Persiguiendo la época
La reina del NiloAutor: Moncho Alpuente. Música de Alberto Gambino, Radio Futura, Siniestro Total y José María Silva. Intérpretes: Carmen Maura, Santiago Ramos, Ágata Lys, Guillermo Montesinos, Félix Rotaeta, Alfonso Vallejo, Pilar Barrera, Fernando Martín, Juan Carlos Lavid, Pedro Luis Lavilla, Gloria Blanco, Esperanza Hervás, Paco Torres, Julila Gil, Jerónimo Martínez, Gran Wyoming, Ricardo Solfa, etcétera. Escenografía de Christan Boyer. Vestuario: Mamen Escobar. Director artístico: Óscar Marine. Director musical: Alberto Gambino. Directores de escena: Ángel Facio y Jesús Cracio. Producción de la Comunidad de Madrid. 6º Festival de Teatro. Estreno, 21 de marzo.
La reina del Nilo es un interminable fastidio. Despierta. una sola admiración: la de que, sin ninguna ocurrencia por parte del autor y del músico ni una chispa de los actores o una aportación del director, la hagan durar tres horas y media, incluyendo los, dos descansos, en los que prosigue el romance en el vestíbulo del teatro, con una ansiedad en la persecución del espectador sin darle cuartel, aunque no pudieran seguir a los muchos que emprendieron la huida hacia la tranquilidad de la calle. Así inauguró la Comunidad de Madrid su teatro Albeniz, con una producción propia y una presentación del presidente Leguina. El teatro produce a veces estos misterios: un grupo de nombres de toda solvencia produce algo que no cuaja. En el fondo de La reinadel Nilo se ve la voluntad de estilo de estar dentro de la movida, de la modernidad o de la posmodernidad, o como quiera que se llame todo ello. Está la parte de Peter Pan, del niño que no quiso nunca crecer: la negación de los miembros de unas generaciones a hacerse adultos; el subconsciente de una mitología infantil -de lecturas y cine-, la iconografí8a del comic. El legionario perdido, la misteriosa belleza del desierto, el collar robado, los buenos y los malos... La despreocupación por códigos y el intento de sustituirlos por el desenfado.
Y una cierta afición por lo kitsch que resulta, sobre todo, del emparentamiento con los pastiches orientalistas del viejo musical español -El asombro de Damasco, La corte de faraón- y del verso parodístico de autores menores como Ramos de Castro o Pedro Muñoz Seca. Pero aquéllos asentaban en su época, dentro de la cual eran adultos y ofrecían lo que entonces podía llamarse picardía, o doble sentido, y una riqueza melódica y orquestal adecuadas. No corrían detrás de su época ni pretendían hacerla ni definirla: formaban parte vegetativa de ella y, además, eran conscientes -y si no lo eran ya se lo decían los demásde que lo que hacían estaba en los estratos más bajos de la literatura dramática. Nunca, en aquellos casos, habrían podido estar patrocinados por presupuestos públicos y no se les habría podido incluir en nada que llevase el nombre oficial de cultura. Conseguían claramente lo único que se proponían: hacer reír y ganar dinero.
La voluntad de estilo está lograda en la parte plástica, quizá porque esas generaciones tienen por ahora más fijación en lo visual, en la imagen: los decorados de Christian Boyer y el vestuario de Mamen Escobar tienen buena calidad; unas veces, con cierta evocación del modernismo; otras, con la traducción del comic. La creación de muñecos, los gigantones o los seres viscosos de la gruta del segundo acto conectan bien con lo que parece buscarse. No es, claro, suficiente. La música es pobre, y pobres y sin ocurrencias son los versos de Moncho Alpuente. Dos excelentes actores como Carmen Maura y Santiago Ramos se pierden en el marasmo, como sus compañeros; la persona que se hace llamar el Gran Wyoming, encargada de los entrecuadros, saca el mejor partido de la representación, y no así quien se hace llamar ahora Ricardo Solfa, para no comprometer su pasado. La dirección de Ángel Facio no pone ningún sentido ni explota ninguna de las posibilidades latentes de obra y actores.
La expectación era grande y la recepcion llegó a ser glacial. Se vio al principio que la obra no llegaba a empezar nunca; fue más alarmante ver que no terminaba nunca, como si sus creadores no pudieran desprenderse de ella. Los espectadores supervivientes pusieron, ante esa voluntad de estilo, una voluntad de por lo menos recompensar el denodado trabajo de todos, y Moncho Alpuente salió a saludar entre sus intérpretes.
Babelia
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