El año de los cabos sueltos
LA MÁSCARA de la tragedia: el hambre en África; los ciclones, los volcanes, los terremotos, el agua arrasadora; el SIDA demacrando rostros admirados y extendiendo una amenaza nueva; las matanzas en Líbano, en la guerra Irak-Irán, en la República Surafricana; los sijs.
La sonrisa de la comedia: Gorbachov -hijo del año- y su abrazo a Reagan en Ginebra; la OPEP baja sus precios; los chinos reciben a los modistas de París; la crisis de color de rosa de Boyer; el niño tenista Becker; las partidas de Kasparov y Karpov; el proceso de la pista búlgara; el cadáver inseguro de Mengele...
El hombre como lobo del hombre: furia y muerte en el estadio de Bruselas; secuestros, atentados, bombas, rehenes, aviones que estallan, barcos pirateados.
Apuntes de esperanza: por fin unos militares golpistas juzgados y condenados en América (Argentina); y unas democracias asoman en Perú, Bolivia, Brasil. Europa crece -con nosotros- y trata de renovar sus instituciones...
El debate de la nueva ética y la vieja moral: Francia bombardea a los ecologistas; el Pentágono se salta las fronteras para su trabajo de caza y captura, y la URS S aplaude; la ingeniería genética avanza; el cerebro se asusta de la tecnología.
Datos para el recuerdo: la guerra mundial terminó hace 40 años y su doctrina se ha esfumado; efemérides de un montón de músicos...
Y el cometa Halley viajando por el firmamento, estrechando su elipse; y el Papa por la Tierra, aproximando la suya.
Apenas hay un rasgo, una palabra para concretar el año. Los filósofos están cansados y los intelectuales son un poco miedosos. No trabajan o no sacan partido a los acontecimientos: hace ya tiempo que no definen y se refugian más bien en la abstracción. Si se estruja un poco al año acabado se logran unas gotas de zumo agridulce y de sabor antiguo: todo lo que ha pasado en él obedece a leyes conocidas, a tendencias muy clásicas. El polvo de la modernidad y la posmodernidad se vuela al primer soplo: catástrofes, o guerras, o revoluciones, o negociaciones, o técnicas, o supersticiones y escepticismos se revisten de una instrumentación nueva, pero hunden sus raíces en una reiteración desoladora. Quizá sea ése el rasgo del año: no es moderno. Ni siquiera podemos aplicarle esa fórmula de compromiso de un año de transición. Transita porque sí, ciegamente, pero no tiene una transición hacia la guerra ni hacia la paz, hacia la abundancia o hacia la miseria, hacia la felicidad o hacia la desdicha. Tomó unos cabos sueltos de su predecesor y apenas los hiló para dar un tejido conjuntivo a su sucesor: en cabos sueltos se queda.
Aparte de que pueda haber unos progresos invisibles, algunos de esos acontecimientos que los contemporáneos no pueden ver y en los que los historiadores, después, encuentran la clave de las grandes tendencias, lo cierto es que ahora no se revelan para nosotros. Queda apenas, en la noche última, la visión acumulada de manifestaciones diversas que gira caprichosamente y superpone imágenes y siluetas. Todas son conocidas. Algunas intentan, como el personaje de Woody Allen -el cine de este año-, salirse de la pantalla y cobrar tres dimensiones. Por el momento, sin embargo, la pugna entre la decepción y la esperanza, entre la apuesta por los signos nefastos -el terrorismo y el hambre- o la ilusión por los nuevos signos -ese espectacular mensaje cruzado de Reagan y Gorbachov- quedan como un balance donde lo más positivo son insinuaciones y, lo peor, todavía, algunas realidades.
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