La lentitud de Europa
LA REUNIÓN que acaban de celebrar en Luxemburgo los jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad Económica Europea representa un tímido paso hacia la construcción de Europa. Tan tímido, que acaso venga a confirmar los temores que manifestó Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea cuando afirmaba que con este lentísimo ritmo "ni siquiera se asegura la supervivencia europea".Lo que hace 20 años era un programa de integración que nacía de un proyecto con ambición de futuro se ha convertido, con el desafío de Estados Unidos y Japón, en una realidad desfasada, cuya urgencia de un dinamismo no admite ya aplazamientos. El grado de permeabilidad fronteriza entre los países que componen el Mercado Común, tras 28 años de funcionamiento, es todavía incapaz de legitimar que la organización se llame comunitaria. En muchos sentidos, la viva idea política que movió a esa empresa inicial del Tratado de Roma se adormece hoy frente a las necesidades de la economía. Una buena parte de los nuevos productos, especialmente los derivados de la electrónica, necesita una cifra de inversiones tan alta como para requerir la existencia de un mercado homogéneo a gran escala. Pero eso está todavía lejos de ser realidad en Europa. Por mencionar un ejemplo, los enchufes para los aparatos de televisión continúan todavía siendo de cuatro modelos distintos en Francia, la República Federal de Alemania, Italia y el Reino Unido. Fácil es, por tanto, presumir la colosal tarea que queda por hacer y qué desalentadores resultan los modestísimos pasos que se desprenden de casi todas las cumbres europeas.
En ocasiones, sin embargo, hay buenas noticias. En la cumbre anterior en Milán, en junio de este año, lo sustancial fue la aprobación del proyecto Eureka, y, de hecho, en un plazo corto, dicho proyecto se ha puesto en marcha. Los demás temas de fondo fueron trasladados, sin embargo, de Milán a la cumbre de Luxemburgo de esta semana. No siendo del todo pesimista, cabe decir que una serie de metas fundamentales de la CEE han quedado despejadas en estos días. Durante mucho tiempo, la CEE estaba sacudida por problemas internos (presupuesto, ingresos, etcétera). Ahora, al menos, queda claro que se trata de marchar hacia cuatro objetivos tan importantes como los siguientes: una unión económica y monetaria, un espacio europeo "sin fronteras" (aunque la definición no esté semánticamente resuelta), un margen de supranacionalidad superior y, sobre todo, una política exterior común, incluso sobre cuestiones de seguridad (aunque ésta haya quedado limitada a sus aspectos económicos y políticos). Pero en cada uno de estos cuatro problemas, la reunión de Luxemburgo ha registrado progresos limitados.
En las cuestiones económicas, monetarias, de supresión de trabas y normas "nacionales" para la libre circulación de productos, personas y capitales, la discusión ha puesto de relieve la escasa disposición de una serie de países a renunciar a sus situaciones privilegiadas. Las decisiones de Luxemburgo no anuncian ningún progreso sustancial en este orden. En realidad, mucho va a depender de la efectividad que se derive del nuevo sistema de funcionamiento de la CEE, con una aplicación más amplia de la regla de la mayoría. No se trata de un mero problema de procedimiento: la Comunidad, ¿va a seguir siendo, como hasta aquí, un conjunto de Gobiernos soberanos que se ponen de acuerdo sobre ciertos puntos, o va a empezar a ser una Comunidad con capacidad para decidir como tal, es decir imponiendo la decisión mayoritaria a los Gobiernos que estén en desacuerdo? El significado que puede quedar de Luxemburgo-1985 es precisamente esta puesta en vigor, con cierta amplitud, de la mayoría en la vida de la CEE. Lo que es equivalente a su supranacionalidad. Si ello se consolidara, su práctica podría conducir a la consecución de objetivos sustanciales, tales como son la unión monetaria, el espacio sin fronteras y la política exterior común.
Entre las serias debilidades que van a seguir aquejando a la CEE, y que Luxemburgo no ha sabido superar, merece una mención especial la insuficiencia de las medidas adoptadas para ampliar las competencias del Parlamento de Estrasburgo como nexo más directo entre la Comunidad y los ciudadanos europeos. El reto de Europa exige no sólo mejorar el funcionamiento de las instituciones comunitarias, revisar el Tratado de Roma y dar vigencia al Tratado de Cooperación Política (cuyo proyecto ha sido aprobado en Luxemburgo), sino lograr una mayor presencia de las fuerzas sociales y de la opinión pública. El abuso normativo, la burocracia y los intereses administrativos han adquirido una proporción tan desorbitada que de por sí traban las decisiones eficaces. La supranacionalidad europea no puede además expresarse tan sólo mediante reglamentos y tratados, por necesarios que sean. Necesita sobre todo la asunción de la sociedad real, representada en el sentir de trabajadores, empresarios y sectores culturales que, en buena parte, son una fuerza más consciente y estimulante hacia el objetivo de una integración sin demoras.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.