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Visión de un falso indiano

Javier Marías

Es lo tradicional y supongo que no hay por qué alarmarse en exceso, sino tal vez pensar que lo anterior fue lo anómalo, la tan explicable como inexplicable excepción: depositar entusiasmo o grandes expectativas en un gobierno viene a ser una ingenuidad o producto de la desesperación, porque, a la postre, ningún gobierno podrá ser visto por los ciudadanos más que de dos maneras: como un mal mayor o como un mal menor..Para no tentar al diablo será mejor no insistir en la enorme cantidad de los primeros que hemos disfrutado en este país; de los segundos, nuestra experiencia, hace tres años, todavía era muy corta y, sobre todo, con la llegada de los socialistas al poder pareció interrumpirse antes de que la costumbre se hubiera consolidado tanto como para disuadirnos de desear otra cosa.Hace ahora exactamente dos años yo salí del país, y ese tiempo lo he pasado -con breves visitas a Madrid, siempre insuficientes para hacerme una idea adecuada del contento o descontento de la población- en el Reino Unido, sin ver la televisión española, sin leer la prensa diaria, sin apenas oír la radio, carteándome acerca de temas más personales o literarios que políticos. Esta misma falta de apasionamiento en lo tocante a lo público por parte de mis corresponsales hacía pensar que no ocurría nada grave ni demasiado novedoso, y así parece haber sido. Pero tras un trimestre de estancia aquí, debo reconocer que mi sorpresa ha sido considerable al escuchar opiniones, leer artículos o contemplar supuestas informaciones acerca de ese mismo Gobierno socialista que tantas esperanzas como adhesiones improvisadas suscitaba cuando me marché. Sé bien que no es fácil explicar un hueco de dos años, ni describir un deterioro paulatino, o unos cambios de imagen que necesariamente habrán tenido que ser graduales, ni relatar el sigiloso pero inexorable desgaste que aguarda a todo político igual que a todo jugador de ventaja. Tan difícil es que no me atrevería a solicitar de nadie tarea tan vagarosa y ardua, ni tampoco pretendo comprender los motivos -justificados o no, poco importa ya, el móvil cuando se ha llegado tarde a la función- de ese cambio de actitud que con ojos de falso indiano no puede sino verse como brutal. Tanto que, a pesar de tener bien presente que me he perdido el nudo de la obra y que desconozco, por tanto, la mayoría de los agravios cometidos en escena, lo que voy oyendo o leyendo me produce una sensación de estupor semejante ala que al parecer tuvieron muchos analistas políticos extranjeros cuando supieron de los cómicos resultados obtenidos por UCD en las últimas elecciones, insólitos para un partido que convoca a las urnas desde el poder.

Quizá, como he dicho antes, lo anómalo fue lo de entonces; pero no puedo por menos de recordar que cuando el partido socialista llevaba sólo 12 meses gobernando y yo marchaba irresponsablemente a ese país septentrional conservado en almíbar que he mencionado, todavía se notaba -más que entusiasmo, más que esperanzas concretas- una actitud general de buena voluntad, de dar margen, de cierta satisfacción, una disposición a seguir apostando por el brillante e indiscutible ganador de la última carrera y aun por su futura descendencia. Las críticas al Gobierno eran rápidamente contestadas por personas más o menos desinteresadas y, en todo caso, eran tachadas de prematuras; esas críticas, cuando se mantenían (y dejando de lado casos patológicos incurables como el de Abc, cuyos ataques son tanto más inocuos cuanto que, a lo que veo, en tres años no se han permitido espera, evolución ni matiz), eran desviadas hacia los ministros para dejar intacta la cabeza del presidente del Gobierno (táctica que, aunque peligrosa y con precedentes poco ilustres, se consideraba astuta); incluso, por vez primera en mucho tiempo, y en contra de la inveterada costumbre española, las críticas existentes tendían a evitar lo personal, aunque quizá eso era tan sólo porque aún no había familiaridad con los personajes de la nueva representación. Los partidarios menos encendidos del Gobierno -los que, le habían dado su voto para probar y porque tampoco tenían nada en contra- admitían que "podían estarlo haciendo peor" y seguían aguardando; y en cuanto a los más encendidos, poco menos que erigían altarcillos en sus casas con la imagen de Felipe González, ignorantes de que al cabo de un par de años esa imagen sería víctima predilecta de sus iras iconoclastas (sus de ellos y me da la impresión de que también del propio icono).

¿Cómo pueden explicársele a un falso indiano las razones de lo que ahora se respira, de lo que se le dice cada vez que, inocente o maliciosamente, inquiere por la actuación del Gobierno durante su ausencia? Una primera indagación, todo lo veraniega y superficial que se quiera, permite ver que las críticas son continuas y de toda índole; que ahora son contestadas, casi exclusivamente, por los miembros u organismos dependientes del propio Gobierno; que a los ministros ya no se dedica a cazarlos casi nadie (excepción hecha, y merecida, del de Interior, para saber de cuya gestión basta con el asombroso descubrimiento de que los ciudadanos cumplidores de las leyes vuelven a tenerle miedo a la policía); que, abierta por fin la veda, todos los tiros parecen apuntar a la cabeza del Gran Jabalí, y además más con el propósito de desfigurarla que de llevarse definitivamente el trofeo a casa.

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Pero lo más llamativo no es, sin embargo, esta inversión. Dentro de todo, ésta sería explicable, sin ir más lejos, por la habitual reacción maniática de la población contra todos los que salen demasiado en televisión. Lo más llamativo es el tipo de comentario con que eón frecuencia se concluyen las críticas más acerbas. Un médico, una profesora de instituto, un economista (todos ellos simpatizantes o votantes del PSOE) pueden coronar sus quejas con la siguiente frase: "Antes pensábamos qué en Sanidad, en, Educación, en Hacienda todo se hacía con los pies porque eran ellos, pero resulta que ahora somos también nosotros. Ya no cabe duda de que lo da el país". Esa argumentación, tan sencilla como simplista, es lo que, a mi modo de ver, resulta más sorprendente y más preocupante, pues recuerda ominosamente al sombrío comentario que a menudo cerraba las conversaciones políticas en tiempo de Franco: "Es que este país no tiene remedio". Entonces había muchos momentos en que no se veía remedio a aquel mal mayor porque en realidad era enorme y no se le podía combatir más que a un muy alto riesgo, que no todo descontento estaba preparado para afrontar. Pero ahora, cuando lo más que puede concederse es que exista un mal bastante menor (que, además, se puede intentar disminuir aún más sin por ello jugarse el pellejo), lo que llama fuertemente la atención es que, al lado de la crítica, la antipatía y la insatisfacción, se extienda una extraña actitud resignada y un inquietante deseo de, pese a todo, no indisponerse demasiado a las claras con ese Gobierno tan supuestamente ambiguo e incompetente, como si se temiera que, en virtud de su vaticinada larga duración (por falta de oponentes o por la razón que sea), un roce o un contratiempo serio con ese Gobierno pudiera costarle caro o cerrarle futuras puertas al disidente en cuestión. Quizá la mejor censura que al primer golpe de vista puede hacérsele a tal Gobierno es -más que su regular o decepcionante gestión- que permita ese temor, lo cual viene a ser lo mismo que permitir que arraigue esa imagen de anquilosamiento e inmutabilidad que una vez más brinda a los ciudadanos mejor dispuestos la oportunidad de hacer cargar con las culpas al malhadado país. Uno de los mayores peligros de una democracia no es -como tanto se ha dicho- que se llegue a tener la sensación de que el poder difícilmente puede cambiar de manos, sino más bien de que la política del partido que está en el poder no puede en modo alguno cambiar. Porque lo que suele seguir a eso es otra sensación, más desazonante y bien conocida por los españoles: aquella que, por estar cualquier cambio condenado a ser tardío, remiso y artificial, hace esperar éstos tocando madera para que la variación no sea siempre para peor.

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