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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Reino Unido, por la "guerra de las galaxias"

EL PROTOCOLO que acaban de firmar en Londres el secretario de Defensa de Estados Unidos, Caspar Weinberger, y su colega británico, Michael Heseltine, representa el primer éxito sustancial que obtiene la Administración de Reagan en sus tenaces esfuerzos por incorporar a los miembros europeos de la OTAN a la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), vulgarmente conocida como guerra de las galaxias. Cumple recordar que Weinberger, en marzo de este año, lanzó un llamamiento a los europeos, en tonos que recordaban los de un ultimátum, para que asumiesen la nueva estrategia definida por Washington, estableciendo acuerdos firmes a nivel gubernamental para impulsar la incorporación de empresas y centros de investigación avanzada del Viejo Continente al magno programa norteamericano, tendente a preparar una defensa estratégica en el espacio. En los meses que siguieron a ese llamamiento hubo algunas negativas claras, como las de Noruega y Francia; muchos Gobiernos, como el español, adoptaron actitudes ambiguas; en el Reino Unido surgieron discrepancias visibles en el seno del Gobierno de Margaret Thatcher. El secretario del Foreign Office, sir Geoffrey Howe, pronunció una conferencia en el Royal United Services Institute que tuvo un eco muy amplio y en la que levantó serias objeciones al proyecto norteamericano. "Se corre el riesgo", dijo, "de desembocar en una situación en la que la paz mundial dependería únicamente de las computadoras y de mecanismos automatizados de decisión". Esa nueva estrategia estimularía inevitablemente la carrera de armamentos y sus riesgos serían superiores a sus beneficios.Con vacilaciones en torno a la SDI, la posición europea pareció encontrar el verano pasado un punto de coincidencia en torno al proyecto Eureka, propuesto por el presidente francés, François Mitterrand. Su originalidad consistía en que se trataba de fomentar las nuevas tecnologías, incluso en lo espacial, pero con objetivos civiles. De esa manera, al proyecto Eureka han podido asociarse incluso Estados no alineados, como Suecia y Finlandia. Varios acontecimientos de estos últimos meses han confirmado el acierto de una orientación europea centrada en el proyecto Eureka y distanciada de la SDI.

En el encuentro Reagan-Gorbachov de Ginebra se han perfilado ciertas posibilidades de avanzar hacia reducciones serias de los arsenales nucleares, pero a condición de que Estados Unidos acepte flexibilizar, aplazando al menos la fase ejecutiva, sus programas de guerra de las galaxias. A la vez, salieron a la superficie matices sustanciales dentro de la Administración de Reagan, con una posición en punta de Weinberger en apoyo de la SDI para lograr la superioridad de EE UU sobre la URSS y, en cambio, con posiciones más moderadas en el Departamento de Estado.

Con esos antecedentes, es obvio que el acuerdo recientemente firmado en Londres va a tener serias consecuencias políticas; en primer término, en las relaciones intereuropeas. Después de la reciente cumbre de Luxemburgo -que pretendía poner en marcha una cohesión en política exterior-, Londres ha realizado de hecho una ruptura de la solidaridad europea; acción que sin duda estimulará otras semejantes, concretamente por parte del Gobierno de Kohl, muy sensible a las presiones que está recibiendo de Washington. Es cierto que, en principio, el proyecto Eureka y la SDI no son incompatibles; el Reino Unido insiste en que participará en ambos proyectos. Pero los fondos enormes que Estados Unidos va a invertir dotarán a la SDI de una capacidad de aspiración arrolladora para empresas y cerebros europeos, y precisamente para aquellos que interesan de verdad a Estados Unidos, es decir, los que están en vanguardia en el desarrollo científico. Se dibuja así en el horizonte la condena del proyecto Eureka, quizá no a muerte, pero sí al raquitismo.

Las consecuencias aparecen particularmente graves en el terreno de las relaciones entre Europa y Estados Unidos. En los dos últimos años, las fuerzas de izquierda han propugnado un desarrollo de la construcción europea encaminado hacia la constitución, dentro de la Alianza Atlántica, de un pilar europeo con personalidad propia, capaz de tener su propia política exterior y de seguridad. Los Gobiernos conservadores de Londres y Bonn, sin oponerse abiertamente, se inclinan de hecho a mantener las relaciones desiguales dentro de la Alianza y facilitan en todos los casos el predominio de la estrategia de Estados Unidos. Se ha creado así una situación contradictoria: se habla mucho de Europa, pero los hechos no siguen a las palabras.

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