Interpretar como bailar
James Cagney, al actuar con todo el cuerpo, rompió las normas tradicionales de Hollywood
Cuentan que en sus buenos tiempos sus compañeros de reparto tenían miedo cerval a encararse a solas ante la cámaras con James Cagney, sobre todo cuando el diálogo de la escena era de ping-pong y había en él muchas réplicas y contrarréplicas, cosa habitual en el cine norteamericano de entonces. Actuaba Cagney a tal velocidad, sus transiciones eran tan fulgurantes y heterodoxas, tan inesperadas y precisas, que su peculiarísimo ritmo los descolocaba a la primera de cambio y después les era materialmente imposible seguirlo.James Cagney lo sabía y se divertía poniendo patas arriba los nervios de algunos actores de respuestas lentas. Una de sus víctimas favoritas era, en los años treinta, Humphrey Bogart, actor muy torpón en sus años de aprendizaje, al que Cagney martirizaba en estos careos donde no era nada fácil acoplarse a su desenfrenado y extravagante ritmo de actuación. Un biógrafo de Bogart cuenta que años más tarde, cuando comenzaba a sentirse seguro de sí mismo, éste reconoció en una ocasión que fue Cagney, con el desafío de aquellas tretas desarmantes, quien le enseñó a actuar con soltura.
Basta ver a James Cagney en su última interpretación de madurez, en la comedia Un, dos, tres, de Billy Wilder, para entender cómo se desencadenaba su inasimilable ritmo de actuación. En esta película Cagney destripó su método de interpretar, y da la impresión de que lo hizo aposta, añadiendo a su colección de actores burlados un no va más de la ironía: él mismo, mostrándose sus propias trampas dramáticas y dejándose atrapar por ellas, reduciéndolas a farsa. Es el propio actor quien marca con tres chasquidos de dedos acompañados por una señal de arranque de bailarín: "¡Un, dos, tres!"- la legendaria cadencia y quien se avisa a sí mismo, y de paso al espectador, de un cambio brusco en ella.
A ritmo de 'claque'
Los actores no tienen otro instrumento de trabajo que su propio cuerpo, y éste es el depósito palpitante del lado transferible de su experiencia de la vida y del paso sobre ella de los años. De ahí que cuando un actor muere muera con él una manera única de hacer visible esa su experiencia del transcurso del tiempo. Y si quien muere se llama James Cagney muere además con él un capítulo único, irrepetible y, en su caso, singularísimo hasta los bordes de la paradoja, del arte de la actuación.La paradoja en Cagney consiste en que su instrumento de trabajo daba la impresión inicial de ser limitado, monocorde e incluso tosco, y, sin embargo, detrás de esos diques escondía no se sabe cómo -y sacaba a relucir en el momento exacto- una cantidad casi ilimitada de registros. La primera impresión que causaba su presencia era que carecía de dotes naturales para alcanzar las esquinas refinadas de su oficio. Pero a medida que su composición de un personaje crecía, Cagney se iba transfigurando y de aquel cuerpo pequeño de pistolero gruñón, policía sentimental o golfo mal encarado y antipático brotaba un torrente expresivo afinadísimo.
"!Un, dos, tres!", era la consigna íntima de un actor que actuaba a ritmo de claque. Lo que Fred Astaire hacía con las puntas metálicas de sus zapatos, Cagney lo incorporó a sus vertiginosas maneras verbales y gestuales de actuar. Ganó un oscar por su trabajo en un filme, Yankee dandy -que TVE emite mañana miércoles- en el que bailó hasta la saciedad. Calmó así una frustración nunca autoperdonada del todo: disfrutaba más que con nada bailando, y no lo hacía mal, pero era consciente de que con sus rápidos pies no alcanzaría ninguna cumbre salvo la de los teloneros. Y ya que su pasión le fue negada, bailó por otros medíos, con la palabra y la mirada.
Hay una formidable escena en una de sus mejores películas, Al rojo vivo, de Walsh, literalmente bailada: aquella en que en el comedor de la prisión le comunican que su madre ha muerto, su locura estalla y arremete contra la guardia. La secuencia está fijada en plano general: todo el cuerpo de Cagney está en la pantalla. Y actúa con todo el cuerpo, contraviniendo una regla de oro de su oficio: fijar en la mirada los ejes de la composición.
Cagney dramatizaba con las piernas, con los brazos, con el torso, con la cara, con las manos y con los hombros simultáneamente, como los bailarines. Llevaba a este terreno a sus oponentes y devoraba crudos allí a quienes se atrevían a seguirlo.
De ahí que James Cagney Fuera un genio adelantado a los cambios que en los años cincuenta introdujeron en Hollywood actores procedentes de las escuelas teatrales de Nueva York, como James Dean, Marlon Brando y Paul Newman, adiestrados en extraer su lenguaje de la totalidad de su cuerpo.
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