Nada entre dos platos
LA COMPARECENCIA del presidente del Gobierno ante la Diputación Permanente del Congreso para informar sobre el propósito, desarrollo y conclusión de la crisis ha sido, en lo fundamental, una repetición de la conferencia de prensa dada por Felipe González en torno al mismo asunto. El núcleo de su intervención estuvo formado por la expresa ratificación de las líneas fundamentales de la política exterior y de la política económica del Gobierno, y por la insuficiencia de las explicaciones acerca de algunos cambios ministeriales. El líder de Alianza Popular, siguiendo su costumbre de provocar debates sobre el estado de la nación y del universo mundo con el pretexto de que el Pisuerga pasa por Valladolid, confirmó su baja forma política. El resto de los portavoces de los grupos parlamentarios se limitó a salir del paso en un trámite que parecía no interesar a nadie y aburrir a todos.El presidente no consiguió -posiblemente ni siquiera se propuso- despejar las interrogantes acerca de las causas de la dimisión a última hora de Miguel Boyer, el ministro de Economía y Hacienda a cuyo servicio se realizaba el reajuste de carteras del área económica. La imputación de esa renuncia al cansancio del antiguo superministro no explica nada. La afirmación de Felipe González de que Miguel Boyer "no tenía ninguna razón para dimitir" es una frase sin sentido, si se la toma de manera literal, o una insinuación de que sus motivos resultan políticamente inanes o incomprensibles, lo que arroja nuevamente sombras de duda sobre la responsabilidad de que es y era capaz Boyer. Si parecen no quedar dudas de la influencia del estado de ánimo personal en la decisión del ministro dimisionario, reducir todo el problema a una cuestión psicológica, al margen las motivaciones políticas, parece, cuando menos, aventurado. La exigencia impuesta por Boyer para continuar en el Gabinete -ser nombrado vicepresidente y tener bajo su mando a los restantes ministros del área económica ha sido comprobada hasta la saciedad por los medios de comunicación (que una vez más tienen ocasión de demostrar su importancia en una sociedad libre que no quiera ser manipulada por el poder y su clase política). La versión de que la actitud del superministro hubiese sido consecuencia de una oferta previa -más o menos formalizada- del presidente, que la habría retirado a última hora por presiones de Alfonso Guerra y de otros ministros, o por dificultades funcionales, no ha sido fehacientemente despejada. Los análisis, estrictamente políticos, que pueden y deben hacerse respecto al Gabinete en su conjunto y al primer ministro como consecuencia de esta historia no son en absoluto favorables a la capacidad de gobierno de la situación.
La explicación dada a los diputados por Felipe González sobre el cambio en Asuntos Exteriores tampoco aportó novedades. En su conferencia de prensa, González no ocultó el disgusto personal que le producía la sustitución del ministro de Economía y la escasa importancia que atribuía al cambio de Exteriores. Los elogios a la política económica de Boyer tuvieron como correlato, en el área de las negociaciones para la integración en Europa, las alabanzas del presidente no a Fernando Morán, sino a Manuel Marín. En esa actitud cabe enmarcar las reticencias y las insinuaciones lanzadas después de su cese por el ex ministro Morán, que se ha definido a sí mismo -haciendo suya la retórica de los altos cuerpos de la Administración- como un servidor del Estado que estaba dispuesto a ejecutar la política ordenada por el presidente del Gobierno. Pero además de servidor del Estado, Morán lo ha sido de una política concreta durante estos dos años y medio, política orientada al mantenimiento de España en la OTAN, entre otras cosas. Pretender lo contrario es simplemente bufo.
Tampoco los cambios en Transportes, Obras Públicas y Administración Territorial, y la atribución al titular de Cultura de las funciones de portavoz, merecieron más explicaciones por parte del presidente que algunos comentarios protocolarios. Se comprende que Felipe González no haya querido poner a los pies de los caballos a sus antiguos colaboradores (aunque no cabe duda de que si los ha cambiado es porque no servían para su oficio). Lo que resulta más preocupante en cambio es su evasiva respuesta a la pregunta de Miquel Roca sobre la eventual persistencia en el Gobierno socialista de los viejos hábitos consistentes en premiar a los cesados con recompensas estatales de otro género. Esperemos que los impuestos de los españoles no sirvan otra vez para consolar políticamente a quienes se han distinguido por su mala gestión, so pretexto de que servían al Estado. Servían más bien a una política concreta, y es esa política la que los ha expulsado de su seno.
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