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Tribuna:LAS NOSTALGIAS DE ULISES
Tribuna
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¿También en Nepal?

La mano del terrorismo es alargada, pero nunca imaginé que llegara al pacífico Nepal. Y ahí están las trágicas cifras: siete muertos y 290 heridos en las cercanías del palacio del rey Bixendra, como resultado de cinco bombas puestas por el hasta ahora desconocido grupo Portadores Unidos de la Antorcha. Sólo unos días antes, y ante la amenaza, el rey había asegurado que su Gobierno acabaría con cualquier intento de perturbar la paz y el orden.Paz y orden eran, efectivamente, símbolos del Nepal que yo conocí hace 15 años, pero esos dos logros humanos no se conseguían, como ocurre tantas veces, manteniendo un riguroso concepto de la autoridad. La paz y orden nepalí surgía de un vivir y dejar vivir, una idea de comprensión de las debilidades humanas que incluso les había llevado a considerar legal algo entonces visto con horror por la mayoría de los Estados del mundo: la droga.

( ... ) Que allí se anunciaba al final del menú en los restaurantes. Después de comida china, tibetana, occidental, seguían "pasteles de hachís, cigarrillos de hachís" y terminaba, quizá no tan incongruentemente, "Beatles, Rolling, jazz", aludiendo a la música que podía oírse después de la cena...

Esa permisividad atraía, lógicamente, a jóvenes de todo el mundo. Los que yo conocí eran norteamericanos. "No tengo nada contra mi patria", aseguraba uno con aire intelectual (eso lo decimos siempre cuando el aludido es delgado y lleva gafas), "no me siento antinorteamericano. Pero si no me dejan fumar lo que yo quiera, sencillamente me exilio. Vivo más a gusto aquí y no hago daño a nadie".

¿Ni siquiera a sí mismo? Porque mientras él hablaba y se movía con absoluto control de sus sentidos, sus dos compañeros parecían representar, como en una película educativa, los grados posteriores a que llevaba inexorablemente esa afición. El que estaba a su derecha callaba, miraba atentamente y asentía de cuando en cuando a las razones de su amigo. Era ya incapaz de expresarlas, pero las entendía y compartía. El del otro lado, en cambio, era ya el ejemplo del hundimiento total de un ser humano. Tenía la mirada vaga, un tic nervioso, la sonrisa imbécil, el cuerpo desmadejado. Estaba tan débil que probablemente no podría ya comprar la droga con el dinero que le daban por su propia sangre, sistema que usaban muchos desterrados en Nepal hasta que llegaba el ansiado cheque de su fámilia de Illinois o Massachusetts. Porque la droga había debilitado tanto sus componentes que la sangre no tenía ya ningún valor médico.

Quise conocer entonces lo que encandila a tantos jóvenes del mundo; lo que hace olvidar traba o, familia, amigos y salud. Quise asomarme a ese pozo sin fondo y, al no ser fumador, elegí el pastel, una como tableta de un color marrón oscuro. Mordí, masqué, tragué... Y no me pasó nada.

( ... ) No me pasó nada al principio. Porque media hora después, ya en la cama, sentí de pronto un tremendo dolor en la nuca y la urgencia de levantarme. Empecé a pasear por los desiertos pasillos del hotel y el vestíbulo; el dolor se iba desvaneciendo, pero en su lugar apareció un curioso mareo que no me impedía seguir con seguridad las rayas del enladrillado. La sensación era de flotar y, el mismo tiempo, de estar firmemente adherido a la realidad. Me acosté de nuevo y entonces mi cuerpo empezó a oscilar de arriba abajo, levantándome primero la cabeza y luego los pies en balancín ... ; inmediatamente empezaron las visiones ante los ojos cerrados. Estaba hojeando un libro con miniaturas medievales y el color era intenso, mil veces más brillante que en el recuerdo normal. Rojos, verdes, azules adquirían una fuerza increíble, y la línea se destacaba más en escorzos más audaces, tirando de la atención del observador hasta el menor detalle...

Cuando me desperté, me dolía un poco la cabeza, una ligera resaca que, desde luego, no fue la causa de mi resolución de no volver a probar ese que, con eufemismo lírico, se llama paraíso artificial. El auténtico motivo era que esa riqueza de intensidad cromática, esa brillantez de imagen, no me compensaban perder algo tan importante para mí como mi libertad personal. Me he pasado la vida intentando luchar, con mengua de mi provecho económico, para no tener jefe o que éste al menos resulte por su profesión (decano de facultad, editor, director de periódico) lo más lejano posible. No iba en la madurez a hacerme esclavo de una necesidad que, noticias cantan, puede llevarte al robo o al asesinato sólo por la urgencia de satisfacerla. Y me parece increíble que quienes pasan de Dios y de la sociedad se pongan al cuello otro yugo mucho más exigente. (Por lo demás, un anochecer sobre la meseta castellana, una sinfonía de Mozart, un libro de Carpentier o de Umberto Eco me colman totalmente. No me hace falta reforzarlos en absoluto.)

Pero Nepal no era solamente el refugio de las drogas (creo que dejó de serlo). Era y es el lugar donde, entre otros cultos, se realiza el de la diosa viva, la niña a quien unos horóscopos favorables han elegido entre las nacidas en el país y que durante sus primeros años vivirá acompañada por sacerdotes y otras niñas con quien jugar, llevando seriamente su destino histórico y religioso. Una vez al día se asomará a la ventana, vestida de rojo, la cara y la boca pintadas, con el aire hierático que en Asia parecen conocer incluso los niños más pequeños, y recibirá así el entusiasmo de sus seguidores, incluido, naturalmente, el de los miles de turistas. "¿Y cuando se haga mayor?", pregunté a un indígena. "Entonces será sustituida en su misión por otra de las mismas características, y ella volverá al hogar de donde saliera". ¿Podrá hacer una vida normal? ¿Casarse? Lo primero, sí; lo segundo le será más difícil, porque esa experiencia pesará en el ánimo de sus pretendientes. Digamos que a mayor distancia de Katmandú, es decir, de su pasado divino, mayores posibilidades tendrá de una vida hogareña corriente.

Nepal del cielo azul fuerte fundiéndose sin solución de continuidad con los picos del Himalaya que lo abriga al Norte. Nepal de muchachitos de aire sano e inteligente que os acosan en busca no sólo de la propina, sino de la sonrisa. Cuando yo llegué hacía poco tiempo que habían abierto las puertas al tu rismo y ya presumían de conocimiento lingüístico. "Póngame a prueba", decían. "Inglés: How do you do? Alemán: Guten Morgen? Italiano: Ciao bambino. Francés: Foutez moi le camp!". Me imagino que habían captado la reacción primera de cada grupo viajero.

Buscar un templo en Nepal es inútil. El templo está en todos los rincones, en todos los centros. Las mujeres, los sherpas, al pasar, hacen rodar los molinillos que en su creencia ponen en marcha las oraciones; la escultura trepa por las fachadas con escenas escultóricas de vida diaria y aun de vida fisiológica. "Veo que esas escenas eróticas están situadas siempre en lo más alto de la torre. ¿Es para que no las vean tan fácilmente los niños?" "No. Es que la diosa del rayo es muy púdica y estos retablos la repugnan; así hay menos posibilidad de que se acerque con su mortal arma a nuestros centros de oración...". Buena idea. Desgraciadamente, todavía no se han inventado los relieves capaces de rechazar ese otro dios maléfico y criminal que se llama terrorismo.

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