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Por una Disneylandia visible

Félix de Azúa

En sendos artículos a propósito de la Disneylandia española, uno de Juan Benet, otro de Manuel Vicent, me ha parecido entender que existe una corriente de opinión contraria a la instalación del parque de atracciones americano en España. Y también que tal oposición obedece a motivos éticos. Benet, con su vigor habitual, argumentaba sobre la malignidad de las industrias Disney; la corrupción que trae consigo el aparato simbólico americano. Por su parte, Vicent, más lírico, advertía sobre el arrasamiento que produciría la instalación del mismo en la zona de Denia, no tanto por causas industriales cuanto morales.Es evidente que un centro de recreo como Disneylandía está pensado para distraer a enormes masas de ociosos, compuestas esencialmente de neoanalfabetos técnicos (y sus hijos), en cuyo poder se encuentran todos los Gobiernos de Occidente. Por esta razón, quienes más sufren el monopolio cultural de tales masas son los intelectuales y artistas que se legitiman en el pensamiento del antiguo régimen cultural europeo. Aquellos que fundan su arte o su inteligencia en la tradición hegemónica europea (Flaubert, Proust, Kafka, Mann) y en sus satélites (James, Faulkner, Borges) ven como una agresión cualquier clarificación ostentosa del poder cultural real. Es, en verdad, doloroso tener que admitir la potencia del Pato Donald hasta el punto de concederle tanto dinero como a la totalidad del arte gótico europeo, pongamos por caso. Pero así es.

No se puede evitar la clarificación del poder; no se puede disimular; no se puede impedir su espectáculo. Hace unos meses, el obispo de Málaga se quejaba de la ostentación laica de algunos ciudadanos en Marbella. Al obispo no le pasaba por la cabeza el escándalo que representan las grandes celebraciones católicas, con su despilfarro y ostentación, para quienes están más acá del más allá. No le conmovía el lujo vaticano ni la prepotencia dineraria del Opus Dei. Lo que le conmovía era la ostentación laica. Y de ella no le preocupaba la injusticia manifiesta de una sociedad dividida en explotadores y explotados, como se decía antes, sino el escándalo de la falta de disimulo. Que haya pobres, venía a decir, es cosa de Dios; pero que los ricos lo manifiesten tan claramente es escandaloso.

Aunque mucho más lúcidos, hay, creo yo, un deslizamiento de este tipo en los artículos de Benet y Vicent. El Pato Donald es el dueño del mundo cultural, de acuerdo, parecen decir, pero que lo lleve con disimulo o nos van a oír. Las apariencias son más reales que la realidad. Un manojo de ociosos bailando y bebiendo escandaliza más a un obispo que ese mismo manojo en sus despachos decidiendo el salario mínimo o la importación de telefilmes. El Papa tiene como máximo aliado a Ronald Reagan, pero los españoles se cuidarán mucho de bailar y beber como congresistas americanos. Los españoles deberán disimular su pertenencia al mundo laico, materialista y militarista de Ronald Reagan. Y si no lo hacen, el señor obispo y su brazo armado de Alianza Popular se enfadarán.

El Pato Donald, como escribían con toda razón Benet y Vicent, es el enemigo público número uno de quienes recuerdan la existencia, en otro tiempo, de una cultura cristiana y europea. Pero esa cultura fue destruida en la última guerra mundial y sólo algunos escritores alemanes continúan creyendo en su pervivencia, como el propio Benet se encargó de recordarles acertadamente no hace mucho. La cultura hegemónica es americana y neoanalfabeta, y lo seguirá siendo en tanto las masas neoanalfabetas sigan imponiendo a sus representantes y éstos obedezcan la única consigna política de cierta consideración: diviérteme o te hundo. Sólo así se explica que la máxima preocupación de los informadores, tras el terremoto de México, fuera averiguar si el Mundial de Fútbol se había venido a pique.

Es natural, pues, que el Pato Donald no se conforme con mandar desde la sombra; que quiera su lugar en el sol; que imponga su Vaticano europeo; que desee ver a los jefes de Gobierno dándose de bofetadas por instalarlo en su suelo. Y no por impedir su construcción vamos a evitar que Disneylandia siga gobernando la cultura española. 0 la europea, porque Disneylandia ya está en el continente, aunque de un modo poco visible.

Es de todo punto impensable que a la instalación de ingenios nucleares americanos en Europa (cuya activación no depende de ningún jefe de Gobierno, europeo) no le siga la instalación en Europa de su imagen sensible. A una acción real le sigue sin remedio su representación cultural. La superficie neutra, muda, indescifrable de las cabezas nucleares ha de tener su imagen, ha de darse a entender a las masas neoanalfabetas mediante cabezas visibles de la cultura americana. Donald, Mickey, Daisy son la presencia sensible del poder real; son, por decirlo así, lo visible de la Telefónica. Disneylandia está ya instalada en la invisible intimidad de la decisión administrativa española.

Las legiones romanas habrían sido insoportables, habrían recibido un rechazo muy superior sin las estatuas de Júpiter, los arcos de triunfo y los baños termales. Las impersonales legiones americanas necesitan fatalmente a Donald para hacerse entender. Así, pues, ésta es una decisión política y no estética. De nada sirve el pataleo. A los supervivientes de la hecatombe europea no les queda más tarea que la reflexión y, quizá, la conspiración. De modo que, por favor, instalen de una vez Disneylandia en España. 0 lo que es igual: que emerja por fin de la oscuridad de los ministerios españoles, de los despachos financieros españoles, de los departamentos de cultura españoles, de la casta gobernante española, esa Disneylandia que llevan dentro desde que, como ellos mismos dicen, decidieron tomarse en serio la política. Porque, vamos a ver: si Europa ha carecido de fuerzas para impedir la colonización económica, cultural y militar americanas, ¿de dónde sacará arrestos el más endeble de los países del continente para ordenarles a Donald y Daisy que no den fiestas ostentosas en las narices de Hegel, Beethoven y Rembrandt?

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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