_
_
_
_
_
Tribuna:MEMORIAS DE UN HIJO DEL SIGLO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

22 / Einstein

Jean Moréas, el parnasianismo, el simbolismo, el modernismo. Parecía que todo eso era la frontera floral que nos separaba del siglo XX. Pero todo eso, a una luz de crepúsculo, no hacía sino forzar la verdad que un día hubo de escribir Einstein, científica y poéticamente: la luz del atardecer, fatigada de luchar contra el espacio, en su viaje hacia la nada, se descompone, se desintegra, se torna rojiza. A esa luz enferma y cansada estaban escribiendo y pintando los artistas de entre dos siglos, y sólo a esa luz podemos entenderlos hoy como puro siglo XX (me preocupa mucho precisar los imprecisos límites del siglo XX, o de mi siglo XX, en este libro).Al otro lado de la luz, Pablo Neruda titulaba Crepusculario uno de sus primeros libros. Lo de "las viejas hélices del crepúsculo" era una verdad científica. Casi todas las verdades poéticas acaban siéndolo. Moréas y las púberes canéforas que nos ofrendan el acanto parecen una cosa del Romanticismo tardío, exacerbado, floral y triunfal. Algo así como los últimos juegos florales del XIX.

Muy al contrario, se trataba de la primera celebración del siglo XX, aunque un filósofo mediterráneo, paisano de mar de Moréas el griego, dijera que en Moréas nada es exacto, salvo la medida de sus versos. ¿Y por qué exigirle exactitud a un poeta, que precisamente se ha elegido poeta para salvarse de la ley de pesos y medidas? En la luz enferma de Einstein, en esa luz fatigada de viaje contra el espacio y el tiempo, vienen el simbolismo y el parnasianismo de Baudelaire, tintos no ya en sangre, sino en ladrillo lírico de un Universo que es una ruina. Los poetas intuían crepúsculos, y de toda aquella poesía / pintura crepuscular sólo nos salva, como se ha dicho al principio de este libro, el azul / rosa de Picasso, que, en comunicación con la genialidad, como lo están todos los genios, quiere devolverle al mundo la primera mañana de la creación.

Crespuscular siglo XX, como luego ha probado el tiempo. Siglo iluminado de una luz apaisada y rojiza en la que vienen los cantos de Bela Bartok, los claros de luna enferma, rojiza, de Rubinstein, los campos locos y girantes de Van Gogh, las banderas soviéticas, bajo las cuales, los nobles que no creían servir para nada se afanan enseñando idiomas a los niños rusos: los idiomas de su infancia cosmopolita. Porque "el que no trabaja, no come".

Luz horizontal y febril de la tarde, que los neoclásicos ignoran porque siempre se han recogido más temprano. Luz que sólo da en los ojos ciegos de Max Extrella, en la nariz congestiva de Verlaine, en alguna vocal de Rimbaud, en la boca/ trébol de Marléne y en la rosa homicida que besa a Rilke.

Luz rasante, inervante y tristísima que daba en nuestras tardes de niños de la guerra, en nuestra calle de Oriente a Poniente, mientras Hitler se iba llenando de condecoraciones como cicatrices, de cicatrices como condecoraciones de metralla.

Tras aquella ruina de luz crepuscular, en el siglo había venido la noche, y es cuando él surrealismo decide meter la cabeza de Baudelaire bajo el ala de la Victoria de Samotracia, y de eso nacen Paul Eluard y Salvador Dalí, univitelinos de Gala. Huyendo de la luz que nos huye, Freud había buscado previamente la noche del alma como cuévano del hombre y explicación de sus terrores, que eran todos heredados del cuévano matemo. Hay en todo el arranque del siglo, y en su continuidad, un volver del hombre civilizadísimo a las cavernas, que ahora son cavernas del ser. El hombre del siglo XX es, en este sentido, el nuevo hombre de las cavernas -circularidad obvia de la Historia / Prehistoria-, y los amores nocturnos priman so bre los amores diurnos. Es cuando Freud nos construyó un yo secreto y cuando Hitler se construye un Berlín subterráneo.

El rosa y el azul de Picasso que daban arriba, no mirados por nadie. La luz cansada de la tarde pasaba por entre la melena de Einstein y por los balcones de mi barrio. La humanidad se acogía al sueño, al yo desconocido de las tinieblas, al alcantarillado sexual del hombre.

Lo más importante del surrealismo ha sido la pintura. Los pintores surrealistas nunca pintaron otra cosa que el hombre interior Eran unos místicos de sí mismos. Las gentes de catálogo y media tarde lo decían con asquito:

-Pintura literaria, pintura literaria, literatura pintada.

-Naturalmente, señora, naturalmente.

Y, como el surrealismo era una pintura literaria, los peores, los más literarios, resultaron los más significativos de entre los pintores surrealistas. El arte surrealista es el nuevo bisonte altamirano de las cavernas del alma (una caverna, ya, sin la linterna de Platón), y por él paseamos mirando nuestros sueños en grafito. Delvaux llena el mundo cotidiano de señoritas desnudas y generalmente rubias, muy aseadas en su. desnudez, con esa cosa atuendaria y decente que tíene la carne, y las mujeres jóvenes, castas y excitantes de Delvaux llenan las estaciones nocturnas, el carbón de la noche, todo lo negro de la negrura, con sus desnudos de espejo rosa, orlado, espejo de fonda de estación con pretensiones, espejo por donde pasan los Grandes Expresos Europeos llevando a Paul Morand hacia Barcelona, llevando a Lenin, blindado, hacia Moscú.

El surrealismo es eso: meter lo insólito en lo cotidiano, poner manos arriba la cotidianidad con dos tetas como dos pistolas. O descubrir hormigueros en la mano humana, como Salvador Dalí. El surrealismo es la Iliada y la Odisea de la noche humana, que no se había contado nunca. Eluard, Breton, Aragon, Arp, Ernst, Domínguez, Prevost, Prevert, Magritte, Chirico, tantos, nos cuentan la noche como un día siniestro, y ya, desde entonces, los niños de la guerra (mundial) no podíamos ser los educandos de la realidad mostrenca, sino los pilletes del subconsciente. No fuimos como los demás niños, que se enamoraron de la vecina, de la tía, de la amiga de la madre, de la propia madre. Nosotros nos enamoramos de Ana María, la hermana de Dalí, que tenía fuertes pantorras payesas, de las señoritas desnudas y ferroviarias de Delvaux, del las señoritas en yeso de Magritte, con una rosa de sangre en la sien, de las mujeres / pájaro de Max Ernst, que no eran sino las meretrices impersonales de nuestra adolescencia cruel. Pero luego hablaré de eso.

El surrealismo nos enseñó que el día no es sino el forro brillante y mediocre de la noche, porque la humanidad adulta se había retirado a sus cavernas interiores, llevándonos de la mano. El sexo, el irracionalismo, el psicoanálisis, el surrealismo, todo el sistema interior que nos permite recorrer la riqueza negra y minera de la vida, agotado ya el continente diurno de los clásicos, los neoclásicos y los que estaban dispuestos, a toda costa, a seguir haciendo citas de Aristóteles, como si eso fuera aconsejable.

La mutación fundamental del siglo XX es esta emigración hacia el continente de la noche. Hegel habría sido, así, el último coletazo desesperado de la ballena blanca de la luz, Moby Dick de la razón que adopta su última forma parabólica. Fuimos, somos, los patriotas de la noche.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_