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Buenos Aires, testimonio europeo

Se suele decir, con razón, que, detodas las ciudades americanas, Buenos Aires es la que ofrece mayores similitudes con las ciudades europeas, seguramente porque se construyó casi exclusivamente con las estructuras y las imágenes más características de las capitales ya consolidadas del viejo continente. El reflejo de estas estructuras y estas imágenes es consecuencia de las circunstancias especiales en que se planteó la creación del Buenos Aires moderno, hace ahora escasamente 100 años.El relanzamiento y la consolidación moderna de la ciudad colonial se prodajo gracias a una intensa inmigración europea en un ámbito geográfico y cultural en el que escasamente permanecían unos rasgos vernáculos o una cultura urbana de suficiente raigambre y continuidad. Buenos Aires es una ciudad construida por unos inmigrantes procedentes de Europa que tenían en común la idea de que una nueva metrópoli no se podía configurar sino a imagen y semejanza de las grandes renovaciones urbanas que habían sacudido a sus respectivas capitales y que eran la mejor representación de la floreciente burguesía europea: el París de las grandes avenidas hausmanianas y de los modelos arquitectónicos del Segundo Imperio, la Viena esplendorosa del Rin y -en el marco español más próximo- el Madrid ecléctico de la Restauración y la Barcelona modernista del Ensache.

La ausencia de permanencias anteriores, la homogeneidad de la inmigración, la rapidez e intensidad de la aglomeración han hecho que el Buenos Aires clásico -su centro moderno y, por tanto, su paisaje más característico- sea una ciudad casi con un único modelo de estructura urbana y arquitectónica. No se adivinan modelos neoclásicos o preindustriales ni la superposición de secuencias históricas reales o revivalistas. El centro de Buenos Aires es uno de los pocos núcleos urbanos del mundo,construidos casi exclusivamente con los esquemas que la burguesía europea impuso en la reforma de la vieja imagen de sus capitales en la segunda mitad de siglo. Es la teatralización más coherente y más retórica de aquellos modelos que en Europa habían encontrado, en cambio, las dificultades de aplicación integral ante la resistencia de lo histórico.

Un capítulo determinante es el de la arquitectura. En Buenos Aires se detecta el curso normal de la arquitectura europea aproximadamente contemporánea. Durante el primer período de formación hay las diversas fórmulas emparentadas con el Art Nouveau y el Modernisme -a menudo según proyectos de los arquitectos franceses o catalanes inmigrados- y, desde luego, los que provienen de la monumentalización Beaux Arts, a veces mezcladas con los atisbos de una arquitectura industrial que añadía tímidamente los exabruptos de su propio discurso. Cuando la estructura social de la ciudad se consolida y, por tanto, se moderniza, aparecen también los modelos europeos de la nueva metrópolí: por un lado, el Art Deco y sus parientes novecentistas afrancesados o italianizantes, y por otro, el racionalismo en sus escasos ejemplos dentro de la ortodoxia de la vanguardia o en sus múltiples facetas heterodoxas y alternativas.

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Este panorama puede ser, con intensidad y calidad distintas, el de muchas ciudades latinoamericanas, sobre todo las que no mantuvieron huellas activas del pasado. Pero en Buenos Aires -y en otras ciudades argentinas, como Rosario, La Plata, Córdoba, etcétera- se acusa una diferencia sustancial: la abundancia de edificios proyectados con modelos que proceden directamente de la Wagnerschule, es decir, de las fórmulas más popularizadas y sin duda estilísticamente más codificadas de la Sezession vienesa. Me refiero a algunos aspectos de la obra de Plecnik, de Höffmann, de Deininger, de Reinhart y de tantos otros.

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Este hecho no ha sido nunca subrayado, que yo sepa, con la significación que merece. Las fórmulas de la Viena de fin de siglo -tan divulgadas en las publicaciones de la época, en las eruditas y especializadas, pero también en las frívolas crónicas de sociedad- eran fácilmente repetibles en ámbitos distintos y fuera de las competencias profesionales, precisamente porque constituían un lenguaje claramente establecido, codificado y definible. Estas fórmulas alcanzaron la coherencia de un estilo que fue adoptado por aquella burguesía europea que se situaba en una ideología intermedia, en un pacto entre el riesgo revolucionario del Art Nouveau o de la arquitectura ingenieril y tecnológica y el conservadurismo del Segundo Imperio. Las maneras de la Wagnerschule mostraron las posibilidades de un evolucionismo controlado: un lenguaje en el que las, innovaciones sintácticas permitían la permanencia. de las palabras inteligibles.

Esta arquitectura, típicamente europea, no fue adoptada plenamente por los americanos seguramente porque sus sociedades urbanas partían de otro tipo de presupuestos. No hacía falta establecer ningún compromiso entre unos sectores sociales jóvenes, seguros e impetuosos, que habían definido muy claramente y con radicalidad sus propios signos: unos inventaban una tradición burguesa adoptando las formas victorianas -segundo imperio y Restauración- o reconociendo las referencias rurales de las primeras colonizaciones; otros se adherían abiertamente a la industrialización moderna y a los ideales de la nueva tecnología y las nuevas funciones como un signo de identidad de la refundación del Nuevo Mundo. Entre las haciendas coloniales, los monumentos Beaux Arts y los primeros rascacielos y sus derivaciones estilísticas, no había lugar para la fórmula de compromiso secesionista.

Los centros urbanos de Argentina y de algunos países de su entorno fueron una excepción en este panorama general, seguramente como consecuencia del ejemplo preeminente de Buenos Aires. ¿Por qué las fórmulas vienesas tuvieron allí tanto éxito, sobre todo en la residencia de la clase media y en una larga serie de construcciones anónimas que acabaron creando una nueva arquitectura en cierta manera popular? Las razones pueden estar en la radical ausencia de las referencias autóctonas, por un lado, y en la escasa. envergadura de los sistemas industriales, por otro. O en la facilidad para utilizar con la urgencia de la gran exposición un lenguaje claramente codificado que podía ser manejado por arquitectos,, constructores y albañiles, sin grandes riesgos, como una receta universal.

Pero podría haber también otra razón. La nueva sociedad era tan joven y tan rápidamente acumulada que no presentaba todavía los. problemas de selección de contenidos simbólicos para su identificación como los habían presentado otras ciudades americanas también jóvenes, pero de sedimentación más compleja y de estructura más heterogénea. Las nacientes clases sociales no habían tenido tiempo para establecer la ideología de sus formas reprsentativas. Lo que en Europa se aproximaba a un pacto entre dos situaciones pobres, en Argentina era una. autosatisfacción en el uso de las formas arquitectónicas avaladas por la nueva ciudad burguesa, pero que por su propia estructura lingüística llevaban menos carga ideológica y eran menos comprometidas.

Composición urbana

El talante europeo de Buenos Aires tiene también otra vertiente: la forma y el carácter del espacio urbano. Una primera lectura de la ciudad se suele hacer según los consabidos esquemas de las implantaciones coloniales con su cuadrícula inalterable, entendida como una red capaz de vehicular los distintos asentamientos sin demasiados compromisos de forma y significado. Es decir, como la mayor parte de las ciudades americanas. Pero una segunda lectura permite descubrir un uso distinto de este cañamazo: el espacio urbano está construido según su propia lógica situacional. Es decir, no es un sistema homogéneo de vías que se mantiene neutral respecto a la significación del espacio urbano, sino un conjunto articulado de formas reconocibles que se superpone al trazado igualitario: una calle configurada según una sucesión de accidentes, una avenida que engloba diversos grados de uso y de representación, una plaza que supera la forma escueta del cruce vial, un jardín como acento expresivo de la estructura de un barrio, etcétera. Seguramente Buenos Aires es, entre las grandes ciudades, la que ha llevado hasta más recientemente los métodos composítivos que se mantuvieron válidos en la ciudad medieval, la ciudad renacentista y barroca y la ciudad neoclásica e industrial, métodos que se olvidaron en las ilusiones demasiado abstractas y escasamente formalizadoras de la ciudad funcional. Es decir, es un testimonio reciente de la validez de los sistemas compositivos de los barrios más representativos y más estereotipados de las capitales europeas.

Seguramente por todas estas mismas razones, el actual Buenos Aires el de las últimas décadas, tiene unos problemas paralelos a los de esas capitales europeas. Por un lado, la periferia se ha desmembrado en una multitud de operaciones dispersas que no tienen nada que ver con su tradición urbana y que ni siquiera han respetado los esquemas tan simples y tan poco comprometedores de la cuadrícula colonial. Por otro lado, los centros históricos han perdido su integridad social. Diríamos que Buenos Aires es un cuerpo joven con unas enfermedades que son características de los ancianos. Por esta razón es útil interesarse por la terapéutica de Buenos Aires, campo experimental donde se presentan los modelos casi químicamente puros de la configuración de las metrópolis europeas y donde la juventud es todavía garantía de una capacidad de resistencia y de curación.

No parece exagerado, pues, definir en la claridad de Buenos Aires las recetas para las ciudades europeas: el apoyo a una política de reconstrucción frente a una política de expansión; la integración social y la conflictividad funciona¡ frente a la zonificación segregadora; la permanencia de las morfologías tradicionales frente a las imágenes de tecnologías antiurbanas; el esponjamiento frente a los sventramenti; la prioridad del diseño del espacio público en la regeneración de un barrio; la higienización del centro y la monumentalización de la periferia; el uso de los proyectos concretos y construibles como instrumentos de la reconstrucción urbana, sin confiar excesivamente en el mito de la planificación, tan a menudo cocinada con cifras estadísticas y con leyes administrativas y sazonadas con el insulso recurso de la ordenanza.

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