El escenario como infierno
Desde que existe tal como lo conocemos, el teatro ha cambiado muy poco en sus aspectos sustantivos. Si se rasca bajó la superficie del teatro de cualquier tiempo se descubre que gravita en lo esencial sobre ambiciones equiparables a las del teatro de cualquier otra época. Y lo esencial en él es el intento de quienes lo hacen de ahuyentar el mal representándolo.A finales del siglo pasado, August Strindberg inició el más grande esfuerzo conocido por volver a abrir los, accesos, que dejaron taponados los dramaturgos románticos alemanes, de la ceremonia teatral trágica. Era otra vuelta al principio. A partir de entonces, el teatro europeo busca -en una variante del juego de la aguja en el pajar- un lugar donde representar esa ceremonia, de secular entronque religioso, en un universo profano o, más duramente, en un universo profanado.
Se ha diagnosticado este esfuerzo como el de la identificación del mal, sustantivado este, borrado del vocabulario de este tiempo su antiguo signo de reverso del bien. Esta especie de misión imposible se convirtió, de acuerdo con su naturaleza, en un asunto de visionarios. ¿Cómo construir el infierno no como reverso de un paraíso, sino como sustancia última de ese paraíso? Antonin Artaud y sus innumerables parroquianos intentaron contestarla. Lo hicieron de mil maneras, que confluyeron, con variaciones poco significativas, en la fórmula genérica descubierta por Jean-Paul Sartre en A puerta cerrada:. "El infierno son los otros".
La perturbadora pregunta, como su respuesta sartriana, escandalizó o resbaló sobre la piel de quienes buscaron simultáneamente una posibilidad de rescate de la tragedia desde el "teatro de era científica". Pero no lograron borrarlas, de la misma manera que los visionarios del teatro como mal, como peste, como agresión, o como transgresión, no consiguieron tampoco reducir a trivial el esfuerzo optimista de aquéllos.
Esta tensión originó, en algún meandro del transcurso de la teoría de la escena contemporánea, dos especies antagónicas de hombres de teatro, aún no reconciliadas, quizá irreconciliables, y cuyos únicos puntos de encuentro, a su pesar, fueron las ocasionales apariciones de una tercera especie sintética, más allá del bien y del mal, mucho más despoblada que las otras dos y que a su vez fue rechazada por ambas. De esta tercera especie son dos gallardos islotes, que se mantienen erguidos e ignorándose recíprocamente. Samuel Beckett es uno. El otro, Jean Genet.
Comienzo de partida
Cuando, a mediados de los años cincuenta, en el teatro español aparecieron Beckett y su vuelta al principio, provocó cortocircuitos en la lógica de un teatro, como el español, que había perdido todo contacto con aquella pregunta matriz. Una década más tarde apareció en nuestros escenarios la otra gran figura solitaria, pero nos cogió más preparados.
Las criadas, de Jean Genet, asustó, pero también deslumbró. Como Samuel Beckett, representaba la profanación y, como él, abrió su escenario a una respuesta más radical que la de Sartre a la pregunta sobre el infierno, porque a la abstracción - "El infierno son los otros"- opuso una simple metáfora sensorial, cuando Solange dice a Claire: "Tú eres mi mal olor". De las grandes palabras se había bajado, como se baja al abismo de la verdad, a una tierra firme que absorbía como una esponja toda la inabarcable profanación del mundo contemporáneo. El mal se hizo un asunto tangible, y el infierno, antesala de comportamientos reconocibles.
Esta combinación de islote en la historia del teatro contemporáneo, combinada con la apasionante cercanía de sus respuestas, que rechazan toda abstracción y no rebasan los niveles sensoriales, a la pregunta eterna del teatro, es lo que hace de Genet, junto con Beckett, el más vigoroso e indiscutible de los buscadores, tras las huellas de Strindberg, del infierno trágico.
Babelia
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