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Tribuna
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Consideraciones acerca del referéndum

A medida que se acerca la fecha de la consulta al pueblo acerca de la participación de nuestro país en la Alianza Atlántica crece la incertidumbre sobre su resultado y, con ella, la impresión de que la decisión emanada de la respuesta mayoritaria puede tener graves consecuencias. Se diría que lo que empezó como un devaneo se ha convertido en una disyuntiva de la mayor trascendencia, por un proceso en algo semejante al que sufre el hombre que empieza a frecuentar el trato de una mujer y al cabo del tiempo se ve abocado al matrimonio o a la ruptura sin estar seguro de cuál de las dos soluciones le conviene más. Cuántas veces la solución que adopta no es consecuencia de un cálculo de conveniencias, sino el resultado de un movimiento impremeditado, provocado sobre todo por la necesidad de cancelar una situación exasperante; y con qué frecuencia los buenos o malos resultados de la determinación en nada se parecen a los previstos, sino que se derivan de detalles infinitesimales producidos por el cambio y que el temor había pasado por alto, ofuscado tan sólo por la índole nominal de una transformación que a la hora de la verdad no tiene tanta importancia como hacía presumir.Sospecho que buen número de españoles -entre los cuales tal vez me encuentro yo- va a dar su respuesta sin tener una idea clara de sus consecuencias, y de ahí la incertidumbre sobre el resultado, pues qué duda cabe de que numerosos votos se decidirán en el trayecto hacia la urna, sin otra idea que la de dar por terminado el acto y esperar sus consecuencias, que otros sabrán administrar para beneficio de todos. Justo es reconocer que al actual estado de confusión han contribuido todos, que nadie está libre de culpa; y no sólo los dirigentes políticos y personalidades públicas con sus encontradas opiniones, sino también aquellos que tienen una implícita obligación de pronunciarse en una circunstancia como ésta. La redacción de este periódico -sin ir más lejos- es consciente de que tiene entre sus manos un órgano de opinión formidable, tal vez el más poderoso -entre los privados- de la nación, y en consecuencia no desaprovecha la más nimia ocasión no sólo para informar al ciudadano, sino para hacerle llegar un punto de vista que, entre otras cosas, venga a consolidar su bien ganado crédito en cuanto tribuna de la sensatez. Y sin embargo, en esta ocasión se abstiene de pronunciarse, sin duda en obediencia a una directriz premeditada, muy posiblemente por salvaguardar su cacareada independencia y por temor a ser acusada, si propugna una u otra respuesta, de partidismo o, mejor dicho, de parcialidad. Semejante profilaxis no deja de ser también confundente y constituye el más expresivo exponente de cómo se ha maleado la cuestión; pues la postura de muchos ante este referéndum no parece dictada tanto por las consecuencias de la respuesta mayoritaria cuanto por la reacción que pueda suscitar en el público, tanto entre correligionarios como entre adversarios. Una vez más el español abraza una causa que le viene de fuera más para utilizarla como arma contra su vecino, aunque con tal uso la destruya, que para hacerla triunfar. Cuando en el mundo cunde cada día más la internacionalización de los conflictos, en España ocurre al revés: se nacionalizan los internacionales de la misma manera -aunque de forma más pacífica, esperemos- que hace 50 años.

Muy posiblemente el origen de la confusión se sitúa en el diametral cambio de actitud del partido en el poder acerca de la participación de España en la Alianza Atlántica. Se diría que a partir del momento en que se hace público ese cambio la mayoría de los representantes de las fuerzas políticas no sólo se preparan a explotar para su provecho semejante golpe de timón, sino que, pensando en el máximo rendimiento de tal explotación, se permiten toda clase de inconsecuencias amparadas por la gran contradicción del partido socialista. El que ayer se manifestaba propenso a abandonar la OTAN hoy es partidario de la Alianza, y el que entonces era atlantista hoy propugna la abstención en el referéndum y a punto está de inclinarse por el no. Naturalmente, aquellos que entonces se manifestaban por una respuesta clara y terminante y hoy la mantienen se presentan ante la opinión como las únicas personas consecuentes sin pararse demasiado a pensar que la constancia puede dejar de ser una virtud si su único valor es de contraste. Pero en semejante baile de disfraces (en el que los que se disfrazan de sí mismos a veces resultan los menos convincentes) es preciso distinguir distintas clases de atuendos. Al presidente del Gobierno le he escuchado, a lo largo de una sobremesa, una serie de aseveraciones dirigidas a unos pocos comensales con los que se podía permitir un tono del que con frecuencia ha de renunciar. De ellas, si la memoria no me falla, entresaco unas pocas: a) Que una respuesta negativa del pueblo al referéndum supondría un desastre para España y, por supuesto, para su partido; b) Que la información (se supone, de carácter reservado) que llega al Ejecutivo es determinante (se supone, en mayor medida que las actitudes previas) de los actos de gobierno; c) Que la política exterior de un país como España viene en su mayor parte dada desde fuera, salvo para problemas circunstanciales y de área; d) (matizado) Que cualquiera que sea el riesgo derivado de la celebración del referéndum, su partido se habría visto a la postre obligado a pagar un mayor precio si hubiera decidido no convocarlo.

Reunidas estas cuatro cláusulas en una conclusión, se comprende fácilmente, y sin necesidad de buscar explicaciones esotéricas, que Felipe González, el portaestandarte un día de la salida de la OTAN, como presidente del Gobierno se viera otro en la necesidad de vestir la librea de la adhesión a la Alianza Atlántica para de esa guisa presentarse al baile. Nadie dejará por eso de reconocerle, y a lo más será recibido con un abucheo, por lo desatinado de su atuendo. Pero lo que ya no se comprende con tanta

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sencillez es que los demás hayan seguido su ejemplo. O al menos para comprenderlo hay que cambiar de escenario, de público y de argumento. Porque una cosa es mudar de opinión -en un mundo que valora la constancia muy por encima de la volubilidad- obligado por circunstancias mucho más poderosas que la voluntad más contumaz, y otra cosa, muy diferente, es ir contra las propias convicciones con tal de causar el mayor estrago al adversario. Una cosa es pasar del no al sí por el imperio de la razón de Estado y del partido, y otra es pasar del sí al no, o a la abstención, por llevar la contraria a quien mudó. Y creo sinceramente que toda persona que en su fuero interno suscriba la aseveración a) de Felipe González tiene la obligación moral de votar por la adhesión a la Alianza Atlántica, y si no lo hace así, contraviniendo sus convicciones y perjudicando sus intereses propios y los de la comunidad tan sólo por castigar al partido socialista, tendrá como mucho capacidad para formar parte de la oposición, pero nunca para gobernar. Por lo mismo, a nadie se le oculta que todo aquel que no se halle de acuerdo con la aseveración a) de Felipe González deberá votar contra esa adhesión, y aun cuando sus simpatías se dirijan al partido en el poder.

Se dirá que Felipe González es el primer responsable de la nacionalización del conflicto, por haber introducido el problema de esta adhesión en el temario de su propaganda electoral para captar más votos. Nada más cierto, y en el pecado está la penitencia. Si hoy es el primer arrepentido de su desafortunado gesto de ayer, también puede ser el más perjudicado o el más beneficiado por su enmienda. Las urnas lo dirán. A este propósito decía Nietzsche en uno de sus paradójicos aforismos que el error puede ser más fructífero que la verdad, porque al obligar a hacer el camino que conduce a ésta dos veces, por distintos itinerarios, se ven más cosas.

Por supuesto que no voy a utilizar esta página para exponer mi postura y, justificándola con las razones más poderosas y convincentes, hacer proselitismo para ganar adeptos hacia una u otra manera de votar. Semejante cometido está suficientemente cubierto por buen número de pensadores y publicistas que consideran que "sus" razones son de tanta entidad que se convierten en la Razón, capaz de imponerse a cualquier otra.

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