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La fuerza de las cosas

Cuando uno experimenta la extraña sensación de estar viviendo algo que de alguna manera ya vivió antes, los psicólogos clasifican este fenómeno como experiencia de lo dejá vu. Las últimas semanas del pasado año han sido pródigas en ese género de experiencias. Los ciudadanos españoles han podido contemplar atónitos cómo un ministro del Gobierno respondía a la legítima interpelación de un representante del pueblo con la intemperancia antaño habitual en la autoridad política. El jefe del Gabinete ha vuelto a deleitarnos con una conferencia de prensa que comparte con otras de otra época la similitud con una lidia de excelentes ejemplares previamente sometidos a un drástico afeitado. Y en una de esas entrañables veladas navideñas en que la caja oligofrénica se desvive por transmitir únicamente pacíficos mensajes, la proyección de una película se vio súbitamente interrumpia por la intromisión de un busto parlante que comunicaba en términos de anatema la fulminante suspensión del programa La clave, y acusaba a su director de hacer de él patente de corso. Este último incidente es particularmente evocativo de aquellos infaustos días en que el poder político del antiguo régimen ponía en marcha la formidable maquinaria de la secretaría de propaganda para lanzar andanadas contra los personajes de la II República o los implicados en el contubernio de Múnich. Y le hace a uno sospechar -sea o no el anatematizado director el Till Eulenspiegel que nos pintan- que, si el único programa televisivo de peligroso potencial crítico para el referéndum y las elecciones ha sido aniquilado precisamente en Navidad, es porque esta candorosa liturgia, en que se incrementa considerablemente por unos días la normal indefensión de la sociedad civil, es fecha igualmente propicia para que levanten sus respectivas vedas los fanáticos del terrorismo y los verdugos que sirven a la razón de Estado. El hecho de que algo de esto haya podido suceder en 1985, unido a algunos otros datos no menos preocupantes, es sumamente triste, y alimenta la dolorosa impresión de que en la segunda mitad de la década de la transición no sólo no se ha alcanzado un nivel razonable de tolerancia y de pluralismo democrá

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ticos, sino que se ha retrocedido muy peligrosamente con respecto a la primera mitad.

Tal vez por este motivo se haya empezado a hablar ahora de neofranquismo. Hace unos días, un biólogo norteamericano de la escuela de Lewontin, el conocido líder del grupo radical Science for the People, me preguntó qué significa Franco hoy para los españoles. Esta cuestión no es fácil de responder. Para los ciudadanos de menos de 35 años, lo más probable es que el nombre de Franco no signifique gran cosa. Al acceder a la Universidad o al trabajo, los mayores de ellos vivieron la alegría económica y el pluralismo fáctico de los años sesenta, o quizá sólo la agonía del dictador. Esos españoles son demasiado jóvenes para haber vivido las peores miserias del franquismo y también para haber obtenido dividendos de poder tras su derrocamiento. Los espectros que los atormentan son ahora el paro y el negro horizonte laboral. Franco lo fue todo para los hombres que ganaron la guerra civil. Pero los que tenían 20 años en 1936 tienen ahora 70. El franquismo puro y duro, o paleofranquismo, es hoy operativamente inviable, porque su soporte biológico se halla en fase de extinción.

¿Por qué entonces, preguntó mi interlocutor, se habla en los periódicos tanto de Franco? Mi sugerencia es que la Prensa no se escribe, al menos en su mayor parte, para atender la demanda intelectual de los españoles -que en la generalidad de los casos probablemente preferirían relegar de una vez al pasado ese nombre y su época-, sino para satisfacer las exigencias de la clase política. Y a la clase política le interesa hablar de Franco, aunque no sea más que para hacer valer sus méritos en los años de oposición y medir ventajosamente por relación al franquismo las cotas del cambio democrático.

Lo inquietante y lo increíblemente paradójico, sin embargo, es que sea la propia clase política la que compagine la denostación del pasado régimen con la imitación de sus modos. ¿Cómo es posible que los hombres que derrocaron al franquismo en nombre de la democracia resuciten ahora comportamientos franquistas?

Quizá no se haya reflexionado lo suficiente en que el rasgo más decisivo, y el más nefasto, del régimen franquista consistió en haberle negado al pueblo español el ejercicio de su soberanía. Pese a su afición al referéndum, o precisamente por ello, Franco no creyó jamás en la capacidad de decisión de su pueblo. Y ése fue su gran error. Lo normal es que cuando un hombre muera sus hijos hayan pasado ya a ser adultos. Pero la tragedia del dictador vitalicio es que al abandonar este mundo deja a su pueblo, por mucho que lo haya amado, menos adulto que cuando empezó a salvarlo.

Felizmente, la política de la transición nos ha devuelto la democracia. Pero por necesidades de coyuntura nacional e internacional, que es tanto como decir por la fuerza de las cosas, la clase política tuvo que optar en un momento crucial por no otorgarle al pueblo español todo el margen de decisión de que éste en principio era y es capaz. A pesar de que fuese tomada por y para el bien del pueblo, esa opción no tuvo más remedio que implicar una velada forma de patemalismo. En las palabras con que cierra la primera parte el, programa televisivo Operación tránsito, Luis Solana relata cómo los políticos que protagonizaron el cambio tuvieron que emplear un doble lenguaje y presentar a veces al pueblo como ruptura lo que ellos sabían que era continuismo. El riesgo de neofranquismo es, en cierto sentido, la consecuencia natural del continuismo, e introduce la posibilidad de que se abra un peligroso hiato entre la decisión política y la voluntad popular.

En menos tiempo del que abarca una legislatura, el Gobiemo socialista ha recorrido un largo camino ideológico. Triunfó en las urnas presentándose como mesianismo utópico. Pero en menos de dos años reemplazó el utopismo por un pragmatismo de inspiración anglosajona, anecdóticamente aderezado luego, como muchas veces se ha dicho, con gotas de sabiduría china. Con ello efectuó el paso de la política como imperativo de realizar lo que debe ser a la política como arte de lo posible -es decir, de la ética a la táctica-. Pero en menos de medio año parece haber iniciado un nuevo giro. Al acogerse a la fórmula "lo que hay", recientemente puesta en circulación, parece proponérsenos que se acepte la realidad tal y como es, sin cambio de ninguna clase. Así, al viaje que va de lo necesario a lo posible le sucede el viaje que va de lo posible a lo real. Con lo cual no sólo se abandona el utopismo, sino también el posibilismo, para terminar abrazando el puro conformismo. No es irónico que la fórmula "lo que hay" pueda ser la última expresión de una voluntad de cambio social y político que se inclina ante la fuerza de las cosas.

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