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Desnudistas en el Manzanares

Cuando en el otoño del pasado año acepté la invitación que la New York University me había hecho para que en esta primavera inaugurase una cátedra allí fundada bajo la advocación de¡ rey Juan Carlos I de España, pensé que sería un tema adecuado para mi curso, y así lo propuse, el estudio comparativo de la realidad actual de nuestro país con la imagen tradicional que de él se tenía y sigue teniéndose: la que corresponde al eslogan publicitario según el cual Spain is different.

Habría que averiguar ante todo cuál puede ser la base histórica de esa imagen convencional, sobre qué datos reales se formó, cómo ha sido elaborada, qué vigencia (conserva; y por último -y ésta sería materia de investigación- en qué medida coincide con esa imagen, o se separa de ella la sociedad en que ahora nos hallamos viviendo. Esta investigación debía ser obra de mis futuros estudiantes, a quienes me proponía confiar la tarea de expurgar en la Prensa del recién concluido decenio los cambios experimentados por la sociedad española, a fin de establecer sus rasgos actuales.

A la hora de formular ese programa -durante los meses finales del año pasado, como digo- se discutía entre nosotros acerca de la efectividad o inanidad del cambio prometido en el suyo de Gobierno por los socialistas, y yo mismo, ya con idea del proyectado curso en la mente, publiqué un articulete hablando del asunto.

Decía, entre otras cosas, lo que es bastante obvio: que toda sociedad humana, como histórica que por definición es, se encuentra sometida a cambio incesante; que toda sociedad humana cambia de continuo, y a mayor velocidad conforme se acelera el progreso tecnológico, impútense o no, en grande o menor medida, sus alteraciones a la acción de quienes en ella manejan las palancas del poder público.

Lo cierto es que, gracias a mi avanzada edad, yo mismo he sido testigo de unas transformaciones que se remontan mucho más allá, no ya -por supuesto- del cambio que pueda haber traído el Gobierno socialista o el decenio de monarquía democrática, sino que saltando por encima del prolongadísimo período franquista alcanzan a la turbulenta república, a la previa dictadura de Primo de Rivera, y aun a las postrimerías del régimen liberal-conservador de la Constitución de 1876.

Así, pues, mucha es el agua que he visto pasar bajo los puentes del escaso Manzanares, y bien puedo hablar por mí de los cambios sufridos -o gozados- por España durante este siglo que ya se encamina a sus finales. En cuanto al cuadro o imagen estereotipada de nuestro país, formada desde fuera y asumida por nosotros mismos, entiendo que mis lecturas, mi curiosidad, mis cavilaciones, pueden ayudarme a bosquejarlo para beneficio de mis alumnos.

En ese trabajo estoy metido. Después de haber procurado examinar con ellos el proceso de formación de esa imagen a partir de la interpretación que el romanticismo europeo, basándose sobre todo en nuestro teatro del Siglo de Oro, hiciera de aquella época española, estoy ofreciéndoles documentos varios. donde puede penetrarse su efectiva realidad histórica, para que luego, aspecto por aspecto, puedan cotejarla con la que de nuestra realidad presente informan los documentos de la actualidad: periódicos, noticieros cinematográficos, etcétera.

Lo más semejante en el siglo XVII a estos medios informativos son ciertas correspondencias privadas que, por su regularidad y su carácter misceláneo, permiten ser asimiladas a los periódicos que ahora se publican. En ellas se contienen desde noticias de guerra o de alta política hasta acontecimientos menudos de importancia local, o aun los sucesos pintorescos y curiosos de la vida cotidiana, todo lo cual se presta muy bien a establecer significativas comparaciones, deduciendo similitudes y diferencias.

Para tal efecto he propuesto a mis estudiantes varias líneas de investigación, y, entre ellas, todo aquello que, en diversos aspectos, se relaciona con el sexo. Es éste un campo donde, por razón de su inmediatez biológica, las actividades básicas no pueden diferir demasiado, pero sí, y mucho, las actitudes y valoraciones sociales más o menos conectadas con dichas actividades. Les invité, por ejemplo, a examinar en concreto el fenómeno, perfectamente datable, que en su momento se designó como el destape, haciéndoles notar el rigor sañudo con el que, durante el régimen franquista, se había querido hurtar la carne humana a la vista pública. ¿Quién no recuerda detalles curiosos, anécdotas grotescas de esa exagerada pudibundez que el celo clerical sostenía y atizaba?

A decir verdad, el celo clerical contra ese tercer enemigo del alma que es la carne empezó a exacerbarse y tener efecto antes de que el franquismo pusiera a su servicio los instrumentos coercitivos del poder público. En plena República, tronó y prevaleció un famoso jesuita, el padre Laburu, pintoresco predicador que hasta diseñó un modelo de traje de baño destinado a desanimar cualquier mirada pecaminosa. Y en julio de 1935, habiendo invitado a veranear con mi familia en una playa gallega a dos primas mías, preciosas y muy devotas muchachas, llegaron provistas ambas del preceptivo modelito de bañador, que una de las hermanas no se atrevió a afrontar el ridículo de usarlo y antes renunció a las delicias de la playa, mientras que la otra, con más vocación de mártir, lo hacía en sacrificio por su salvación eterna. Poco más tarde, tanta honestidad se habría hecho oficialmente obligatoria, y una de las funciones de la policía consistió en preservarla.

Vino, en fin, la democracia trayendo consigo el destape, no sólo verbal sino también indumentario, y éste no sólo en el mundo del espectáculo, sino también en el campo abierto de la vida cotidiana. Sin embargo -y sobre ello debí llamarles la atención a mis estudiantes-, aunque en las playas españolas se exhiben con la más sumaria cobertura bellezas y fealdades, toidavía el desnudismo integral sigue siendo cuestión polémica entre nosotros.

¿Cuáles eran a este respecto las condiciones en aquella España de la contrarreforma que el franquismo había querido restaurar? Al repasar una de esas correspondencias privadas de la época, que para aquel entonces puieden considerarse especie de periodismo particular, encuentro una carta bastante reveladora, y por cierto también de un padre jesuita, quien, desde la corte, le escribe a otro en Sevilla el 30 de junio de 1637 y, tras de muchas noticias de todas clases, le dice: "Antes de ayer hubo aquí una tempestad de aire, la mayor que se ha visto en Madrid 40 años hace.

Fue a las siete de la tarde, con tan gran extremo, que no había hombre que pudiese andar por la calle; coches se volcaron muchísimos, y se maltrataron, dando unos con otros con el ímpetu del aire. Los que estaban nadando, Cuando salieron no halló ninguno vestido, porque el aire era tal, que los había esparcido por muy diversas partes y con gran confasión. Dicen fue de ver el reñir sobre las camisas, ropillas, sábanas, etcétera, y quedaron muchos in puris naturalibus por no hallar rastro de vestido. Duró poco espacio; sería de tres cuartos de hora, y si dura mucho, corriera grande riesgo toda la corte".

Esta noticia no podía dejar de traerme a la memoria algunos detalles de los vejámenes contra el. río Manzanares que en aquella época fueron corrientes entre literatos y poetas; en particular, varios de los romancillos donde Quevedo despliega en delirantes juegos de palabras su asombrosa vena satírica.

Refiere en uno de ellos cierto percance de la más asquerosa escatología, cuyos resultados obligan a que el protagonista se despoje de la ropa sucia, declarándose: "Yo, tan de ropa aliviado, / que pudiera retratarse / un nadador, cuando acaba / de dejar a Manzanares". En otro, titulado Descubre Manzanares secretos de los que en él se bañan, hace que éste, al que ha calificado de "arroyo aprendiz de río", vea "en verano y en estío / las viejas en cueros muertos, / las mozas en cueros vivos". Denuncia el río: "No todas nadan en carnes / las señoras que publico; / que en pescados abadejos / han nadado más de cinco".

Todavía en otro romance, describe Quevedo: "Una doncella, que sabe / que se le ahoga su virgo / en poca agua, le salpica, / escarbándole a pellizcos. / Aun en carnes, una flaca es el Miércoles Corvillo; / una gorda, el carnaval / con masas del entresijo. / Una piara de fregonas / renuevan el adanismo", etcétera; sin que, por supuesto, falten al espectáculo los mirones, quienes, "galameros del atisbo, / echan el ojo tan largo, / gulusmeando descuidos".

Por último, otro romance de Quevedo relata con subida jocosidad un episodio de indecencia suma, en un día de terrible calor, a orillas del río. "Encendióse mucho Menga / y, queriendo refrescarse, dio con sus carnes al viento y con su vestido al margen"...

Como sólo me propongo aquí mostrar, mediante documentos literarios que confirman la noticia contenida en la carta del jesuita, cómo en efecto el desnudismo era practicado en el río Manzanares durante el siglo XVII, me abstendré de referir la frustrada confrontación de aquella acalorada moza con un bañista demasiado vetusto, y no copiaré sino el anticlimático desenlace del caso lamentable: "Cansados al fin los dos / de mirarse y remirarse, Menga se fue a sus basquiñas y el vejete a sus pañales".

No deja de causar en todo caso cierta perplejidad la comprobación de que, en aquella España cuya Iglesia estaba fundida y confundida con el Estado, se practicara el desnudismo integral y las gentes pudieran bañarse in puribus naturalis en las modestas aguas de nuestro "arroyo aprendiz de río". Quizá el furor clerical se descargaba entonces sobre objetos de más seria entidad, descuidando el vellar las desnudeces.

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