum, hay una parte importante de la opinión española que carece de representación parlamentaria. Sólo si se consigue acercar Parlamento y opinión pública podrá consolidarse definitivamente la democracia en nuestro país, lo cual exige algo más de dos partidos con representación nacional. Ésa es posiblemente la tarea de la nueva década que ahora se inicia.
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