En su lugar
Como tantas cosas entre nosotros, la zarzuela ha sido objeto de exaltada apología o víctima de crítica feroz. Los españoles no contentos con que la misma España constituya un problema, hacen igualmente problemático cualquier otro tema: los toros, la literatura, el llamado género ínfimo, el humor, los himnos o las banderas.De la zarzuela, esto es lo malo, se hizo bandera durante decenios. Era nuestro glorioso género lírico nacional, capaz de sustituir el espectáculo de ópera normal en otras latitudes. Encima, algunos de sus compases se convirtieron en casi himnos que si bien acompañaron más derrotas que victorias no por ello perdían su condición heroica.
Dudar de la zarzuela pudo ser, en cierto tiempo, una forma convencional de blasfemia civil. Había que ser valiente, como Pedro Antonio de Alarcón, para renegar de ella; o debía hacerse la crítica con suma preocupación y no pocos distingos, como en el caso de Manuel de Falla.
Quizá en una actitud como la del autor de El amor brujo resida el fiel de la balanza: considerar los valores de la zarzuela, quiere decirse de muchas zarzuelas, y, al mismo tiempo, lamentar cuanto de limitación supuso el género. Al ser única salida para nuestros compositores, eliminó posibilidades más trascendentales.
Una cosa es cierta: despojada de gangas patrioteras y situada en su espacio justo de teatro musical popular, la zarzuela está incorporada al ser español para bien o para mal. Y si un día la primitiva zarzuela de Calderón y López fue más bien cosa cortesana y elitista mientras la tonadílla encandilaba a la gente de los barrios, desde la afirmación del género chico o, lo que es lo mismo, desde la fusión de sainete y zarzuela el género cala hondo en el pueblo, que no deja de responder a su llamada.
Intelectuales
De la zarzuela gustaron la mayoría de nuestros intelectuales, tanto los casticistas como los europeístas: Baroja y Azorín, Marañón y Ortega, Bergamín y García Lorca. Y hasta los compositores que liberaron la música española de la servidumbre zarzuelística dejaron bien patente su entusiasmo para Barbieri, Chueca, Giménez o Chapí. Y si un Camilo Saint-Saëns se asombraba de que piezas como La verbena de la Paloma fueran denominadas "género chico", un Nietzsche o un Trotsky mostraron su sorpresa cuando descubrieron esa extraña mixtura de música, palabra, gesto, danza, pobreza e idealismo puestos al servicio de un auténtico carácter.
La realidad actual, lejana de los supuestos que dieron lugar a la zarzuela, tiene para ella nuevas razones de estimación e interés. No hay que escandalizarse por ello, sino al contrario. La actitud de un Carmelo Bernaola, capaz de gozar de la mejor zarzuela e incluso de revisarla al tiempo que protagoniza la imagen de una música española a la altura de los tiempos, se me antoja modélica. No otra es la adoptada por un buen sector de la juventud universitaria. En cuanto al llamado gran público, ajeno al discurrir de manifestaciones artísticas si no definitivamente antipopulares sí inicialmente minoritarias, conserva un cariño entrañable por su género popular y lo aplaude con fervor cuando suena en la voz de los grandes divos.
El interés hacia la zarzuela no es sólo español: lo muestran públicos del Reino Unido o de la URSS y lo estudian musicólogos de cualquier nacionalidad: Salter, en el Reino Unido; Mindin, en Suiza; Pourvoyer, en Francia. Y llega a ser objeto de tesis en Alemania o EE UU. No mitifiquemos la zarzuela, ni en su nombre desoigamos voces más universalistas; pero tampoco le neguemos méritos y significaciones: las cosas, en su lugar.
Babelia
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