Doce rehenes, entre la soledad y la depresión
Periodistas norteamericanos, británicos, franceses e italianos llevan meses y años secuestrados en Líbano
Terry Anderson, corresponsal de prensa en Beirut, interrumpió bruscamente la conversación que mantenía con el fotógrafo Donald Mell a través de la ventanilla del automóvil que conducía para gritarle: "No me gusta esto, lárgate", al tiempo que metía la marcha atrás para intentar alejarse del Mercedes verde que le cortaba el camino. Su advertencia y su gesto fueron inútiles.Mientras tenía aún la mano sobre el cambio de marchas, una pistola empuñada por un joven barbudo le amenazaba a través de la ventanilla abierta, mientras otro adolescente armado mantenía a distancia al reportero gráfico. Un gesto de la cabeza del primero bastó a Anderson para entender que no tenía más remedio que seguirle hasta su vehículo, que arrancó a gran velocidad no sin que antes hubiesen sido echadas las cortinillas traseras.
Petrificado en la acerca, Mell no tardó, sin embargo, en reaccionar. Se puso al volante del automóvil abandonado a la fuerza por Anderson e intentó perseguir a aquel Mercedes carente de matrícula cuyos cuatro ocupantes disparaban regularmente al aire para abrirse camino a través de las callejuelas de la capital. En vano; iban demasiado de prisa, y el fotógrafo sólo logró intuir que se dirigían hacia el barrio de los grandes hoteles, el antiguo centro cosmopolita de Beirut, reducido ahora a escombros dominados por las siluetas calcinadas dé] Hilton, el SaintGeorges o el Phenicia, etcétera.
Antes de dar la alerta, Mell detuvo un momento el coche. Eran las 8.20 del sábado 16 de marzo, y mientras se recuperaba del susto debió pensar que aquella partida de tenis que acababa de jugar con su jefe, director de la delegación en Beirut de la agencia de prensa norteamericana Associated Press, iba a ser la última durante mucho tiempo. No le faltó razón porque en el comunicado en el que reivindicó su captura, Yihad Islámica (Guerra Santa Islámica) anunciaba una purga de todos aquellos que, "disfrazados de periodistas, comerciantes, científicos o clérigos, eran espías".
Antes o poco después que a ese corresponsal de 37 años de edad, les tocó el turno a otros 12 norteamericanos y europeos, que hasta ahora permanecen, casi con certeza, en vida, a diferencia del sacerdote católico holandés Nicolás Kluiters o del universitario británico Dennis Hill, asesinados la pasada primavera; pero tampoco han tenido la suerte de escaparse de su prisión islámica, como el periodista estadounidense Jeremy Levin, o de ser inesperadamente puestos en libertad, como el reverendo presbiteriano Benjamin Weir.
Solos o acompañados por compatriotas cautivos, desde cárceles frías pero secas en la llanura de la Bekaa libanesa o en sótanos húmedos de los suburbios de Beirut decorados a veces con retratos del ayatollah Jomeini, y a los que llega atenuado el murmullo de la oración del viernes, los rehenes norteamericanos esperan para ser liberados hipotéticas presiones que Ronald Reagan ejercería sobre el emirato de Kuwait, para que excarcele a 17 reos shiíes. Los franceses tienen, por su parte, la esperanza puesta en que François Mitterrand cambiará de política de cara a Irán a menos que sus custodios no se conformen con la reciente puesta en libertad de Tony Abu Ghanem, presumiblemente el último preso libanés en poder de Israel.
Mientras los Gobiernos prosiguen una interminable negociación al ritmo del vaivén de los mediadores, Terry Waite y Raza Raad, los apresados esperan. Pero de sus escasas cartas a sus familiares, o de varios testimonios, generalmente indirectos, se deduce que su largo cautiverio no transcurre para todos en las mismas condiciones. Los franceses son casi unos privilegiados; el grueso de los norteamericanos no parece maltratado, y se ignora casi todo de la existencia que llevan Alec Collet, periodista británico empleado por la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, y Alberto Molinari, un hombre de negocios italiano.
Visita sorpresa
Mary Seurat esbozó una sonrisa, al tiempo que se le saltaron las lágrimas, cuando vio la cabeza de gato que su marido solía dibujar en el encabezamiento de la carta que, a través de tortuosos caminos, acababa de recibir a principios de agosto de Michel Seurat, sociólogo secuestrado en mayo junto con el periodista Jean-Paul Kauffmann, enviado especial del semanario L'Evenement du Jeudi, en la autovía del aeropuerto de Beirut. Las noticias eran apaciguadoras: ambos habían sido recientemente transferidos a una habitación más amplia, donde recibían, además del diario libanés en francés L'Orient-Le Jour, el vespertino Le Monde, y sus guardianes islámicos les habían incluso dejado libros de André Malsaux y... del marqués de Sade.
Cuál no fue la sorpresa de Mary cuando un mes más tarde llamaron a la puerta de su domicilio beirutí a las 21.30, una hora tardía para Líbano. Seurat estaba ahí, en el rellano de la escalera, en carne y hueso; pero su presencia no significaba, desgraciadamente, su puesta en libertad. Había sido simplemente autorizado a visitar, acompañado de un guardián, a su familia el día en que justamente su hija Laetita cumplía un año.
La pequeña dormía ya, y sus padres decidieron no despertarla; pero la mayor, Alexandra, de tres años de edad, estaba aún en pie, y "se asustó un poco", contará más tarde su madre, "porque no reconocía a ese señor con barba que era Michel". A pesar de la presencia del carcelero, que "ni siquiera estaba armado", hubo "un buen ambiente", según Mary. Pero aquel matrimonio separado a la fuerza desde hacía más de tres meses, y que se iba de nuevo a perder de vista aquella misma noche, tuvo que dedicar parte de sus 75 minutos de encuentro a discutir de las virtudes del islam con ese huésped impuesto.
Cuando se alejó su marido en la oscura noche de una ciudad carente de alumbrado público, y muchas veces de luz eléctrica, Mary Seurat tuvo probablemente ese mismo sentimiento de impotencia que Joelle Kauffmann, la esposa del periodista secuestrado, describía en una entrevista: "Los rehenes están localizados. ( ... ) Se sabe en qué edificio están, quién les retiene y hasta el nombre del jefe del grupo, pero no se puede hacer nada".
A pesar de las numerosas ofertas interesadas que han recibido de diversas pequeñas milicias libanesas, París y Washington deben considerar -junto con el reverendo Terry WaÍte, emisario del primado de la Iglesia anglicana, que se entrevistó en Beirut con los custodios de los norteamericanos que "el resultado de una operación de rescate de sus súbditos sería desastroso". "No me cabe la menor duda", concluía el clérigo, "de que entonces los matarían", si es que el interminable cautiverio que sufren no acaba antes con sus vidas.
De los cuatro rehenes franceses, uno, el diplomático Marcel Carton, de 62 años de edad, estaba ya enfermo antes de que empezase su calvario, y desde entonces su estado ha empeorado, como advirtieron incluso sus secuestradores en un comunicado en el que urgían al Gobierno francés a que cediese rápidamente a sus exigencias. Capturado tres días antes de que se trasladase a Francia para ser probablemente operado a corazón abierto, este padre de un hijo minusválido tiene una salud frágil, según su médico de cabecera, desde que fue condenado en su adolescencia a trabajos forzados en la Alemania nazi.
Llegado de París para atenderle, el cardiólogo Raza Raad, francés de origen libanés con vinculaciones familiares con Baalbek -el feudo del integrismo shií-, no fue autorizado a visitarle por el Hezbolla (Partido de Dios), cuyos médicos le dijeron, sin embargo, que había padecido "problemas cardiacos e hipertensión", aunque las "cosas se arreglaron después". Carton es, sin embargo, el único de los rehenes galos que no ha escrito a su familia, aunque Marcel Fontaine -vicecónsul de Francia, de 42 años de edad, apre
Doce rehenes, entre la soledad y la depresión
sado el mismo día- aseguraba en una carta dirigida a su esposa que el antiguo jefe de protocolo de la Embajada de Francia, con el que comunica a través del tabique que separa sus celdas, "se encuentra bien".Acaso una versión humorística del secuestro recuerde algún día que mientras algunos franceses devoraban en sus celdas al marqués de Sade, los norteamericanos leían la Biblia en sus aposentos. La lectura en voz alta del Nuevo Testamento durante las dos ceremonias religiosas diarias celebradas por el sacerdote-rehén Martin Lawrence Jenco de 50 años de edad, constituyen, según Anderson, una de las principales actividades del oficiante norteamericano y de sus dos fieles de la misma nacionalidad: David Jacobsen, de 54 años, director del prestigioso hospital Americano de Beirut, y Thomas Sutherland, de la misma edad, decano de la facultad de Agronomía de la universidad Americana.
Mensaje en video
Al margen de este atracón de sagrada escritura, el director de Associated Press para todo Oriente Próximo aprovecha la ocasión, según narraba en su carta enviada a su familia en East Bethany (EE UU), para, en su lucha cotidiana por entretenerse, aprender el francés, que le enseña Sutherland gracias a un viejo ejemplar del rotativo L'Orient-Le Jour. "Es", afirmaba en su misiva de ocho páginas resumida por el diario londinense The Times, "la única manera de no hundirse en la depresión".
A no perder el ánimo le ayudó también la inesperada dádiva que sus carceleros le hicieron el 27 de octubre pasado, día de su cumpleaños, cuando le permitieron ver en la televisión el mensaje de felicitación grabado en video por su familia en una iglesia bautista, y que dos canales libaneses difundieron en sus telediarios. Anderson pudo así conocer a través de la pequeña pantalla a su hija nacida durante su cautiverio, y escribió a su mujer: "Al ver a nuestro bebé la otra noche por televisión durante dos o tres segundos lloré de alegría".
Con el sextuagenario reverendo Benjamin Weir, sus custodios integristas no tuvieron las mismas atenciones antes deliberarle en septiembre para enviar a través de él un mensaje a la Administración de Reagan, y a cambio también de una importante cantidad de dinero entregada por la Iglesia presbiteriana. Durante los 14 primeros meses de su detención sólo vio una sola vez la luz del día, y "tenía además las muñecas atadas durante 23 horas y media al día", según reveló el clérigo al diario izquierdista libanés As Safir. "Sólo me soltaban las manos cuando iba al cuarto de baño", aunque recalcó: "El guardián me pedía perdón cada vez que me ponía las ligaduras, a lo que le contestaba que entendía su situación".
Durante 11 meses, Jeremy Levin, de 52 años de edad, director de la Oficina beirutí de la cadena de televisión norteamericana CNN, tuvo también que pedir permiso para desplazarse al servicio golpeando la puerta de su cuarto, en el que estaba atado a un radiador. "Entonces penetraban en la habitación, me vendaban los ojos y me conducían al baño". Hasta que una mañana al entrar descubrieron que su prisionero se había escapado por la ventana, y, tras correr en pijama por una carretera de la Bekaa, encontró por fin a una patrulla del Ejército sirio, a la que pidió auxilio.
Igual o peor debe ser ahora tratado el veterano de los rehenes, William Buckley, de 57 años de edad, tercer secretario de la Embajada de EE UU, capturado en la puerta de su casa en marzo de 1984, y al que tanto la cadena de televisión NBC como el célebre columnista Jack Anderson dan por muerto, acaso en un hospital de Teherán, a consecuencia de un paro cardiaco provocado por la tortura. Pero Waite se resiste a creer que este ex militar antaño destinado en Vietnam, jefe de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Líbano y antiguo número dos del servicio secreto norteamericano en París, como lo describe el diario The Washington Post, haya sido asesinado. Su silencio y el de Peter Kilburn, bibliotecario de la universidad Americana, de 61 años de edad, "puede simplemente significar", explicó el prelado anglicano, "que ambos están detenidos en otros lugares y por otras gentes, aunque todo es de terner".
Anuncio de ejecución
Buckley no permaneció siempre mudo, y hace aún menos de un año apareció muy pálido en una cinta de vídeo entregada a la agencia de imágenes Visnews pidiendo a la Administración de su país, en su nombre y en el de otros dos rehenes, que "actúe rápidamente para obtener nuestra liberación". Desde entonces no hubo más noticias, si se exceptúa el anuncio de su ejecución, que Yihad Islámica intentó demostrar suministrando a la Prensa la fotografía de un cadáver irreconocible. Pero un diplomático encargado en Beirut del seguimiento de estos asuntos es categórico: "Tenemos indicios de que está con vida. El silencio o las proclamas revelando que ha sido ajusticiado sólo son trucos para mantener la presión sobre Washington y los medios de comunicación".
El silencio como forma de presión parece ser también la táctica escogida por los secuestradores del. italiano Alberto Molinari, de 60 años de edad, y lo fue por los custodios palestinos de Alec Collett, periodista británico de 63 años contratado por la ONU, hasta que la semana pasada hizo, en una grabación en video, un llamamiento a la primera ministra británica, Margaret Thatcher, y deseó, de paso, felices fiestas a su mujer y sus tres hijos. Los demás rehenes ni siquiera tuvieron esa oportunidad de felicitar las Pascuas a sus familias y para sentirse al menos cerca de su marido Joelle Kauffmann decidió viajar a Beirut en Navidad junto con sus dos hijos, sus suegros y su cuñado, cargados de regalos para el periodista apresado que, acaso, nunca lleguen a su destinatario.
Joelle no increpó esta vez a los carceleros islámicos preguntándoles, como hizo en otras ocasiones, ¿córno ignorar la ley divina que prohibe privar a inocentes de libertad, desunir familias y sustraer los padres a los hijos?, sino que se limitó a formular veladamente la esperanza de que el presidente Mitterrand conceda el uno de nero su gracia a los cinco shíies condenados por el frustrado asesinato de Chapur Bajtiar, la principal exigencia para que su marido y sus tres afortunados compañeros de cautiverio sean puestos en libertad. "Sé paciente", escribió a Jean Paul en un mensaje adjuntado a los regalos, "mucha gente nos ayuda; dentro de algún tiempo todo estará acabado".
Tras el revés sufrido esta semana. por el mediador Terry Anderson, los aprisionados norteamericanos ni siquiera tienen, a corto plazo, la esperanza de acabar en un tiempo razonable. "Temo ser víctima", afirmaba el padre Jenco en una reciente carta a su familia anticipando el fracaso del emisario anglicano, "de la diplomacia tranquila. Me esperan días, semanas, meses, acaso años, de cautividad".
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