Y 47 / Plaza de Oriente
FRANCISCO UMBRALFranco muerto en la plaza de Oriente /Era una mañana a contratipo, con los solos colores de la bandera roja y gualda / Era como si un carnaval de Solana se cruzase en mitad de la plaza con un artículo de Larra / Hombres de boina roja y sisleros ensotanados ponían caución en la multitud / Vagas y ostensibles isabelonas, solitarios fiacres a lo Fernando VII / La repetición infinita de los García-Carrés, Girón, Fernández-Cuesta y Piñar / A Franco lo matamos de muerte natural.
Franco muerto en la plaza de Oriente. El cielo negro de la mañana. Noviembre era una candela sombría en manos de Nuria Espert, vecina de la plaza con bella cara de máscara y pantera.La ausencia de Bergarnín, el eterno ausente/presente de la Historia, en su buhardillón que daba a la plaza. Alegorías de carboncillo y estatuas de espuma, ángeles de plomo, sin despegar las alas, por el ciclo bajo del palacio, cielorraso de infantas y de incendios.
Franco muerto en la plaza de Oriente. Su mandato había sido un plazaorientalismo, un asambleísmo de derechas por el que se tomaban las grandes decisiones nacionales ante los sabios ágrafos con manta y los patriotas pedáneos, traídos en autocar de toda España. El muerto reinaba en lo que fuera su legitimidad. Otra no tuvo. Horda / hidra de mil cabezas con boina, por las esquinas, mirando el miedo. Pasaba en tomo al féretro la anacrónica escolta de los moros, con grímpolas y gallardetes, cuando Solís o Cortina Mauri acababan de embarullar lo del Sáhara. Augusto Pinochet, último espantajo desbandajado del cesarismo franquista, ponía su color mestizo y chileno en la palidez de las caras y las piedras.
(Costó mucho que se fuese de España, después de aquella mañana: quería quedarse y recibir los honores del Rey, que se los negó quedamente.)
Era una mañana a contratipo, con los solos, colores de la bandera roja y gualda arropando la caja del muerto.
Iba yo (precauciones de aquellos días) emboscado de fotógrafos extranjeros. Había un gran silencio o un gran ruido por donde alguien arrastraba el sable colgandero de don Heraclio Fournier. El ataúd llevaba ruedas de neumático. El marqués de Villaverde, enlutado de corbata, cara de revista del corazón, se inclinaba vagamente sobre el féretro. Aún no se sabía si sus medicinas habían prolongado o atajado la agonía del agonizante. Algo como un estandarte de Valdés Leal, hecho de mueca, sobrevolaba las cabezas.
A lo mejor sólo era el aire, pajarada de hojas secas.
Era como si un carnaval de Solana se cruzase en mitad de la plaza con un artículo de Larra. El tiro de Larra resonó, efectivamente, en el silencio de los tiempos, en la cercana calle de Santa Clara.
Un general que hubiera podido ser Berenguer, el del error, pero que no era, paseaba niñas de la mano (quizá Prim).
Hombres de boina roja y sisleros ensotanados ponían caución en la multitud.
Franco, Franco, Franco, arriba España.
Vagas y ostensibles isabelonas hacían el plato y el plante en la plaza, junto a la seráfica madre, transmutada con el siglo en San Pantaleón licuado, iglesia/convento muy cercanos. ¿En el santoral se cambia de sexo?
Solitarios fiacres a lo Fernando VII se arriesgaban en la plaza llevando un llanto de niños enredado e interior al estruendo de las ruedas y los caballos, con un inútil farol encendido a cada lado, como campanillas de luz que no sonaban.
Buenos burgueses de mostacho y medio velito regresaban a mirar a Franco muerto como si saliesen de misa, confortados. Franco muerto en la plaza de Oriente. El cielo negro de noviembre.
El día todo era una candela sombría en las manos catalanas fuertes y finas de Nuria Espert, vecindona de la plaza.
La repetición infinita de los García Carrés, Girón, Fernández Cuesta, Piñal, era como la orla histórica y violenta de aquella gigantesca miniatura. Se desvaneció un soldado y quedó un caballo suelto, manso, que partía en el cortejo, tras el armón. Se dijo enseguida que era el caballo de Franco. La gente tenía ya, únicamente, una memoria televisiva, pues que algo parecido se había dicho en el en tierro de Kennedy. El subconsciente jungiano y colectivo quería engrandecer/ennoblecer de alguna forma aquella muerte, aquel muerto. Aquel caballo descabalgado, detrás del muerto, daba por unos momentos altorrelieve y leyenda estética a un cesarismo que, en 40 años, jamás había alcanzado la le yenda, sino sólo el chisme y la delación. Hasta a mí me hubiese gustado que lo del caballo fuera verdad.
Por deformación literaria, claro.
Me metí con los fotógrafos extranjeros, ido todo, a beber unos cubatas en la tienda de vinos que dobla hacia Bailén. Aunque hubo que irse pronto, porque los jóvenes fascistas patrullaban la plaza.
A Franco lo matamos de muerte natural. Se fue cuando él quiso. Quizá se pusieron de acuerdo en desenchufarle los cables el 20/ nov., para aunar/tapar una fecha con otra, la de la muerte de Primo de Rivera júnior. Franco, cuando se estalló una mmo, cazando, en el 61, dudó entre los civiles que podrían sustituirle mientras estaba anestesiado, en el hospital de la Princesa, calle del mismo nombre. Al final se definió por don Camilo Alonso Vega. Le dio un abrazo y le dijo:
-Camilo, cuida de lo que pase.
Cuando sus enfermedades de los setenta, utilizó al príncipe Juan Carlos de manera desatentada. Le daba y le quitaba la jefatura del Estado todos los días. El Estado era él, claro.
Lo que pasa es que Juan Carlos tenía claro su proyecto histórico, entre el padre real, don Juan, y el padre putativo, Franco, y sabía que el juego de las generaciones jugaba a su favor. Tenemos, los rojos, un rey que no nos lo merecemos.
Ha sabido librarse de la "monarquía de Estoril", o "estorilerías", como lo llamaba Lequerica. Ha sabido librarse de los príncipes de las Letras (letras menudas) y de los bradomines gaditanos, como Pemán. Ha sabido librarse de don Pedro Sainz Rodríguez y sus espiritualistas, del Secretariado monárquico y de todo lo que su augusto padre tramaba en Lausanne, paseando a orillas del lago y cruzándose con un señor alto y calvo: Tarradellas: se reojaban, pero no se saludaban. (Uno, mientras tanto, en aquella misma Suiza, daba conferencias rojas sobre la muerte de Lorca, como queda contado en estas verídicas memorias.)
Hay quien dice que Franco, a última hora, se hubiera deciclido por don Alfonso de Borbón, primo del actual Rey y esposo de una de sus nietas. Demasiado tarde. Franco ya le había cogido cariño a aquel príncipe, don Juan Carlos, que todo lo aprendió en los libros de caballerías. Don Alfonso, como don Gonzalo, el de la Prensa del corazón, era hijo de un sordomudo. Franco no quería taras hereditarias en la Monarquía "franquista" por él instaurada, que no restaurada.
Cayó en el tópico de todos los dictadores, como Napy Boni: quería perpetuarse perpetuando una monarquía hereditaria nacida de él o de su voluntad.
Su malentendido con el Conde de Barcelona (el malentenolido de Franco), le lleva a raptarle un hijo, el que él no ha tenido, y se encariña paternalmente con el "joven rubio y tonto / que partió al Helesponto / para buscar señora", según decía el epigrama de los cafés. Luego resultó que el tonto era muy listo. Los epigramáticos casi nunca adiertan, salvo en la rima. Lo decían las tertulias monárquicas de los sesenta:
-Y la griega sin preñar.
Era cuando doña Sofía no tenía descendencia. Esperaban ellos una monarquía a lo "Plaza de Oriente". Muerto el muerto, Juan Carlos, aparte las ideas políticas, tiene una idea histórica: hacer una democracia con los hombres de su generación: Suárez, Felipe Tamames (luego Sartorius). Marginar a los hombres de la guerra. Carrillo/ Areilza. Alzar una España que no huela a guerra civil. El factor generacional ha contado en el cambio más de lo que piensan los analistas. España para los jóvenes de 40 y los maduros de 50. No había que pasar de ahí. Los otros -Alberti en la izquierda, Rosales en la derecha- son nuestros clásicos.
Y entre tanta movida, uno se ha quedado sin sitio.
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