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Tribuna:ANÁLISIS
Tribuna
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La apertura de un nuevo proceso de paz en Oriente Próximo exige una reflexión sin precipiraciones

Israel, cualesquiera que sean sus fronteras orientales, está situado en el territorio que una vez fue el hogar de la mayoría de los componentes de la OLP o por lo menos de sus antepasados.Los líderes de la OLP puede que intenten disimular su objetivo final de soberanía total hasta haber conseguido la meta del reconocimiento americano. Pero si lo que realmente buscan es una reconciliación con Israel y un papel secundario dentro de Jordania pueden llegar a encontrarse sin seguidores.

Al dividido Gobierno israelí, obsesionado por la política, rodeado de intranquilidad doméstica y acuciado por un desorden económico sin precedentes, le gustaría sobre todas las cosas que desapareciera el tema de las negociaciones. Pero como eso no va a pasar, se esconde en los trámites para retrasar la cuestión hasta después de unas nuevas elecciones o de un cambio de Gobierno.

La Administración americana está dividida entre unos altos dirigentes ansiosos por limitar la intervención americana a la promoción de negociaciones directas y una burocracia decidida a empujar esas negociaciones en la dirección de su solución tipo: las fronteras de 1967 con ligeras modificaciones; una entidad palestina que, como quiera que se inicie, debe acabar en atribuciones de soberanía para la OLP; y algún tipo de estatuto de neutralidad para la vieja ciudad de Jerusalén.

Debido a esta abundancia de puntos de vista, el estancamiento está prácticamente garantizado por el mismísimo expediente que se supone ha de abrir el proceso de paz; la delegación jordano-palestina compuesta por palestinos aceptables para la OLP, pero que no pertenecen a ella. ¿A quién y qué representa exactamente ese grupo? ¿Por qué se tienen que reunir primero y por separado con un alto representante americano? ¿Cómo pueden sus miembros ser aceptables simultáneamente para Israel y la OLP? El proyectado proceso de paz puede de hecho provocar una división triple entre los palestinos: los que tienen su dirección en Siria y rechazan el reconocimiento de Israel; los que en principio reconocen a Israel para ser aceptados por Estados Unidos, pero que iniciarían la lucha a la primera oportunidad, y una minoría sinceramente interesada en llegar a un acuerdo (cualquiera que sea el significado de sinceridad en las móviles arenas de las lealtades en Oriente Próximo).

Las negociaciones directas entre las partes no podrán en modo alguno reconciliar esas diferencias, pues las posturas conocidas son básicamente irreconciliables. Jordania exige las fronteras de 1967 con ligeras modificaciones y una posición de soberanía en Jerusalén. No sé de ningún Gobierno israelí que ni tan siquiera se plantee tales términos, ni el Gobierno de la OLP sobre cualquier cosa que se devuelva en el banco occidental, ni tan siquiera -o quizá especialmente- después de una elección.

Si se quiere que se produzcan cambios significativos en esas posturas, éstos deben obtenerse por un compromiso real -y, seamos sinceros, presión- de Estados Unidos con uno o probablemente con ambos lados. Siempre ha sido así -incluso en el caso de las negociaciones entre Egipto e Israel-. Y Egipto, siendo el mayor o geográficamente más alejado de los países árabes que tratan con un territorio al que Israel está poco ligado emocional e históricamente, estaba en una posición mucho mejor para ser flexible que la pequeña Jordania, rodeada de enemigos mejor armados y hostiles, y que disputa un territorio al que Israel concede significado bíblico.

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Zonas estratégicas

El máximo absoluto alcanzable -incluso con un compromiso total americano- sería algo similar al plan diseñado por el ex ministro de Asuntos Exteriores Yigal Allon. Conservaría las zonas estratégicas clave del banco occidental para Israel, devolvería las zonas pobladas al control árabe y quizá crearía una especie de estatuto vaticano para algunos lugares sagrados árabes y cristianos en un Jerusalén sin dividir (este último punto no formaba parte del plan de Allon).

El proyectado proceso de paz solamente puede tener éxito si Estados Unidos está dispuesto a utilizar su influencia para presionar a las dos partes. Si Estados Unidos no se compromete totalmente en ese aspecto, las negociaciones fracasarán: Hussein, igual que el presidente libanés, Gemayel, puede quedar desvalorizado por el proceso de paz; la influencia americana en Oriente Próximo se debilitará todavía más, y toda la zona se verá envuelta en un torbellino.

Las negociaciones nunca tienen lugar en un vacío político, especialmente en Oriente Próximo. Históricamente, los progresos en las negociaciones de Oriente Próximo han sido el resultado de tres factores: un Israel suficientemente fuerte para enfrentarse a cualquier alianza de Estados árabes; cierta evidencia de que la retórica árabe radical y el apoyo soviético son impotentes; y, finalmente, una política americana decidida que permita a los Estados árabes moderados justificar su cooperación con América como algo indispensable para conseguir por lo menos algunos de los objetivos árabes.

Ninguna de esas condiciones se da hoy. Israel se encuentra más dividido que en ningún otro periodo de su historia. Su retirada unilateral de Líbano, su liberación de 1.000 terroristas convictos a cambio de solamente tres prisioneros de guerra y su temerosa ambivalencia durante la crisis de los rehenes en Beirut han debido fortalecer la mano de esos árabes radícales que sostienen que Israel acabará por ceder al dolor si se le administra consistentemente.

En lo que respecta a América no hay más que comparar el plan original de Reagan de 1982 con los resultados finales en Líbano y en el banco occidental para ver el declive de su influencia. Durante todo 1983, Estados Unidos se esforzó por expulsar a Siria de Líbano y por unificar el país bajo el dominio cristiano. Menos de dos años más tarde, Estados Unidos solicitó la ayuda de Siria para liberar a 40 rehenes americanos en poder de una de las muchas facciones musulmanas en un conocido lugar de Beirut. Los que ostentan el poder decisorio en la zona juzgan a América por sus acciones, no por sus declaraciones; comprueban la falta de represalias por el asesinato de 240 marines y el secuestro de 40 rehenes inocentes.

Sería hacerse falsas ilusiones negar el creciente convencimiento de que América carece de los medios o del deseo de conseguir sus fines.

La confluencia de esos factores ha marcado la creciente influencia de Siria en Oriente Próximo. Estados Unidos debería haber comprendido que la exclusión de la dura e implacable Siria garantiza una confrontación de grandes dimensiones, que sería conducida por Damasco con sus características astucia y perseverancia. Antes de iniciar una nueva serie de negociaciones parece esencial hacer un análisis de los puntos de vista sirios, y si se rechazan esos puntos de vista, Estados Unidos debe estar decidido a utilizar energía y recursos para vencer al mostrar sus cartas. Si Estados Unidos no quiere desmoralizar a sus aliados y deteriorar irremediablemente la posición de sus amigos árabes debe definir claramente sus objetivos antes de comprometerse.

Constante inquietud

Pero incluso entonces el precio del éxito será la tensión con Israel, la confrontación con Siria y una constante inquietud en Jordania. Si Estados Unidos no desea pagar ese precio sería temerario iniciar un proceso basándose en palabrería vana sobre la creación de un impulso "e iniciar una exploración" presentado por una burocracia ingeniosa a la hora de buscar fórmulas, pero raramente deseosa de afrontar sus consecuencias. No hay ninguna necesidad evidente de tirar los dados, pero hay una imperiosa necesidad de evitar cometer más fallos en Oriente Próximo. La prueba clave de cualquier política exterior es reunir los medios apropiados a los fines. El momento no está maduro para un esfuerzo diplomático total que ponga en peligro la credibilidad americana en Oriente Próximo. La máxima de Talleyrand se adapta perfectamente: "Sobre todo, no hay que poner demasiado celo".

Copyright 1985, Los Angeles Times Syndicate.

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