El español y el robot
El primer robot que entró en nuestras casas fue la radio modernista-cubista, con teloncillo y muchos botones. Aquella radio tenía voz de Concha Piquer y aconsejaba okal, constantemente, para el dolor y ara todo.Bueno, primero había sido la electricidad, claro, la luz, pero esto de la luz fue una aparición más que una presencia. La luz era y es un ángel que abre las alas en cuanto giramos una llave. Una cosa todavía teológica, de acuerdo con el mundo teologal en que vivíamos. La luz no tenía "presencia", sino esencia. De modo que, como digo, el primer robot/ mueble que entró en nuestras casas fue la radio, con las emisiones nocturnas de la Radiodifusión francesa y los programas en español de Francisco Díaz Roncero, que largaba contra Franco y cerraba con La Marsellesa. Yo subía el tono, de madrugada, para que todo el inmueble escuchase La Marsellesa, y que se enterasen de que éramos un poco rojos. Después vino el teléfono.
El teléfono, que pronto se reveló de uso casi exclusivamente femenino, como el bidé, es un pre/ robot que requiere la participación activa de la voz humana, y esto le quita misterio. Parece que Graham Bell, inventor del teléfono, mantuvo la primera conversación telefónica de la Historia con su novia.. Pero enseguida las cosas se invirtieron y son las novias las que llaman constantemente a sus novios, inventores o no.
Entiendo por robot todo aparato mecánico que hace su trabajo sin intervención decisiva del ser humano. Los primeros y rudimentarios robots que vengo enumerando nos acostumbraron a los españoles, inocentemente, a la luminiscente y abrumadora invasión de los robots que hoy padecemos/disfrutamos. Los robots, como marcianos que son, nos vienen atacando por dos flancos: la intimidad y el trabajo.
Siguiendo con los robots íntimos, después de la radio vendría la televisión, que agrava el mongolismo del mensaje hertziano con el poliomielitismo del mensaje visual. Pero los robots viven la zozobra y el vértigo orteguiano de las generaciones con la misma intensidad que: los poetas -98, 27, generación del 36, generación de la guerra, de la postguerra, segunda y tercera generaciones de postguerra, etcétera-, de modo que la televisión ya está muriendo, venturosamente, gracias al vídeo, que es un robot posterior y más casero y manipulable, ajeno a la dictadura horaria de la teletonta. El ilustre doctor Pescador me decía hace poco, al recetarme un medicarriento:
-Es de la tercera generación de los beta.
Lo que digo. Las medicinas parecen poetas del 27. Viven la obsesión generacional. La televisión, dentro de casa, sólo ha tenido un robot competidor: el frigorífico, que sustituye a la honestísima firesquera de la abuela, hecha con tablas, y tela metálica, y puesta siempre en las corrientes de los pasillos. Me sigue pareciendo más fascinante abrir el frigorífico y contemplar el show de la comida que abrir el televisor y contemplar a Maira Gómez Kenip. En el frigorífico se practica el teatro de participación, porque uno puede echar mano al muslo de pollo y comérselo. En la televisión no se puede echar mano al muslo de azafata riquísima. De donde sale que el frigorífico, pese a su nombre, emite un mensaje caliente, practicable, y la televisión, dominada por el imperio de los sentidos, es un mensaje frío, distante, enlatado. Luego vinieron la lavadora y el lavaplatos.
Como gran robot colectivo de nuestro siglo de robots está el cine, que viene a robarnos nada menos que la novela, el género más moderno y rico de las literaturas occidentales. A la novela/ río del XIX sucede la novela/robot que es el cine, la historia contada mecánicamente. Pero el cine ya ha muerto, a manos de ese robot hacendoso, femenino y casero que es la televisión. Y -ya se ha dicho- de la televisión al vídeo, cuyo nombre completo es videotape. Culturalmente, seguimos una línea de empobrecimiento: el cine es menos que la novela; la televisión es menos que el cine y el vídeo es menos que la televisión. Pero, cuanto más pobres, más felices. De aquellas radios hechas a medias entre el señor Hertz y un ebanista barroco, al vídeo. La radio nos imponía sus horarios y al vídeo le imponemos los nuestros. La radio nos imponía la permanencia en el hogar y, desde el transistor, hemos domesticado ese robot y lo llevamos con nosotros a todas partes: los adultos, encerrado en el coche; los adolescentes, como una diadema de música y electricidad -los auriculares- que viaja con su patín por los parques de Nueva York y por el paseo de Recoletos, desgarrando las miradas heridas de la pederosis (viejos amantes de la juventud de uno u otro sexo). Esto, en cuanto a la intimidad o el ocio. En cuanto al trabajo, el empleadito español, empleadito valiente, un día, al llegar con el habitual cuarto de hora de retraso a la oficina, se encontró con la máquina de escribir eléctrica, que había sustituido a su vieja Underwood, lírica como una locomotora del Lejano Oeste. Y cuando ya empezaba a ensillar y domar la máquina eléctrica, le trajeron la máquina electrónica.
Al español camastrón se le estaba enseñando a empezar todos los días por el principio. Se acabó la holganza burocrática. Son capítulos y secuencias de la lucha entre el español y el robot, que ha sido larga, cruenta, y que todavía no sabemos quién va a ganar. Cuando el empleadito español, empleadito valiente, tuvo asimismo ensillada y montada la máquina electrónica, vino el ordenador con pantalla, para deducir el IVA o para escribir artículos de periódico. Y estamos ya en nuestros días.
El funcionario español ha sido siempre el buen salvaje de Rousseau con corbata. Un peatonal que se ha movido entre cosas naturales, entre, venenos naturales, cafelitos, meretrices, tertulias, horas de oficina y santas esposas de lo más natural. El español y la española. Señorita ha habido que se ha visto a pique de ser despedida de una multitrinacional por negarse a aprender cibernética. Y pique era, precisamente, el archivo, de donde saldría directamente a la calle, para siempre. El español, de los 60 para acá, vive su lucha sorda, laboral, hogareña o multinacional con el minotauro de la robótica, con el bosque de Macbeth de los ordenadores. Algunos le cogen gusto al invento de ruedecitas (Freud hubiera deducido la relación; Nabokov admite que son máquinas masculinas), pero la mayoría entraron ingenuamente en el planeta de los robots, con un fonógrafo "La Voz de su Amo", y ahora el Amo multimúltiple de la cibernética y la informática les habla con todas las voces del silencio.
Incluso dicen que hay periódicos que los hacen ya los robots. No sé el mío. Pero, con ordenadores y terminales, o sin ellos, siguen escribiendo "el voraz incendio" y "la aparatosa tormenta". No es que redacten desde la sencillez y el español llano, sino que lo hacen, como mi querida tía la ,de León, desde un español viejo, rancio, comido de chinches, de tópicos y de frases hechas.
Ni los incendios son voraces ni las tormentas son aparatosas. El fuego no come y la tormenta no se propone impresionar. Quiere decirse que el robot, contra las apariencias, es sumiso al hombre y escribe todas las sandeces que al hombre se le ocurren cuando no se le ocurre nada. Quiere decirse que las grandes operaciones financieras las imagina Escámez, mi viejo señorito en el Central, y no su robot, que se limita a echarle las cuentas, como antes lo hacía un contable de manguitos.
El español, dulcemente rebelde a la robotización, siempre encuentra maneras de que los ordenadores trabajen mientras él se baja a Acuario a tomar un café y unas porras con las floreales secretarias. Hay quien vive abrumado por la invasión de los ordenadores. Uno cree tanto en el hombre, y mayormente en el hombre español, y mayormente si es funcionario, empleado o ejecutivo, que sabe que el robot no empalidecerá la coloreada vida nacional. El español no se convertirá en el robot del robot. El español chuleará a su ordenador, como antes chuleaba al jefe de negociado de Franco, y antes al jefe de negociado de Cánovas/ Sagasta. El español es muy capaz, hacia las once de la mañana, de subirle un cafelito y una cajetilla al ordenador. El español es trepa.
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