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Tribuna
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Los que no son noticia

Los casos de actrices o de actores que son noticia porque caen víctimas de una lesión, de una enfermedad o una incapacidad repentina no son frecuentes. Ocurren. Son la contribución que esta dura profesión aporta como tributo al crimen del azar y a la mala fortuna. El caso de Tony Leblanc, como el de Gloria Rognoni, actriz de Els Joglars hoy inválida, a causa de un accidente en escena, son excepciones muy dolorosas, que constituyen la parte excepcional de una normalidad silenciosa que, precisamente porque carece de excepcionalidad, no es noticia.La vida cotidiana de los actores -y esto generalmente se ignora- conduce a situaciones personales muy frágiles, inestables y llenas de riesgos no espectaculares, que no se presentan en forma de suceso noticiable, pero que encubren una normalidad a veces tan dura que se podrían contar casos de los que hacen frotarse los ojos con incredulidad y que son rigurosamente verídicos. Por excepción, datos sobre la fragilidad de la situación laboral del actor están ahora en la calle a causa de un gesto reivindicativo que, según parece, va a permitir que estos trabajadores puedan beneficiarse a estas alturas de derechos indiscutidos a cualquier otro conjunto de profesionales.

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La lucha del actor por ser considerado, así como suena, persona es secular, y su victoria en esta guerra contra el racismo social, la estupidez y la intolerancia es un hecho reciente, por lo que en algunos aspectos tal victoria no pasa de ser meramente formal, y persisten antiguos guetos sociales y morales que hacen de ella un papel mojado, sobre todo en lo que respecta al actor anónimo o de éxito limitado. Si en todas las profesiones liberales se producen líneas de demarcación que separan a quienes alcanzan la notoriedad de quienes se quedan a sus puertas, en la profesión de actor esta frontera difícil de cruzar se convierte en abismo.

A uno y otro lado de este abismo el actor es víctima de amenazas específicas. Por una parte, quienes alcanzan el éxito -muy pocos- necesitan mantenerse día tras día encaramados en él, aferrados a un mecanismo de mantenimiento del triunfo que les obliga a un esfuerzo adicional que duplica su trabajo, les desgasta y, en muchos casos, precipita su declive profesional. Es este el umbral del juguete roto -célebre formula de Summers-, es decir, del proceso que transforma al actor, de sujeto por excelencia del recuerdo ajeno, en un desolado objeto de su olvido.

Al otro lado del abismo, los actores que no han traspasado la frontera de. la notoriedad -la inmensa mayoria- pugnan por alcanzarla con no menor tesón y, por consiguiente, desgaste que los anteriores por mantenerse en ella. Así aparece en el horizonte cotidiano del actor el fantasma de dos dependencias: por una parte, así como suena, del teléfono, de que alguien indeterminado le llame para ofrecerle algo indeterminado; y por otra, con el rabillo del ojo, de aquellos de sus colegas que puedan ser elegidos en vez de él por ese alguien y para ese algo.

Esta doble dependencia aísla al actor y hace de él un especialista en la autoafirmación y la competición. Cuando, se habla de que en el actor campean la vanidad y la zancadilla debiera añadirse que se trata de legítimos mecanismos de supervivencia y que no los genera el actor en cuanto tal -que más tarde, ya en el trabajo, suele ofrecer con rara frecuencia emocionantes rasgos de generosidad- sino del racismo social y laboral a que está sometido desde hace siglos y que ahora sólo comienza a desvanecerse.

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