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Prehistoria de un cardenal

Diez años llevaba Francisco Regueiro sin hacer una película. En 1976 dirigió Las bodas de Blanca, sobre un guión que escribimos él y yo, en un tiempo muy apretado, un par de meses antes. Era una extraña historia de las llamadas de amor loco, con desarrollo preciso, algo esquemático, que se prestaba a hacer una película de dura ironía, insólita. Y lo fue en cierta manera, sólo que con el hermetismo acentuado por un reparto literalmente disparatado, que fue impuesto por el productor. Padre nuestro obtuvo el domingo el Gran Premio de las Américas, máximo galardón del IX Festival de Montreal (véase EL PAIS de ayer).

Era un desmedido asunto de pasiones entre gente vieja y fea; un, como he escrito en otra parte, bonito desafio que nos permitió poner en bocas desdentadas palabras dentífricas, pero que, al ser impuesto un reparto con caras bonitas, se vino en parte abajo por incoherencia. Rostros y palabras se rechazaban recíprocamente y, aunque algunos cinéfilos enamorados del filme consideraron esto un hallazgo de estilo, lo que puede ser muy cierto, en cambio perjudicó a la credibilidad inmediata del filme y, por consiguiente, a su aceptación por el gran público. La película fracasó comercialmente y, tras una explotación simbólica de unos cuantos días, la encerraron en latas.

Cuatro o cinco años más tarde, hacia 1980. Regueiro y yo volvimos a encontrarnos para urdir otra película. Comenzamos desarrollando una historia muy atractiva, pero que entraba en el esperpento a tumba abierta: la elegante boda entre una muchacha de ilustre familia masona y un joven de no menos ilustre familia del Opus Dei que, para colmo, se convierte en bautizo, pues la chica, que está secretamente embarazadísima bajo una apretada faja, rompe aguas y se pone a parir en plena ceremonia, mientras masones e integristas católicos comienzan un tremendo ajuste de cuentas histórico en plena iglesia. Era un asunto excelente, pero peligroso para la entonces difícil situación profesional de Regueiro, que se veía acosado por la amenaza de paro perpetuo gracias al sambenito de director maldito, cariñosa, pero de efectos profesionales siniestros, calificación muy del gusto de la cinefilia.

El peligroso asunto quedó pronto a la espera de mejores tiempos y comenzamos a buscar otro. Dio casualmente con él Regueiro, no sé dónde. Era una noticia auténtica y así de escueta: un obispo español, al llegar a la ancianidad, rehusó pasar el resto de sus días en una confortable residencia vaticana y pidió que le dejaran volver a su remota aldea natal, creo recordar que murciana, en cuyo umbral se pierden por completo sus huellas. La pregunta surgió por sí sola: ¿Qué pudo encontrar este valeroso hombre en su persecución de las nebulosas rutas del pasado? La imagen de un príncipe de la Iglesia enfundándose en un traje de pana campesino y poniéndose en camino tras el rastro de su pasado era recia, brillante y lo bastante rica como para que nos tentara tirar de sus hilos ocultos.

Tiramos de ellos y la historia, aunque le hicimos buscar siempre las líneas de mayor resistencia, salió tal como hoy es de un tirón. El primer borrador del guión estuvo listo en seguida y durmió algún tiempo, decantándose, en un cajón. Cuando lo volvimos a leer, ya con vistas a su rodaje, la historia como tal, su estructura, su cadencia y la mayoría de las situaciones a través de las que se configuraba, seguían siendo enteramente válidas. Pero había dos cuestiones muy difíciles, probablemente las más complejas dada la naturaleza de la película, no resueltas: los personajes y, por consiguiente, sus palabras, los diálogos. La historia es tan peligrosa, bordea tan de continuo el ridículo, que era imprescindible dominarla y sujetarla con una mezcla de desgarro y elegancia en los diálogos, que deberían actuar al mismo tiempo como factor identificador y, a la vuelta de una escena, como lo contrario, como recurso de alejamiento y distanciación.

Si en poco más de un mes construimos la historia, en cambio, resolver a nuestro gusto el enfoque, los matices y los diálogos de los personajes fue mucho más laborioso y costó muchos meses inventarlos y afinarlos. Como en Las bodas de Blanca, pensamos directamente en los actores idóneos para afrontar los personajes y, de pasada, decidimos que la película se rodaría con ellos o no se rodaría. La experiencia de Las bodas era lo bastante dura como para que cuidáramos este detalle con intransigencia. Dimos mentalmente los tres principales personajes a Fernando Rey, Francisco Rabal y Ángela Molina y en ellos nos mantuvimos hasta el final. Y si esta actriz, pese a querer hacerlo, finalmente no actuó y fue en última instancia sustituida por Victoria Abril se debe a que impuso condiciones de trabajo y salario difícilmente aceptables.

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