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EL SÍNODO, EN LA RECTA FINAL

La jerarquía eclesiástica española cena con el embajador en el Vaticano

Juan Arias

Gonzalo Puente Ojea, agnóstico, embajador español ante el Vaticano, invitó anteayer por la noche a una cena en su residencia, con ocasión del sínodo, al cardenal arzobispo de Madrid, Angel Suquía; al presidente de la Conferencia Episcopal Española, Gabino Díaz Merchán; a su secretario, Fernando Sebastián; al nuncio en Panamá, el español Sebastián Laboa; a dos arzobispos españoles de la curia -Maximino Romero de Lema y Antonio Javierre-; al teólogo español Olegario González de Cardenal, y a algunos sacerdotes más.

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"Católicos y no católicos, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes", dijo Puente Ojea, "todos los que vivimos en este último tramo del siglo XX con ojo vigilante y la inteligencia alerta sabemos que el destino de la Iglesia de Roma es parte de nuestro destino, porque es parte sustancial de nuestra historia colectiva".Compartiendo la cena de gala en la misma mesa oval, iluminada por antiguos candelabros, se encontraban un cardenal, un nuncio, cuatro obispos y arzobispos, un teólogo y un puñado de eclesiásticos. Ni una sola sotana. Junto a ellos, por vez primera en muchos años, algunos periodistas con fama de pecadores, desde el compañero de televisión Javier Pérez Pellón a este corresponsal, que hacía 23 años que no asistía en dicha Embajada a una cena con obispos y cardenales. Entre los invitados, ni una sola mujer.

Clima sin escozor

Todo fue distinto anteayer por la noche. Por primera vez la flor y nata de la Iglesia española pasaba los dinteles de la Embajada de España ante el Vaticano para ser recibida por un embajador no creyente y sentarse ante la misma mesa de la embajada con periodistas que de tal intimidad habían sido siempre alejados. También el nuevo embajador, que no esconde su diversidad de "agnóstico respetuoso de la fe de los demás", se vio por vez primera compartiendo una cena con el estado mayor de la jerarquía de la Iglesia española.El clima no era fácil pero tampoco resultó ni agrio ni de escozor. Abundaron las sonrisas y pudo adivinarse un sincero esfuerzo de tantos componentes diversos para crear desde el aperitivo hasta el café un común denominador de ostentada fraternidad.

Pero si eran fáciles las sonrisas lo fueron menos las conversaciones. Se hablaba de todo para no caer en la tentación de hablar de algo. Se lanzaban mensajes cifrados. Ningún obispo había leído en los diarios españoles aún nada del sínodo. ¿Es mejor el silencio o que se hable de la Iglesia aunque a veces sea para criticarla?, se preguntó. "Mejor el refrán que dice: que hablen de mí aunque hablen bien", respondió bromeando el presidente de la conferencia episcopal, Gabino Díaz Merchán.

La cena fue más bien rápida. Cardenal y obispos supieron respetar la laicidad del momento y no hubo bendición de la mesa. Se llegó enseguida al helado tras haber pasado por el consomé, el atún fresco y el asado de ternera. Había una cierta prisa por llegar a los brindis. ¿Qué diría el embajador agnóstico? ¿Qué iba a responder el cardenal a un embajador que no cree? Se puso de pie Gonzalo Puente Ojea. Pidió perdón por leer su discurso, pero se lo imponía, dijo, la solemnidad y delicadeza del momento. Para el nuevo embajador se trataba de su alternativa, y leyó dos folios y medio apretados de sutil equilibrio: "Nadie responsable puede decirse indiferente al significado del próximo mensaje que habrá de ser el heraldo del sínodo extraordinario", dijo; "la potencia espiritual de la Iglesia católica y su inmensa influencia moral no podrán ser ignoradas ni por los poderes más adversos a ella".

Había mucho silencio. Algunos obispos hacían bolitas con migajas de pan. No había acabado aún el aplauso sobrio al embajador y ya se había levantado el cardenal Suquía, sonriente y cordial, para responder improvisando.

Le dijo al embajador, sin decirlo, pero dejándolo muy claro, que esperaba que su estancia en Roma le ayudase personalmente a algo que sonaba como a conversión. Y añadió que esperaba y deseaba que su importante misión resultase un éxito para él como persona, para España y para la Iglesia española. Y le explicó por qué: "Si usted tiene éxito, todos nos aventajaremos; contrariamente, todos acabaríamos salpicados". El embajador bajó hasta la puerta en la plaza de España para despedir uno a uno a todos los invitados. Y había ya el doble de soltura y cordialidad que dos horas antes.

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