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Tribuna:FABULACIÓN Y MAGISTERIO DEL IDIOMA
Tribuna
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Paradigma del hombre sabio

Debo pedir perdón a Rafael Lapesa por haber accedido a escribir unas líneas, necesariamente improvisadas y apresuradas, en celebración del premio que se le acaba de conceder. No quería, sin embargo, dejar escaparse la oportunidad de rendir homenaje a un hombre excepcional con quien me une una también excepcional amistad. De hecho, es mi más antiguo amigo. Fuimos amigos ya en nuestros primeros años universitarios en la década de los aos 20,´y desde aquellas remotas fechas nuestra amistad ha continuado, inalterable, a través de las tantas vicisitudes a que el azaroso curso de la historia nos ha sometido, con encuentros y, desencuentros en diferentes paises, pero sin que los distanciamientos geográficos afectaran nunca a la estimación personal y al aprecio intelectual.Absurdo resultaría en estas circunstancias y con el apremio periodístico, a que obligan, intentar un recuento de los méritos que le han hecho digno del galardón recibido, un recuento que sería ocioso, ya que, siendo públicos y notorios, obtendrán ahora la difusión que suele acompañar a las solemnidades oficiales, cuando el reconocimiento de la valía intelectual rebasa los círculos especializados para entrar en los vagos y más amplios dominios de los grandes medios publicitarios. Prefiero por eso -dejando de lado lo que es obvio: la significación que el nombre de Rafael Lapesa tiene en el campo de nuestra cultura literaria- ocuparme, aunque sea sumariamente, de su carácter personal, de esa figura moral suya, que es inseparable de la obra ingente llevada por él a cabo, pues constituye la base firme y secreta de su actividad, el cimiento humano de esa obra.

Un silencioso compañero

De entre la mucha gente que en los muchos años de mi vida he conocido, es aquel silencioso compañero mío de curso universitario en los 20 quien, con su actitud frente al mundo, realiza de manera cabal el que yo propondría como paradigma del sabio. Hombres de amplios y profundos saberes, de asombrosa erudición, de inteligencia brillante aplicada al trabajo científico, condiciones todas que en él concurren, he encontrado y tratado varios, y hasta me atrevería decir que bastantes. Pero con demasiada frecuencia, bajo cualidades tan excelsas, y recubierta a veces por el manto de una falsa modestia, podía descubrirse una soberbia que no vacilo en calificar de típica, cuando no una pueril vanidad: Es ésta la contrafaz negativa del intelectual eminente, la pequeñez del gran hombre de artes o letras... Rafael Lapesa no da nunca ocasión, por ningún resquicio de su conducta, de sus actos o de sus palabras, a desengaño semejante. Es un gran hombre de artes y letras, pero, por encima de todo -o, si se quiere, por debajo de todo-, es un hombre bueno. Y lo digo no sin cierta aprensión de herir su delicada intimidad, pero, ya que lo he dicho, procuraré explicar, si puedo, de qué manera esa radical bondad suya constituye la base de su sabiduría.

Se trata ante todo de esto: su relación con el saber al que ha consagrado y consagra su laboriosidad científica es una relación de servicio puro hacia los valores objetivos; una relación tan reverente que ni siquiera se le ocurre recabar celosamente la propiedad de sus logros y adornar con ellos su individual yo. Subjetivamente, lo que Rafael Lapesa ha aportado -esa obra magnífica que ahora es premiada, pero que todos los entendidos tenían desde siempre en la más alta consideración- aparece como desprendido de su creador, como si no hubiera sido fruto de sus capacidades y de su desvelado empeño. Jamás se le ve incurrir en los desvaríos del amor propio, en los excesos de la soberbia o en los defectos de la vanidad.

Desprendimiento tal, generosidad tan admirable, es consecuencia del modo de instalación, ética en el mundo que corresponde al sabio verdadero, al filósofo, cuya persona contingente se realiza y cumple mediante la abnegada entrega ole sí mismo a aquello donde reconoce un valor objetivo. Y es claro que, para ese filósofo, no sólo son dignos de reverente servicio los valores del conocimiento científico, sino también y a la vez todos los demás valores que prestan sentido al ser humano.

Esto es lo que he pretendido sugerir cuando indicaba que la gran sabiduría de Rafael Lapesa se encuentra basada en su radical bondad. Quise apuntar con ello hacia su depurada, limpísima y -pudiéramos decir- candorosa personalidad ética.

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