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Ingenuidad y astucia

La tragedia es casi siempre ingenua; es el drama el que ofrece más sutilezas, más libertad para el dramaturgo. Shakespeare en su siglo (y después), Verdi en el suyo, fueron eminentes trágicos ingenuos. Puede parecer equívoco considerar a Shakespeare como ingenuo, siendo el espíritu más sabio, experto y escéptico de su tiempo, pero en esa mezcla sutil está el gran espíritu del teatro. Puede ser infantil contemplar la desnudez de los seres primarios que se mueven hasta extremos de brutalidad en esta tragedia, con una intriga insostenible en torno a un pañuelito de dama; pero las condiciones en que entra la insidia, en las que se dibujan los sentimientos eternos de la ambición, los celos, la pasión y la muerte hacen su grandeza. Verdi, con el libretista Boito mezcló su propia teatralidad, según un concepto arraigado del arte dramático de su tiempo; o sea, su propia ingenuidad y su propia fuerza. No es fácil en Verdi deslindar el concepto de la música de su condición máxima de teatralidad: él mismo es como un actor que estuviera colocando frases, subrayando acciones, creando situaciones, evocando, contrastando. Esto es, un autor. Por eso un actor típicamente verdiano, como es Silvano Carrolli, puede obtener toda la teatralidad del personaje más rico en matices de la obra original y de todo lo que de ella traspasa a la ópera como género teatral; su ronda en torno a los personajes, su forma de mantener una presencia huidiza, el sueño mismo de su ambición... Sin demérito de Plácido Domingo o de Pilar Lorengar. Pero con la consciencia de que sus papeles son partituras y que sus méritos los colocan en otra cosa sin perder el servicio al teatro. Por eso los aciertos del director-escenógrafo Piero Faggioni, también dentro del teatro-ingenuidad de la tragedia de Verdi. Su invento fundamental consiste en una especie de torre con doble o triple espiral que ocupa el centro del escenario y que le da la facultad de multiplicar los movimientos (siempre demasiado rígidos en óperas con escenarios pequeños) y provocar apariciones y desapariciones de personajes, siempre con ese subrayado de lo espectacular. Tras él, un foro apretado, amenazador, que unos pueden ver como un cielo cargado de presagios -como se dice en los folletines- y otros como un circo de piedra; apenas importa la traducción del símbolo, cuando lo que juega es el cierre de la acción. El primer acto, algunas escenas de masas, alcanzan esa grandeza. Que disminuye en las acciones íntimas o en los cambios de lugar de acción, del exterior al interior. Parece este director más dotado para lo heroico que para la emoción de dimensiones pequeñas, pero de profundidad lírica.

El lejano Shakespeare

La capacidad para mover coros y comparsas y evitar los siempre presentes riesgos del apelotonamiento es notable. Pero llega un momento en que la torre cansa, y llega a verse como un mamotreto de cartón-piedra, y el cambio de los trajes -muchos de ellos de gran belleza- no es suficiente. Contribuye a esa insuficiencia una iluminación que no siempre favorece los decorados, ni a los actores, y que tiende a la oscuridad de moda; tan agotadora por el esfuerzo de percepción que tiene que hacer el espectador.

La larga representación de cuatro horas, incluyendo tres cansados descansos, en un calor sofocante, fue, sin embargo, seguida con facilidad. Gran parte de esa facilidad o de esta comodidad de seguir la obra está, naturalmente, en el lejano Shakespeare, en la teatralidad de Verdi, en la calidad de los intérpretes, en la ejecución musical; pero la función de Faggioni, que es la de acentuar la espectacularidad a la italiana de la ópera, se cumple bien y ayuda muy notablemente a sostener este concepto fundamental: la ópera no es un concierto, sino un hecho eminentemente teatral, incluso cuando es de otros tiempos.

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