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Los angelitos negros

Andrés Trapiello

La primera vez que Henri Beyle llegó a Roma, Roma apenas llegaba a contar 130.000 almas. Si llovía, en el Tíber, rompiendo el reflejo de Santangelo, podían oírse con claridad las gotas en el agua, entrechocar de barcas amarradas a la orilla y los pasos de una sombra cruzar aquel ancho puente de la melancolía y de la incertidumbre. Roma, igual que en Corot, era todavía una ciudad pequeña, de provincias.Yo he visto siempre que cuando uno piensa en el pasado, por afición o por añoranza, se da a sí mismo, como en la obras de teatro, un pequeño papel de protagonista. Esto es absurdo, una quimera.

A los entusiastas de la Edad Media no les cuesta nada transportarse hasta aquella época tenebrosa y verse en señores, atracándose de venado y de faisán, mirando arder el fuego de una gran chimenea. Ahora, representarse sucios, comidos por los parásitos, con los dientes podridos y esclavos de mil servidumbres tiránicas y feudales, no lo hace nadie. Uno llega a imaginarse con cierta facilidad la sensualidad faraónica, los crepúsculos del Nilo, los estanques con lotos y una punta de huríes jóvenes y perfumadas; en cambio, suponer que lo natural, conforme a las estadísticas, sería contarse entre los millones de muertos de hambre que construyeron las pirámides, parece, para el soñador, más que imposible. Yo creo que uno de sí mismo, aunque sea en sueños, termina teniendo una buena opinión.

Los que en realidad no pasan de pusilánimes, en sus imaginaciones frenéticas se ven en trágicos, a lo César y Bruto. Los que en la vida resultan soberbios y petulantes como los malos poetas, sueñan en misticismos, retorcimientos y ayunos, hasta ponerse amarillos y de mal color. Para unos, el ideal es la valentía, la audacia, el arrojo, porque su existencia no puede dejar de ser amañada y doméstica. Para otros, en cambio, vagamente románticos, el mejor sueño es no soñar y así, persiguiendo esa ecuación kantiana, se les ve llevar una vida gris y secreta, apasionante y muda.

Pero siempre es lo mismo. En esas fabulaciones uno, como los actores de postín, su papel se lo sabe de memoria, lo recita con seguridad y aplomo y cree escuchar al final el griterío y el aplauso, y encenderse poco a poco las candilejas y bujías de ese corral de comedias que es la razón y el sentido común. Pero en el fondo esto no son sino figuraciones, inclinaciones de la ambición.

¿Dónde queda entonces la Roma de Stendhal? ¿Las plazas quietas, los palacios asalmonados en esas tardes de marzo que ya empiezan a ser un poco más largas, a dorarse, a perfumarse? Una ciudad era algo inmóvil para el más móvil de los sentimientos humanos, la pasión. ¿Inmortales Brujas, Trieste, Sevilla, Venecia? Para llegar a serlo, antes tuvieron que aprender a ser las grandes ciudades muertas.

Exaltación del municipio

Hoy, las ciudades cambian con tal velocidad que la gente encuentra una gollería ocuparse de la pasión o de los sentimientos. En cambio, les produce una gran satisfacción saber que viviendo en Vallecas pueden pasar por vecinos de Harlem o que cortando el césped de un chalecito de Pozuelo nadie podría demostrarles que lo que siegan no sea la hierba de Londres.

Pasa a la página 10

Los angelitos negros

Viene de la página 9A algunos, la actualidad les produce mucho entusiasmo, pero el pasado les encoge el ánimo y les ocasiona malestar y desasosiego, de modo que tratan de quitarse de en medio todo lo que aparenta más de medio siglo. Empiezan por las ciudades. Cuando llegan a los museos ya han ganado todas las elecciones.

Ser pobre y prudente resulta una empresa fácil. Ahora, tener dinero y no ser un energúmeno, al menos en España, parece un imposible, una ilusión. Hasta que España era pobre de solemnidad, los pueblos podían pasar por lo que eran, por lo que habían sido. Luego, con algunos ingresos del emigrante, alicataron hasta la torre de la iglesia y los pueblos terminaron pareciéndose a los mingitorios, a los cuartos de baño. Yo creo que esta pasión por el azulejo la deben encontrar sus habitantes de buen gusto y de mucho tono, porque si no lo dejarían todo como estaba.

Hace un tiempo, en Madrid, en Puerta Cerrada, donde desemboca la calle de Cuchilleros, alguien pagó, no sólo lo permitió, para que se pintaran unos murales mastodónticos.

Esa plaza, hace unos años, tenía unas cuentas casas altas con las paredes traseras blancas, y arrimados a ellas crecían unos árboles finos, acacias algo raquíticas y negras pero elegantes. Como se ve que los que emprendieron esa obra descomunal eran personas progresistas y amantes de la naturaleza, los talaron todos, colorearon las paredes y las llenaron de frases enigmáticas del tipo "Fui sobre agua edificada / mis muros de fuego son", que no sabe uno si son un acertijo o un versículo del Cantar de los Cantares del rey Salomón, pero que resultan de tal pedantería que a uno, cuando las lee, le dejan turulato para un par de calles.

A muchos seguramente esta manifestación del genio contemporáneo les llena de entusiasmo y de orgullo por vivir en estos tiempos, pero a otros, en cambio, nos lleva a la melancolía, al escepticismo y a la desconfianza en la bondad natural del hombre.

Si a Madrid, en ese rincón de los Austrias, le había costado unos cuantos siglos adquirir esa tonalidad parda, plateada, grisácea y uniforme, han bastado unas pocas semanas para que, llenándolo de colorines, parezca San Francisco, que es la secreta aspiración del realismo socialista.

¿Qué razones tiene una persona para llamar de ese modo la atención? ¿Cuál es la causa por la que se cometen esas pinturas? Seguramente los móviles de esos artistas, como los que tuvo el asesino de la emperatriz Sissi, son más complejos que salir un día en los periódicos. Debe de tratarse de sinuosidades de gente problemática, llena de mala intención y que sólo quiere molestar.

Algunos, con no se sabe qué seguridad, piensan que estas cosas pueden cambiar, modificarse con el tiempo, pero no. Eso son especulaciones y una aspiración cómica.

Yo no creo que haya nadie que se atreva ahora a dar una contraorden y a volver a pintar de blanco lo que estaba de blanco, como tampoco nadie, salvo un terrorismo humanitario que sabemos inexistente, capaz de dinamitar esas esculturas de la plaza de Colón. De modo que uno se ve abocado a la filosofía judaica de la resignación y a aprovechar esos mismos paredones como muros de la lamentación y de la fatalidad, hartos de verlos como muros de la vergüenza.

Hay personas que piensan que opinar de este modo es propio del reaccionario, del intolerante, del fanático. Yo no lo creo.

Hace algún tiempo leí que a Jean Paulhan, el secretario de la Nouvelle Revue Française, cuando vivía en su casa de campo, ya viejo, solitario, casi en el olvido, le preguntaron los obreros que habían parcheado su fachada de qué color la quería. Paulham, que era una persona longánima, les dijo que se lo preguntaran al vecino de enfrente, que era en definitiva el que la iba a estar viendo todos los días. Ese espíritu generoso aquí no se tiene, y el que llega a alcalde no sólo pinta la fachada de su casa del color que se le antoja, sino que obliga a pintar la de los vecinos como le da su real gana y de paso se deja la barba.

Cuando Franco, a esta política escandalosa se la llamaba caciquismo. Ahora, arte en la calle.

Luz y sonido

Yo no sé qué secreta glándula funciona en la población cuando escuchan la palabra arte, pues es sabido que les impresiona hondamente, tal vez porque no la entienden, tal vez porque temen no estar a la altura de las circunstancias.

De esa manera, por una equívoca y equivocada política cultural, se llenan los museos de japoneses de colegios y parvularios, de excursionistas y paseantes a los que alguien ha engañado.

¿Qué buscan esos cientos de miles de seres de todo el mundo delante de un cuadro del Bronzino? Seguramente desentrañar por qué vale tantos millones de dólares, mientras notan los pesados latidos en sus pies, hinchados de tanto ir y venir.

Hasta hace no mucho tiempo, uno podía ir a un museo. Mirar, como aconsejaba Azorín, recordando a Lope, con claridad y sosiego. Apenas un murmullo de otros visitantes... Hoy uno, materialmente se va jugando la vida, esquivando colegiales que corren más que los faunos de Rubens, mientras un atronador ruido nos impide contemplar en silencio lo que fue creado en silencio, recogimiento y soledad.

Siempre que uno aborda estas cuestiones, sin quererlo termina adoptando un tono hueco, mesiánico, de conferenciante y agitador, lo que resulta ridículo. A mí me gustaría que no fuera así y que con unas pocas palabras justas quedara todo resuelto.

Secretamente los directores de museo y los restauradores, conocedores como nadie de la destrucción paulatina por la contaminación y afluencia masiva de público, desearían que a los museos fuera únicamente aquel que tiene un interés por el arte, por la pintura. Nada más. Pero supongo que plantear unas restricciones de modo conveniente es una cuestión peliaguda, de absolutismo ilustrado, más para gente desinteresada que para políticos, que en el siglo XX cada vez son más absolutos y menos ilustrados. A otros, sin embargo, de los museos lo que les encanta es llenarlos más todavía y hacen llamadas a los ciudadanos desde cartelones y vallas publicitarias, para que los visiten, como los hunos, en masa.

Les parece a ellos que la cara de Dalí, pasmada y extravagante, de mosquetero, es suficiente para que se vaya despertando la sensibilidad adocenada de los pueblos. Yo creo que eso, de un cinismo grande, de ex jesuita, no se lo cree nadie. Uno entendería que alguien, dado a la cuquería y a la rebatiña, quisiera ganarse algún dinero de ese modo, con el espectáculo, pero presentarlo como altruismo superior me parece poco sincero. Hace años yo escuché por televisión, de un profesor universitario, la teoría científica de que cuantos más supieran escribir facilitaba las cosas para el advenimiento de un nuevo Shakespeare o, quién sabe, de otro Cervantes. Lo dijo con tal candor el hombre, que en España esa noche todos soñaron con dramas secretos y con caballerías fantásticas, mecidos por ese principio de tanto rigor analítico.

Pues bien, irán a los museos y ¿qué encontrarán? Un cuadro, Las meninas. Lo han puesto ahora en una sala oscura bajo unos cuantos focos de luz arnarilla y macilenta, como si fuera cosa de varietés. Comprobarán con asombro que se parece milagrosamente a todas las reproducciones que han visto antes de ese mismo lienzo. No verán la pintura, de tan lejos, aunque sí unos cuantos personajes, como en una representación. Esta aparatosidad decimonónica de ver el arte todos la denigran, pero en cuanto se puede, se echa mano de ella, porque no se conoce otra o por inclinación y afinidad.

En aquella sala oscura sólo falta, como en las cuevas de estalactitas, algo de música para que el espectáculo fuera en verdad luz y sonido. Las ciudades, el arte, son ya, definitivamente, cosas para la fantasía, asuntos de la imaginación y del ensueño. Roma o Madrid. ¿El triunfo de la pasión, de las plazuelas muertas? Algo mejor. Han pintado las ciudades. Apagaron la luz de los museos, y de ese modo los angelitos de Murillo, más populares que nunca, como en la copla de Machín, se han vuelto negros. Eso sí, pero todos contentos, de gala, porque a los angelitos negros también los quiere Dios.

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