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FESTIVAL DE BAYREUTH

Rutina de agosto en el templo de Wagner

La palabra rutina carece en alemán de la intención peyorativa que casi siempre le damos en castellano. Aquí la rutina es, normalmente, buena cosa: eficacia, seriedad, responsabilidad. El programa del Festival de Bayreuth no se agota con la première de cada obra, siempre esperada con mayor o menor expectación y vivida por sus protagonistas con la tensión de un examen de aptitud. El programa consta de 30 representaciones, 28 de ellas públicas y dos reservadas a las organizaciones sindicales alemanas, y una vez superada la prueba de fuego de los estrenos se impone la germánica y eficiente rutina, sólo alterada por tal o cual indisposición de algún cantante o por pequeños accidentes como el día en que Manfred Jung (Loge) entró tarde en escena y dejó a Siegmund Nimsgern (Wotan) sin respuesta sus buenos 20 compases. También el público de agosto acude sin complejos de superioridad, y en paráfrasis de Sieglinde (primer acto de La Walkyria): "Los huéspedes vienen y van", aunque el segundo ciclo de El anillo del Nibelungo siempre atrae a numerosos wagnerianos de pura cepa.

La serie de representaciones comienza este año para mí con El holandés errante, que en realidad es la obra que cerró el ciclo de primeras funciones, y lo dicho sobre la rutina del festival es de plena aplicación a la producción de Harry Kupfer, estrenada en 1978. Como Götz Friedrich (el escenógrafo de Parsifal), Harry Kupfer procede de la otra Alemania: ambos tienen una formación materialista, dialéctica y, en lo específicamente teatral, brechtiana; también ambos se han dejado seducir por el canto de sirena de la sociedad capitalista, aunque, eso sí, conservando el apego a las raíces y poniendo en pie un teatro lírico que pretende descubrir las contradicciones estructurales de esa sociedad que les está dando dinero y fama.

Contra la autoridad

Todo esto se concreta en el principio realismo, que puede ser explicado como prolongación de la escuela narrativa y antirromántica de Brecht y también como compromiso crítico, en el que el protagonista-individuo-persona se debate siempre contra la autoridad: padre, sociedad, Estado. El antirromanticismo de Kupfer se manifiesta ya en la elección de la partitura de su Holandés errante, esto es, la versión primitiva u original, estrenada en Dresde el 2 de enero de 1843. Wagner no reelaboró esta obra, escrita en París en 1841 de un solo impulso, pero sí revisó en parte la orquestación -originalmente menos experta y, por tanto, más descarnada- y, sobre todo, modificó la coda de la obertura y el final de la ópera, para que se expansionase allí el bello y romántico motivo de la redención que aparece en la sección central de la obertura y en la balada de Senta. Para Wagner, con el transcurso de los años, la idea de la redención llegó a ser un absoluto espiritual -Parsifal concluye con esta plegaria paradigmática: "Redención al redentor"-, es un proceso creador señalado por la coherencia intelectual y estética; de aquí la revisión de su ópera romántica de juventud..

Por supuesto, considero legítimo y hasta oportuno volver a la partitura original del Holandés: ya hizo lo mismo Wieland Wagner en 1959, y con notable acierto. Pero lo que encierra esta ópera -con revisión o sin ella- es entrañablemente romántico en el origen (el realismo fantástico de E. T. A. Hoffmann), en las intenciones (la dialéctica de dos individualidades, masculina y femenina, extremadamente diferenciadas: esto es lo que escenificó Wieland Wagner) y en el lenguaje, con el trémolo de los violines, las figuraciones imitativas del viento y del mar, la dulce modulación del corno o del oboe y hasta la amabilidad de la música doméstica de la época Biedermeier. Esto último, la nostalgia del Antemarzo, sirve para que Kupfer realice -transcribo a Erich Rappl, el crítico musical del Nordbayerischer Kurier, el diario de Bayreuth- "una intencionada sátira de la roma pequeño-burguesía, reunida en círculo alrededor de sus tazas de café", pues Senta canta su bravía balada mientras la comadre Mary y las hilanderas manipulan dos o tres gruesas cafeteras y un nutrido número de robustos tazones. De todo los demás -origen, intenciones y lenguaje románticos- no hay en esta producción ni el pálido fulgor de una candela agonizante, y cuando se contempla la gélida escena y al tiempo se oye venir desde el foso la weberiana melodía no es fácil dominar la angustia por la fatal disociación entre la ópera de Wagner y su glosador del Este.

Mirada sobre lbsen

Con la vista puesta en lbsen y en Strindberg, Kupfer nos relata la pasión, desatino y muerte por suicidio de una loca -mejor una histérica de Charcot- que, encerrada en su desnuda habitación bajo llave y cerrojo por su padre, carabina y novio, llega a creer real la tenebrosa historia del maldito de los mares. Senta permanece constantemente en escena desde los primeros compases de la obertura, que se toca a telón abierto, casi siempre encaramada a una escalera que da a una ventana y aferrada al retrato del Holandés. El sórdido mundo real que la rodea está limitado por las paredes de su encierro, que se abaten y elevan para crear el espacio libre donde ella vive la otra realidad de su insana imaginación. ¿O realmente los locos son los oficialmente cuerdos, con su ansia de dinero (Daland), su rígido puritanismo (Mary) o su tosca rudeza machista (Erik)? ¡Pobre y sensible Senta, encerrada, maltratada, acosada, que delira con un holandés de raza negra, encadenado a la base del palo mayor de su barco, un cuadro digno de La cabaña del tío Tom; o con velos ensangrentados que parecen reproducir ejemplos de himen a medio desflorar; o con un barco con aspecto de gigantesca tarta nupcial; o con un espantoso banquete de bodas (la danza de los marineros noruegos y la tempestad con los espectros), donde máscaras fantasmagóricas se agitan al ritmo de la síncopa visual impuesta por el uso de la luz estroboscópica!

Sueño desvanecido

Cuando su sueño se desvanece, cuando las paredes vuelven a aprisionarla, sólo queda la ventana abierta a la única libertad posible, la de la muerte: por ella se arroja Senta al inexistente mar, y allí queda su cadáver en medio de una oscura calleja de un hosco lugar del Norte mientras los cuerdos se retiran a su impasibilidad y sólo Erik tiene un gesto de conmiseración hacia la víctima.

Música, texto, canto están al servicio del concepto del régisseur. La excelente orquesta del festival cumple con buena rutina, a pesar de la dirección de Woldemar Nelsson, uno de esos kapellneister de tercera categoría que aceptan -¡qué remedio!- las espantosas condiciones económicas de Bayreuth.

Invariable joya

A. F. M. El magnífico coro -hoy como ayer la invariable Joya del festival- confiere categoría musical a la representación de El holandés errante, aun con desajustes con la orquesta no imputables a la propia responsabilidad del conjunto. Entre los solistas, hay dos voces de calidad: Simon Estes (Holandés) y Matti Salminen (Daland), que no dan lo mejor de sí porque nadie se lo demanda; Anny Schlemin (Mary) resulta harto desagradable escénica y vocalmente (¡ay, los excesos del realismo!), y Graham Clark es un timonel bufonesco y no poco áspero; en cuanto a la esforzada protagonista, la danesa Lisbeth BaIslev, es una convincente actriz coordinada con el concepto de Kupfer desde 1978, pero es una cantante muy insuficiente, insegura en la afinación, celante casi siempre: una criatura más del sprechgesang. El público aplaudió con ingenuo regocijo este ejemplo del eficiente teatro alemán, y a lo mejor hasta creyó que había visto y escuchado El holandés errante.

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