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No te saludo, 'Marie'

Espero que el distinguido clero de estas tierras no se acoja a mi opinión para justificar nuevas cruzadas inquisitoriales. Tampoco quisiera que se apoderasen de ella las beatas que, acaso víctimas del paro, no encontraron mejor motivo para llenar sus ocios que erigirse en enfermeras de nuestra salud moral. Que no utilicen, en fin, los Torquemadas de aquí, o del Vaticano, mis pobres opiniones de espectador mediocre. Pero lo cierto, lo muy cierto, es que la tan traída blasfemia de Godard resulta una tontería de mucha consideración, que no merecía tanta cruzada, tanta purga ni tanto comentario.Anoté la palabra blasfemia con toda la prudencia posible, pues resulta que. a lo largo de la campaña publicitaria gratuita, Godard y su joven estrella declaran por doquier que no la hubo. Peor entonces. Pues si no pretende ser blasfemia, ¿qué es, a qué queda reducida esa menos que trivial anécdota?

Es como si las musas de Apolo, cansadas del Parnaso, se hubiesen colocado a dependientas de unos almacenes Prixunic. Como si a los misterios de Eleusis les hubiese puesto música Silvye Vartan. Como si Salomón cediese sus poemas a Eddy Mitchell para que los convirtiese encantables salpicados de francés americanizado. En resumen: Je vous salue, Marie es un franco producto de la Francia de hoy. Ya no se trata de épater le bourgeois. Incluso el desafío va a menos. Basta con darle un susto a la clase media, haciéndola creer que lo sagrado -cualquiera que sea su origen- es un producto que pudiera comprarse por correspondencia, como una mesa camilla y unos sujetadores Lovable.

Aburrido y estafado, reacciono ante esta Marie de andar por casa con la indiferencia que me inspira toda falsificación. Godard -o la Francia de Godard- conseguirá algún día hacerme creer que Jack Lang es un cristo de los ministerios. Pero a la espera de este prodigio, consigue con este filme de hoy que llegue a importarme un bledo el supremo misterio de la virginidad de María. Lo cual es grave, diría que tonto, pues si se trivializa el tal misterio -to be or not to be a real virgin- me roban incluso la posibilidad del escándalo. ¿Cómo podría sentirlo ante una Marie que parece" todo lo más, una vecina del entresuelo, lectora de la Duras?

Estafado me he sentido, además, porque esa noche de estío ni siquiera se produjeron las manifestaciones de piedad colectiva que podían poner algo de folclor, devolviendo a mi imaginación a los tiempos del Medioevo. Nada de nada. Ni la menor inmolación, ninguna hecatombe sacra. No se autocrucificó ante el cine ninguna castañera del barrio de Horta, como estaba anunciado. No asaetearon a un joven seminarista sus compañeros en contricción, como se dijo. Y ni siquiera algún póster del papa Wojtyla nos amenazaba con que al traspasar la puerta del cine nos esperaban las llamas del infierno. Todo lo más, las del tedio (algo que jamás hubiera tolerado un pontífice del Renacimiento, tan marchosos en lo suyo, como se sabe).

Je vous salue, Marie se proclama entonces como un escándalo edificado sobre la vacuidad, y una blasfemia que no existe. Es demasiado ínfima, demasiado inconsistente, y la blasfemia, para serlo, para proclamar sus derechos de destrucción del mundo, tiene que igualar por lo menos a la grandeza del misterio que pretende atacar. Y no es que la virginidad de María sea una de mis obsesiones acuciantes; no es el tema de conversación preferido para cualquier sobremesa entre beautiful people. Pero acepto la virginidad de María desde un terreno situado más allá de la fe; simplemente desde el de la cultura. No deja de tener mérito, reconózcanlo, para alguien que se educó en un colegio de curas, aprendiendo a valorar cada hora de piedad como un paso perdido en el terreno de la sabiduría.

Pero el mito puede más que todos los postizos culturales o educacionales. En esta época desacralizada conviene recordar que la falta de una mitomanía sólida ha dado lugar a expresiones culturales de lo más insípidas. Que yo recuerde, en lo más reciente, sólo Pasolini tuvo el coraje de enfrentarse a este dilema crucificándose a si mismo dentro del mito. No es casual que en suVangelo secondo Mateo la Virgen fuese precisamente su propia madre. Como tampoco es casual, ni tan contradictorio como se dijo en su momento, que en Uccellacci e Uccellinni se incluyese un emotivo homenaje a la muerte de Togliatti.

Pero Pasolini era un altísimo poeta, el atormentado Virgilio de muchos desconcertados del siglo. De su pugna entre lo universal / sagrado y las urgencias de lo cotidiano surgió el ser trágico. Godard, todo lo más, es un galo que ha pasado muchas horas en la Cinématheque.

Volviendo a terrenos más prácticos: desechar la virginidad de María, rebajarla a la altura de una modistilla de Ménilmontant, es arruinarme algunas de las mejores páginas ideadas por el hombre en su peregrinar por el mundo. Reducir el misterio a su propia caricatura es lo mismo que convertir la venganza de Orestes en un western de serie B, la gesta de Gilgamesh en un seudo-Tarzán de cine español, o la belleza de Afrodita en un vulgar concurso de Miss Universo. Mediocre asunto. Resultado irrisorio. Para destruir u homenajear al mito es necesario, como mínimo, estar a la altura de su grandeza o de quienes lo construye-

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No te saludo, 'Marie'

Viene de la página 9 ron. Aunque fuese sólo a nivel de invención, la virginidad de María es tan admirable como el deseo de justicia de Antígona o la venganza de Horus sobre las fuerzas del mal. No se puede ser francés de 1985 y hablar de esas cosas. No se puede ser un pueblo tan adocenado y ponerse a bromear sobre otros pueblos que construyeron imágenes tan hermosas.

Y está todavía la fascinación de lo sagrado. Si la pasión sacrílega de Salomé por el Bautista nos conmueve, es porque sabemos de antemano que éste no es un hombre vulgar. O, como dicen en mi barrio, "si lo fuese no habría drama".

Si algo consiguió la religión en otros tiempos fue concebir figuras que están a la altura de la mejor creación literaria. Como personaje, Isis es tan excepcional como madame Bovary (y sólo el pueblo egipcio podía haber dicho en su momento "Isis c'est moi"). La virginidad de María -jamás Marie- es tan impresionante como pueden serlo los devaneos de Molly Bloom. No van a conseguir que deje de creer en estas imágenes de la Anunciación, como no olvidaré que Isolda era, efectivamente, la de las rubias trenzas, y Wotan, el de la voz de trueno. ¿Cómo un francés especializado en boutades puede venir a robarme de repente lo único que tengo, que es mi legado cultural? ¿Cómo esa Marie de mercería pretende arrebatarme de repente a Fra Angélico o a Giotto, por un decir?

Una maniobra semejante se intentó hace años con un filme inglés, Sebastiane, que en su pretensión de ser homosexual quedó simplemente en mariquita (que no es lo mismo), En manos de un director caprichoso, el mártir narbonés pasaba a convertirse en presa propicia de los deseos de un centurión libidinoso; y su martirio final podía resumirse en una simple moraleja: "Así termina el soldado estrecho que no se deja violar". Mediocre, claro está. Mediocre.

Esta aproximación a lo sagrado rebajándolo a las dimensiones de un ligue ocasional provocó protestas del Vaticano -of course- pero los miembros de esta autonomía suelen protestar por lo que en el siglo resulta menos protestable: ¡razones de moral! Sin embargo, mi indignación ante el filme de marras llegó por los caminos, más objetivos, de su inferioridad ante el modelo propuesto. Un mediocre doncel, tirando a histérico, mostraba continuamente su desnudez al centurión, con lo cual era fácil deducir que se la estaba buscando. ¡De héroe a coquetuelo! ¿Podría alguien concebir al Sebastián de Mantegna provocando a centuriones por esas esquinas del Imperio?

Y eso que la figura es ambigua desde un punto de. vista iconográfico. Ese Sebastián de pasión incierta pero admirable fue tomado por los medievales como patrón contra la peste, y se le identificó con Apolo, según creo. Los pintores, ebrios de humanismo, tomaron la identificación al pie de la letra, y Sebastián se convirtió en el más hermoso de los santos pintados por encargo. Fue unas veces el efebo barbilampiño de Guido Reni, que provocó algunas de las mejores páginas de Mishima, y se le quiso ver como el atleta barbudo de Rubens. Tal división de pareceres provocó, insisto, una iconografía ambigua pero, también, de una belleza incontestable. Dada su graduación de capitán, me inclino yo por la opción de un Sebastián maduro, y con la decisión del sacrificio perfectamente madurada. No descartemos un valor fundamental, que es la decisión de dar la vida por un ideal superior, sea cual fuere. Sin este elemento, sin esta nada dirigida al cielo en la agonía de cada saetazo, Sebastián de Narbona podría ser uno de tantos ladronzuelos que fueron castigados con la muerte. Sin ese absoluto convencimiento en lo sobrenatural, Sebastián de Narbona no hubiera llenado tantos lienzos memorables en inspiración (incluso en alguien como Rubens, tan dado al encargo).

Si llegamos a la conclusión de que, según el cinematógrafo, Sebastián de Narbona fue asaeteado por estrecho y María pude pasear su milagroso embarazo por las mismas calles por donde pasea Mireille Mathieu, hemos trascendido ya los límites de la cultura y llegamos a la fácil conclusión de que el tema no nos interesa. Que el escándalo es gratuito. Que la blasfemia es, en resumen, irrisoria.

Claro que si, como dicen Godard y su actriz, la blasfemia no existe, nos encontramos ante algo peor. Ante la desesperada situación de la cultura francesa: revestir a la tontería con retórica para hacernos creer que les queda, en el fondo, algo de ética. En este juego andan, y con su pan se lo coman.

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