8 / La guerra del 14
Francia nos mandaba cocottes y nosotros les enviábamos mulas / D'Ors: "Cualquier guerra entre europeos es una guerra civil" / Fernández Flórez: Los que no fuimos a la guerra / francófilos y germanófilos según Fernando Díaz-Plaja / La postguerra: jazz, vanguardias, meretrices, cocaína y Max Nordau / De "la inevitable doña Emilia" a Lorrain y Huysmans / Los grandes de París viven en el patio del portero: Gourmont y Giacometti / Valle-Inclán, corresponsal de guerra / La elegancia femenina, entre un galgo afgano y un negro de smoking / Del café modernista al bar cubista / Solana enrollaba sus cuadros como persianas / Buñuel, la greguería y el Viaducto.
Las guerras son benéficas a condición de no hacerlas. A España le trajo mucha prosperidad la guerra del 14. La neutralidad de España consistió en venderle muchas mulas al ejército francés. Mulas neutrales, naturalmente. De todos modos, el país hizo su guerra ideológica, en los cafés, entre germanófilos y francófilos. Don Eugenio d'Ors dijo una frase profética:-Cualquier guerra entre europeos es una guerra civil.
Quien mejor noveló la pintoresca neutralidad de España fue, quizá, Wenceslao Fernández-Flórez, con su libro Los que no fuimos a la guerra. Tiempo más tarde, la neutralidad respecto de la guerra mundial benefició a la España de Franco, aunque en principio pareciese lo contrario. Los franquistas elogian la sagacidad del César Visionario, pegándole puerta a Hitler en Hendaya, y hasta subliman el retraso ferroviario de Franco, mera deficiencia de la Renfe, o como se llamase eso entonces. Los no franquistas explican, más bien, que Hitler, tras la experiencia de la División Azul, comprendió que unos cuantos españoles infiltrados en sus geométricos ejércitos le harían perder la guerra. Parece que los divisionarios azules se orinaban en los cascos, sobre la marcha, por no perder el paso, y se comían en una tarde la ración de mantequilla de una semana. Aparte picarescas, en un autor tan poco picaresco como Dionisio Ridruejo -Cuaderno de Rusia-, se trasluce ese estilo español de guerrear, siempre menos apto para la guerra que para la guerrilla. (Los latinochés han heredado eso de nosotros, y gracias a ello sobreviven a los embargos económicos del vaquero de medianoche.) Pero estábamos con la guerra del 14. La sangre ideológica, en Madrid, no llegó al río Manzanares. Se iba al café a ser beligerante y eso era todo. (Como luego con la mundial: véase La Colmena de Cela). En general, el progresismo español fue francófilo, y el integrismo fue germanófilo.
Fernando Díaz-Plaja ha estudiado minuciosamente, mediante textos y documentos, cómo aquella guerra volvió a partir España en dos, ya que España está siempre propicia a esa partición. La guerra europea fue un negocio para España y la postguerra fué otro negocio, pero un negocio del alma, o un negocio cultural (aunque, naturalmente, se produjo un crac en las exportaciones). La postguerra nos trajo del jazz, las vanguardias, las meretrices con cocaína, la cocaína sin meretrices, unas cuantas putas francesas que huían de la "quema en el sitio de su pecado" y algunos intelectuales como Max Nordau.
Las guerras, se quiera o no, suponen siempre un paso adelante en la libertad (aunque de momento coarten las libertades), porque el hombre va perdiendo fe en sí mismo, con esas barbaries, y se hace más tolerante y escéptico. La floración cosmopolita de los pornos, que ya se ha estudiado aquí, no sería posible, en su variante turística, sin el incremento de comunicaciones (siquiera comunicación de libros) que trae toda guerra. Gómez Carrillo, desaparecido en aquella medianoche, ya no era el único enganche que nos unía a Europa como furgón de cola. Nuestros pornos, como quizá ya se ha dicho, leyeron a Paul Morand y pasaron de "la inevitable doña Emilia" a Lorrain y Huysmans (que hoy sólo es un bulevar), e incluso a Rerny de Gourmont (1), que era como un Cansinos francés, mucho más feo, y que vivía en un entresuelo de un patio, como casi todos los grandes franceses, de Jupien, el chalequero de Proust que enamora al señor de Guermantes, a Giacometti, que tenía el patio lleno de esculturas longuilíneas (2). A quien no leyeron los pornos españoles fué a Blaise Cendrars, también muy cosmopolita, porque el surrealismo les congestionaba el riego cerebral.
De corresponsal de guerra, o invitado por los franceses, estuvo nada menos que Valle-Inclán, y sus crónicas están en un libro de estampas sangrientas, quietas, como escombreras preciosistas, que tienen poco que ver con el periodismo. La postguerra, sí, nos vinculó curiosa y eficazmente con Europa (hasta el primorriverazo), y nos trajo tres cosas fundamentales:
- La vanguardia.
- El jazz.
- Las cocottes.
A las vanguardias de entreguerras, naturalmente, les dedicaremos un folletón o varios. Si Ramón ya estaba haciendo vanguardia en Madrid, simultáneo de Reverdy, Renard, Apollinaire (de quien sería amigo y a quien prologaría), Cocteau, Cassou (que vino alguna vez a Pombo) y Pitigrilli (3), esto no es predestinación boba ni adivinatoria de Ramón, sino que la nueva sintaxis (implícita en Baudelaire, explicita en Rimbaud y Lautreamont), se había convertido en una cosa atmosférica. Bastaba con respirar un poco al aire del mundo, "la prosa del mundo" (Merleau-Ponty), para saber de qué iba. Aquí sólo lo hizo Ramón. Los demás le siguieron, mal que bien (más bien mal). En cuanto al jazz, era una cosa de negros que Europa heredó de Améríca, ya frivolizada. Al Johsonn había rizado el rizo pintándose de negro. Insúa aprovechó la moda del negro suntuario para hacer sentimentalismo con la raza "inferior", El negro que tenía el alma blanca, como Vidal y Planas lo había hecho con otra raza explotada, las meretrices, en Santa Isabel de Ceres, novela y comedia. Las cocottes francesas arruinaron la industria a los putones madrileños de Ventas, que eran como gallinejas de mujer. Nosotros les mandamos mulas y los franceses nos mandaron prostitutas. Unas y otras eran neutrales.
Si la frase de d'Ors, "toda guerra europea es una guerra civil", resulta profética y hermosa, hay que decir que la Grand Guerre partió en interiores guerras civiles, siquiera ideológicas, a los países contendientes, e incluso a los neutrales, como España, que ya lo hemos dicho. Uno no se cansa de estudiar aquella Grand Guerre, "última guerra romántica", como se ha dicho (los taxis de Paris ganaron la batalla del Marne), y llega a la conclusión de que es entonces cuando se deslindan los fascismos europeos en cada nación, siquiera como anhelo o hálito. En todos los países había unas masas que secretamente, sentimentalmente, estaban con los boches. El "cirujano de hierro" era un modelo fantasma, un cruce entre Bismark y el padre de Hamlet, que principiaba a fascinar a las gentes estragadas de parlamentarismo formal e inútil. A quienes, a favor de unas democracias corruptas, confundían democracia con corrupción. La prosperidad que trae a España la guerra del 14, como país neutral, pero intendente, como avituallamiento de Europa, explica por sí misma, ya se ha dicho, el paso de los pornos naturalistas a los pornos cosmopolitas (paso que con frecuencia da un mismo autor, porque el escritor nunca está muy seguro de lo que hace). En Madrid, lo más visible del cambio de siglo que supone realmente esa guerra, es la transición del café modernista al bar cubista. En el café modernista había unas meretrices sentimentales y un poco gordas, como aquélla a quien Valle-Inclán convirtió en princesa de Caramán-Chimay, casándola con el maharajá correspondiente. En los bares pre/post cubistas de Penagos había unas muchachas geométricas y efébicas con minifalda (siglos antes de Mary Quant) y medias "joyantes", según la adjetivación de Pedro Mata. En los cafés modernistas todavía se discute al difunto Rubén y en los bares americanos se recita ya a Apollinaire: "Del rojo al verde / todo el amarillo se muere".
La comercialización de jazz, en América (como en España la del flamenco), había sido, aparte una operación mercantil, la manera de ahogar en dinero, para unos cuantos, el lamento de unas razas marginadas. Así como luego se hablaría del "peligro amarillo", entonces se hablaba del peligro negro, que Senghor y Sartre aún no habían llamado "negritud". Y este principio se conjura mediante la sacralización suntuaria del negro, desde sus orgasmos mentales a su elegancia de cabaret. (Del mismo modo que, en los 60, Tom Wolfe conjura el black power como "izquierda exquisita"). El último playboy romántico había sido Stendhal, cuyo verdadero oficio era Mevar el chal" a las contesinas italianas, en la ópera: la literatura, en él, no era más que una coartada. El primer playboy del siglo XX ya no es "rojo y negro", sino solamente negro. Las elegantes de Paris llevaban un acompañante negro como llevaban un galgo afgano. Las cajas de colorete de mis tías tenían una tapa ilustrada en la que se veía una elegante de Pepito Zamora arropada por un negro de smoking, con fondo de Torre Eiffel. Aquellas cajas de colorete a mí me hicieron mucho daño, no porque me echase los polvos, que nunca fuí un niño travestí, sino porque el dibujo de la tapadera me convirtió en un croniqueur nato o precoz. Y el gran mundo siempre nos hace pequeños. Nunca se sabia cuál era la relación que la elegante tenía con el galgo afgano, aunque podía suponerse. Lo que nadie se atrevía a suponer era la relación que podía tener con el negro. Marinetti, Apollinaire y Antonio de Obregón, en Madrid, quisieron hacer una literatura equivalente al claque y el jazz de los negros, pero no era lo mismo. Hasta el gran Francisco Ayala hizo vanguardia. Las meretrices francesas enseñaron algunos pecados a los señoritos madrileños, pero no consiguieron educar a las meretrices españolas, ni suavizarles el maquillaje, pues nuestras meretrices eran sólo un punto menos sensibles que las mulas que vendíamos a Francia, y todas querían parecerse al modelo de puta de don José Gutiérrez Solana, aunque nunca hubiesen visto un cuadro del genial paleto santanderino, que los tenía debajo de la cama, enrollados como persianas.
Alguien dijo la frase definitiva sobre Solana: "Es un Picasso que no ha salido de Madrid". Pero todo el mundo, y sobre todo mis queridos pornos, habían aprendido a decir y escribir cocotte, así como otras palabras francesas sueltas, que trufaban de paulmorandismo las novelas mondaines. Y es que el francés fué el primer cuarto de siglo lo que Lázaro Carreter ha explicado que fuera el latín al siglo XVIII: una reminiscencia ilustre y redicha que se resistía a morir, y que no hacía sino estorbar el desarrollo de las lenguas vernáculas. La meretriz española había perdido este hermoso nombre y condición medieval/renacentista (la condición es el nombre), para quedarse en puta, que es como la llama ya el propio Rojas. Con la guerra del 14 pudo estilizarse en cocotte, pero era, ya está dicho, reacia como una mula. Como una mula, encima, que tomase cocaína. Otro intelectual que nos trajo la guerra o su resaca fué el conde de Keyserling, que era un poco conde de opereta y filósofo de ópera. España se benefició de la guerra sin haberla sufrido. Los felices y turbulentos veintes de la postguerra nos llegaron como un viento húmedo y perfumado de París, y eran, ya digo, una constante en la polvera de nuestras tías. De entonces data el creacionismo, el racionalismo arquitectónico de Madrid (Viaducto), la greguería, Buñuel y la generación del 27. El tejerazo de Primo de Rivera interrumpe todo esto con unas espuelas como unos asteriscos.
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