La decadencia y los museos
No se trata de un fenómeno casual el que en los países adelantados -EE UU, Alemania, Japón, etcétera- el programa arquitectónico de más actualidad sea el museo. A los más renombrados arquitectos del momento se les encarga ahora remodelaciones, ampliaciones y proyectos de museos de nueva planta. Sin embargo, estos museos no se hacen para resolver el problema de proporcionar cobijo y amparo a ciertas piezas importantes de la cultura que, desatendidas o abandonadas, podrían deteriorarse o desaparecer, sino que es el propio museo el verdadero protagonista, al que acompañan esos objetos con el cortejo y la ambientación convenientes para resaltar la importancia del principal actor de la representación.¿Tiene todo esto alguna explicación? Todo esto no sólo tiene explicación, sino que ha llegado a ser la expresión cultural más quintaesenciada de nuestro tiempo. Porque en la actualidad se está pasando por una típica decadencia; y su más característica expresión es el museo. Comprendo el riesgo que entraña el pronunciar la palabra decadencia, tan cargada de adherencias peyorativas y contradictorias; con resonancias de podrido y exquisito, de degenerado y sublime, de cursi y culto.
Estamos metidos de hoz y coz en una decadencia que, bien mirada, y con espíritu deportivo, podríamos juzgar de buena por lo que contiene de etapa final de un período anterior lleno de errores. Una especie de saldo de retales que convendría liquidar, para dejar hueco a nuevas y mejores empresas.
En este ciclo cultural, y su evidente aceleración, no se debe olvidar la aportación de los adelantos científicos y tecnológicos que, hasta físicamente, han proporcionado los instrumentos ópticos para que podamos ver desde cerca nuestro tamaño y nuestra situación en el cosmos, al abrirnos al conocimiento del macrocosmos de las galaxias y del microcosmos de las partículas del átomo.
Si aceptamos la decadencia en que nos encontramos y aceptamos también el museo como típica expresión plástica de ella, podríamos hacer una lectura analógica de éste para conocer aquélla. Una crisis de ideas y una desatada escalada de la sociedad de consumo nos dejan perplejos y nos obligan a preguntarnos: ¿a dónde vamos?, y paralelamente aparece esta proliferación de restauraciones, ampliaciones y construcciones de nuevos museos en donde, conscientemente, se abandona, de hecho, el programa como fin, para transformar el propio museo en el objeto artístico que se expone. Viene a ser algo así como preferir la envoltura aparente al contenido.
Vida corriente
Este fenómeno, de preferir la apariencia a la realidad, tiene multitud de representaciones a lo largo de nuestra vida corriente. ¿Cuál es si no la razón del éxito de las revistas del corazón, en las que las gentes se interesan con avidez por los más mínimos detalles de la opulencia y la frivolidad de princesas y millonarios? O la aceptación mundial de las series de televisión como Dallas y Dinastía, en las cuales sus protagonistas llegan a extremos repugnantes de depravación y con los que morbosamente se identifican los espectadores.
¿Qué ejemplo podríamos elegir más arquetípico de preferir la apariencia a la realidad que el de drogarse? Se habla -y a primera vista parece verdad- del ambiente desatado de erotismo y sexualidad que nos rodea. Pero si se ahonda y se llega hasta el fondo, gran parte de ese erotismo es pasivo, visual: de espectador.
¿Cómo se puede considerar una sexualidad normal y activa la de una persona que contempla complacidamente, desde la butaca de un cine o de un teatro, o en su casa frente al televisor, la escena de una pareja haciendo el amor?
Me inclino a suponer que estamos pasando por una etapa de la historia de los hombres bastante poco sexuada, y la apariencia -eso sí, una pomposa apariencia- es sustituida por la realidad de una masiva impotencia viril. Realmente, a las gentes no les ilusiona su verdadera vida. Prefieren ser espectadores de cualquier ficción, con tal de que sea apetecible. En el amplísimo repertorio de arquitectura de nuevos museos, algunos pueden servimos como arquetipos para estudiar su paralelismo de expresión con el de la sociedad de nuestro tiempo.
La quiebra de lo que en la cultura podríamos llamar modernidad, y en arquitectura, movimiento moderno, tuvo, sin duda, su más popular y ruidosa expresión en el mayo francés.
Un librito sugestivo: Complejidad y contradicción en la arquitectura, de Robert Venturi, tal vez sin más intención que la de hacer una travesura de alumno harto de tanto purismo del "menos es más" de Mies van de Rohe, llega en el momento justo en que se necesitaba y produce un enorme impacto.
En abril de 1982, en una conferencia en Harvard, Venturi, ya un vanidoso y arrogante profesor, decía: "Los principios arquitectónicos que yo profetizaba hace 15 años en Complejidad y contradicción en arquitectura, y después en Aprendiendo en Las Vegas, se podrían discutir entonces; pero ahora son aceptados como pura sabiduría. Yo reivindicaba una arquitectura en la cual la riqueza y la ambigüedad prevalecían sobre la unidad y la claridad, y la contradicción y la redundancia, sobre la armonía y la simplicidad".
Creo que es innecesario comentar la carga de romántica decadencia que evidencia este texto, y lógicamente en una ampliación del Museo de Arte Allen, en Ohio, realizada por el propio Venturi, aprovechó éste la ocasión para presentar la contradicción y la redundancia por él pregonadas.
Este es un ejemplo expresado de la intención, típicamente decadente, de querer demostrar que se sabe resolver correctamente el problema programático, pero que estéticamente se quiere salir por los cerros de Úbeda.
Aun más dolorosos y hasta cierto punto más significativos de esta decadencia reinante son los numerosos profesionales que deberíamos denominar viejos con mentalidades de Faustos: arquitectos ya maduros en edad y profesionalmente prestigiosos, que han vendido su alma al diablo de la moda. Cómo arquetipo, ninguno mejor que el de Stirling en el proyecto de la Nueva Galería del Estado de Stuttgart. Stirling ha demostrado, a lo largo de sus magníficas realizaciones, su solvencia profesional, su audacia constructiva, su exquisita sensibilidad. Todo eso no ha desaparecido en este proyecto, como no desaparecen esas cualidades en un hombre alto y de porte distinguido cuando se viste de máscara. Y hay en este museo -con descarado protagonismo del continente sobre el contenido- una fluidez de volúmenes muy notable.
Aunque la crítica ha remarcado el valor "contextual" de este edificio, con su entorno germánico, meritorio en un arquitecto británico, Stirling, para estar al día, ha tenido que realizar una liturgia cromática, de calidades, de texturas, de falsa estereotomía, de desordenación de huecos y forma de ellos, tan forzados como ridículos. Lo que en el joven es atolondramiento, inmadurez, pero frescura y espontaneidad, en un hombre entrado en años es mueca y ridículo. Esta supervaloración actual de "lo joven", explicable en los deportistas, se ha extendido con total irresponsabilidad a políticos, profesionales, científicos y hasta filósofos.
No es querer arrimar el ascua a mi sardina, pero la madurez da a la vida un sentido de síntesis: de sabiduría, ausente de nuestro mundo, en donde se supervalora la juventud y, los viejos, con el eufemismo de llamarles "tercera edad", hacen juegos malabares con su aspecto y su comportamiento para parecer jóvenes.
Si continuamos comparando nuestro itinerario vital y el museístico, podríamos presentar como claro reflejo de este momento en que vivimos -no siempre, afortunadamente, caótico y podrido- algunos oasis de refinada creatividad y de justificada esperanza de un futuro mejor. Tal vez el caso más singular sea el del Museo Municipal de Monchengladbach del arquitecto vienés Hollein.
Y hay otra característica de nuestra sociedad que no podía faltar en la expresión arquitectónica del museo: es el narcisismo. A primera vista parece una inocente vanidad; sin embargo, contiene en su interior el veneno de la autocomplacencia y la imposibilidad de conocer que se está enfermo y, como consecuencia, su posible tratamiento y curación. Éste es uno de los defectos más negativos que amenazan a los políticos, a los intelectuales, a los que dirigen en nuestro mundo cualquier rama de la compleja sociedad de hoy.
Por ejemplo: el Museo de Arquitectura Contemporánea del arquitecto Ungers, en Francfort/ Main es, sin ninguna clase de simbolismos, el Museo del Museo. Y, consecuente con este planteamiento, su autor escoge un palacete del siglo XVIII, lo vacía dejando las cuatro paredes de las fachadas y la cubierta, y construye en su interior otro edificio, sin un programa previo, sin intención expositiva y sin belleza, y después se marcha tan contento. Creo que no se puede expresar con más coherencia la incoherencia de este momento de decadencia que nos ha tocado en suerte vivir.
Babelia
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