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Tribuna:ANTE EL CINCUENTENARIO DE LA GUERRA CIVIL
Tribuna
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Los del 98

Salvo Valle-Inclán, muerto cuando empezaba 1936, todos los miembros de la generación del 98 vivían y escribían en julio de aquel año. Se trata de indagar cómo la guerra civil incidió sobre sus vidas, y si en la varia incidencia puede advertirse algún rasgo común.Social y psicológicamente tan diversos en su mocedad, literariamente tan distintos en su madurez, algo semejante hay en todos ellos, en tanto que hombres de España y ante España. La investigación reciente -Tuñón de Lara, Blanco Aguinaga, Valverde, varios más- nos ha hecho conocer con penetrante minucia la rebeldía social y política del Unamuno joven y del Azorín mozo, de signo marxista la de aquél, de aire anarquista la de éste. Menos incisivo que Azorín, algo se le pareció el primerísimo Maeztu. No fue tan manifiestamente combativa la actitud de Valle-Inclán, Baroja y Machado frente a los problemas sociales de aquella España, no obstante la íntima independencia y el radical inconformismo de los tres. En cualquier caso, la rebelión tuvo como forma constante la palabra, no la acción. Más aún. Salvo en el caso de Unamuno y en el de Maeztu; menos en el de Azorín, que nunca quisieron renunciar al arma del artículo volandero, y por tanto a la lucha contra lo inmediato y al empeño de reformarlo, todos darán expresión puramente literaria a su visión de la realidad española; expresión en la cual, de manera cada vez más clara y dominante, con la dura crítica va fundiéndose un ensueño incitante y consolador: la imaginación de una España posible, limpia de sus lacras tradicionales y fiel tanto a la entraña de sí misma como al nivel histórico de la humanidad entera, según ellos lo entendían. Páginas y páginas he consagrado a la demostración de esta tesis. -

Fidelidad de la patria a una intimidad suya todavía no realizada, limpieza moral, ingreso de España en la vida histórica europea -admitida en parte y en parte rechazada- de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX; tales fueron las tres coordenadas de la común exigencia. Y ante ella, más o menos explícitamente formulada, la clave de la respuesta común fue un mito, en el sentido soreliano del término: la tercera salida de Don Quijote a la arena de la historia; la cuarta, si se cuenta aquella en que el hidalgo fue armado caballero. Desde el fondo de sus posibilidades históricas, en buena parte inéditas, España-Don Quijote, sólo con su alto ejemplo, saldría al mundo para mostrar a éste un horizonte nuevo.

En todos ellos, hasta en los más radicalmente desmitificadores de la realidad histórica de España, puede percibirse la expresión de tal ensueño. Muy claramente en Unamuno; recuérdese su epílogo a Del sentimiento trágico de la vida. No menos claramente en Azorín, si uno quiere leerle con atención, y en Maeztu, cuyo proyecto de una nueva Hispanidad tan evidente raíz quijotesca posee. ¿Y acaso no en las barojianas páginas de César o nada? Quijotesco asimismo es el ánimo español de Valle-Inclán: pónganse en mutua conexión la última gesta de don Juan Manuel de Montenegro, cuando el acosado vinculero se convierte en redentor de los pobres, y el tácito propósito de dignificar nuestra sociedad que dio nervio y garra al esperpento. Quijotesco, en fin, tras la rabiosa poesía civil de Campos de Castilla, fue el ensueño de Antonio Machado: su personal entrañamiento en un pueblo, el español, cuya vida colectiva fuese la realización de un socialismo a un tiempo amoroso y cristiano, según la machadiana manera de entender al Cristo.

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En los años inmediatamente anteriores al decisivo trance de 1936, ¿cuál era la situación de los hombres del 98 ante el ensueño de la España posible que latía en lo hondo de sus almas? Por él sigue luchando el Unamuno que pelea contra la dictadura de Primo de Rivera. A él llega lo mejor de Maeztu, en el seno de su dorada acomodación a la política del dictador. Apenas parece vivirlo el Antonio Machado de La Lola se va a los puertos y de Guiomar. Acaso sin muy clara conciencia de ello, dentro lo llevan Valle-Inclán, en su tránsito de la comedia bárbara al esperpento, y el Baroja que trueca en vivaz espectáculo literario las andanzas de Aviraneta. Pero estoy seguro de que en las almas de todos ellos late y pincha la conciencia de fracaso -como reformadores de la vida española, no como literatos- a que tan hermosa y patética expresión había dado en 1914 el poema Una España joven, de Antonio Machado.

Vale la pena recordarlo. Después de un sombrío apunte expresionista de la vida española a que todos ellos despertaron, el poeta proclama la varia y comunal empresa de su generación: "Dejamos en el puerto la sórdida galera...". Cada cual a su modo, todos se dispusieron a hacer suyo el futuro: "Mas cada cual el rumbo siguió de su locura, / y dijo: el hoy es malo, pero el mañana es mío". El mañana: "el alba de oro" que en su incipiente madurez decía poseer Rubén. Pero el mañana de aquel hoy, ese a que habían de llamar suyo los, aludidos en el poema, ofrecerá a sus ojos un rostro todavía más penoso que el del nada remoto ayer: la España que vomita la sangre de su herida.. Otros vendrán, y en ellos hay que esperar. El poeta, que a los 39 años ya se siente viejo, entrega la antorcha a otra generación, la que en Aranjuez acaba de festejar a Azorín, ya reaccionario "por asco de la gueña jacobina". Así lo declara la última estrofa: "Tú, juventud más joven, si de más alto vuelo/ la voluntad te fiega..,.". Un vuelo más alto que el suyo, el anuncio de un nuevo Quijote cabalgando,sobre un nuevo Clavileño, nunca otra generación lo tendrá.

Cierto: el advenimiento de la República galvaniza un tanto la nunca olvidada ilusión de estos fracasados. Pero el Unamuno de los discursos de su regreso del exilio y su jubilación como catedrático, ¿es acaso el mismo que escribió el epílogo a Del sentimiento trágico de la vida? Valle-Inclán, que va a la Academia de Roma; Antonio Machado, que -gran prebenda- pasa del instituto de Segovia a un instituto de Madrid; Azorín, que se empeña en estrenar nueva vida literaria, y el propio Baroja, que por nada del mundo renunciaría a dárselas de escéptico y gruñón, no dejan de encontrar más grata su instalación en la nueva vida española. Dentro de su resuelta oposición a la República, hasta Ramiro de Maeztu siente en su animo cierta reviviscencia; también el luchar rejuvenece. Por su parte, Menéndez Pidal vive serenamente la esperanza de ver por fin resuelta: la dolencia nacional que en el pórtico de una gran Historia de España ha diagnosticado. Y tras la alarma que a todos traen los sucesos de 1934 inesperadamente les llegará el comienzo de la guerra civil. Veamos cómo les afecta.

Bien conocida es. la pronta adhesión de Unamuno a la sublevación militar; pero su aireado mensaje no proclama la esperanza en aquello con que entonces cree estar, sino el temor de aquello contra lo que está hablando. Las primeras semanas de la guerra civil muestran a don Miguel la verdadera realidad del mundo que le rodea, y el 12 de octubre da pública y patética expresión a su modo de sentirla. Desde entonces vive aislado y herido "entre los hunos y hotros", como unamunescamente dirá en sus cartas a su paisano Quintín de Torre. No tardará en matarle eldolor de España.

El servicio a la causa del pueblo enciende en 1936 el alma de Antonio Machado. Está resuel tamente consigo mismo y con lo suyo, y la fidelidad a esta honda convicción le llevará luego a morir en el exilio y la soledad. Tanto como su enfermedad le mató el drama enorme de su patria. "Se canta lo que se pierde", dirá uno de sus últimos versos. Entre lo perdido y al fin no cantado, ¿dejaría de estar la utopía quijotesca de una España titular, junto a la Santa Rusia, del socialismo amoroso y cristiano que como español y poeta había soñado?

Por ser fiel a su ensueño de España y a sí mismo murió Maeztu. No es fácil adivinar lo que piensa un condenado a muerte, cuando en la firmeza de las propias creencias tiene esa muerte su causa. La conciencia de no ser sino ensueño utópico la nueva Hispanidad que constituyó el ideal último de su vida de español, ¿cruzaría entonces por su alma? Y si hubiese conocido lo que de hecho iba a ser la victoria de quienes entonces él llamaba los míos, ¿habría quedado ileso su colosal ensueño?

Unamuno, Machado y Maeztu, víctimas de nuestra guerra civil; Azorín, Baroja, Menéndez Pidal y Falla, supervivientes de ella. ¿Cómo? Azorín, intentando redimir con un aislamiento exquisito y una casi invisible ironía su visible acomodación a la España de los vencedores. Fiel / infiel Azorín, Azorín permanente. Retirado, socarrón, siempre insobornable, Baroja recibe en su casa de Madrid a la gavillita de sus leales y oye cómo en el mundo que le rodea se mezclan el elogio y el dicterio. Cuando Baroja y Azorín se hayan encontrado en los Campos Elíseos, ¿cómo habrán comentado sus respectivos, tan distintos entierros? A su regreso del exilio, Menéndez Pidal sigue trabajando; el trabajo es la norma de su egregia vida. Pero la consigna ética y política que expuso en el pórtico de aquella Historia de España, ¿quién quiere entonces seguirla? No, por supuesto, el jefe del Estado, que presidió un Consejo de Ministros en que se le vejaba y ni siquiera un representante segundón enviará a su entierro. Falla, en fin, huye de lo que vio en Granada y se extingue en la Córdoba argentina, luchando por dar términó a La Atlántida, ambiciosa versión musical del quijotismo hispánico de su generación.

"Pero el mañana es mío", se habían dicho a sí mismos, con su poeta, los hombres del 98. No fue de ellos el mañana; todos murieron en un hoy al que malamente podían llamar suyo. Su obra personal iba a hacerles diversamente gloriosos; su fracaso como soñadores de Españas posibles les igualó a la hora de la muerte. Por la vía del fracaso les igualaba, en efecto, aquello en que su generación tuvo su sello propio. Habían querido demasiado. Más que elaborar una reforma, soñaron una transfiguración. A su muerte, ¿quién seguiría los varios caminos de su ensueño? El hecho mismo de la guerra civil, ¿no había sido ya, por sí solo, una terrible, brutal negación de todos ellos? Y, sin embargo...

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