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Tribuna
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Huertas

Son tantas y tan ilustres las sombras que pernoctan en estas huertas mitológicas que parece como si, para mejor guardarlas, la calle quisiera permanecer en un eterno crepúsculo. Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Francisco de Góngora, Miguel de Cervantes y Leandro Fernández de Moratín, entre otras muchas glorias del Parnaso ibérico, habitaron en los alrededores de esta vía lóbrega y angosta que desemboca a los pies de Neptuno, junto al no menos mitológico Prado.Silueta fantasmal

Casi en su desembocadura, Huertas ofrece la rectilínea silueta de un fantasma más reciente, el edificio del extinto periódico Pueblo, contraportada de la maciza organización sindical gloriosamente fenecida. Pueblo arrojó de sus entrañas a las tinieblas exteriores a una nueva legión de huérfanos de la rotativa y la linotipia que, al cierre del periódico, abandonaron el inhóspito torreón al que se ascendía por medio de un rústico y curioso ascensor de cajones que había que tomar y abandonar siempre en marcha, lo que dotaba de cierta emoción a un acto tan trivial y cotidiano.

Hoy, en las azoteas de la torre, las modernas instalaciones de Radiocadena son el último vestigio de vida en esta mole de ladrillo corporativo que ofrece, dentro de su aparente rigidez, algunas perspectivas insólitas. Tras la severidad implacable de su fachada, el edificio, obra eximia de Francisco Cabrero, fechada en 1949, se libera de la tiranía rectangular con torres de vocación futurista y ángulos extravagantes.

Estilo antañón

A partir de esta falsa plaza, la calle de las Huertas cobra su estilo antañón y trepa embozada hacia la plaza de Santa Ana para acabar en la del Ángel. A medio camino queda la minúscula plaza de Matute, rincón en el que se esconde una de las escasas edificaciones modernistas de mérito de la villa, la casa Pérez Villaamil, construida por Reynals en la primera década de este siglo, concretamente en 1906. Su humilde ubicación confiere a este singular edificio de hermosos miradores y terrazas mediterráneas carácter de descubrimiento, feliz hallazgo, sorpresa que deslumbra al paseante en un recodo insólito del umbroso camino.

Punto de reunión de contrabandistas y sede de un célebre café-cantante, resume esta plazoleta las mejores esencias de un barrio de musas y de putas, encarnadas a veces en la misma persona.

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Comediantes y busconas

Barrio de comediantes y busconas, atrajo por igual la zona a los fenices del ingenio y a los secuaces de Monipodio. Sin estas llamadas malas compañías, algunos de nuestros poetas más ilustres se hubieran quedado en blanco más de una noche, pero la inspiración de la alegre cofradía sirvió para iluminar sus vigilias, poniendo ante los fatigados ojos de los favoritos de Apolo una rica galería de tipos y costumbres extraídos del prolífico vientre de la ciudad.

Los matuteros de hoy son modestos expendedores al por menor de variados estupefacientes que se salpican por los innumerables cafetines que recogieron la herencia secular del barrio. Muchos de estos establecimientos llevan su fidelidad a la tradición hasta tal punto que parecen viejos recién inaugurados y adquieren rápidamente una pátina parda que dignifica su insolente modernidad.

El ambiente nocturno de la calle es bohemio, pero sin excesos, penúltima reserva de barbas y guedejas donde, al compás del clavecín bien temperado, profetas supervivientes, hippies reciclados y filósofos de salón abusan de la retórica para seducir a sus ajadas princesas.

Hay más folk que rock, más jazz que pop, flautas dulces y cornos ingleses, turistas americanas de caderas rotundas y senos protuberantes, divorciadas y divorciados a la busca del tiempo perdido en alguna parte, exposiciones de arte y cócteles envenenados.

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