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Carta académica a Delibes

Hace unos días nos entregaban en Valladolid los premios de la Comunidad de Castilla y León de este año. Encargado de dar las gracias en nombre de los premiados, hice el elogio de mis tres compañeros, y al dirigirme a Miguel Delibes se me ocurrió que los dos somos miembros de la Real Academia Española, pero que las letras modernas separan a distancias enormes al que vive en el mundo de los hombres, y de él, de lo humano, saca la materia de su creación, y el que vive en una esfera no primaria del mundo de las letras, la de los libros.Se ha planteado, incluso ante el público, el problema de los creadores. Y es cierto que quizá en la Academia hay una discrepancia latente en el aprecio de poetas y prosistas, de un lado, y de filólogos o lo que llamamos técnicos, del otro.

Tener que hacer el elogio de mi admirado amigo Delibes me llevó a releer páginas suyas. Las Ciencias Sociales y de la Comunicación, por cuyo motivo me premiaron, me han alejado sin duda de esas tiernas y humanas pequeñeces, tan primarias e importantes, pues, ¿qué es la vida sino la suma de sufrimientos y alegrías, los estremecimientos y la normal circulación de la sangre de esas humildes criaturas de su novela La hoja roja, la Desi, la criada, o el pobre viejo Eloy, con su jubilación en la oficina municipal y su encogimiento y tristeza?

En la esfera de las gramáticas, de los diccionarios, y no digamos de la historia de las ideas, ¿dónde colocar aquel tierno episodio de los abuelos del Nini en Las ratas? El abuelo Román, acechador de liebres, gran estudioso de la vida y hábitos de los animales, "se rapó las barbas y enfermó". Y "a la abuela Iluminada, que le velaba cada noche en la cueva, la encontraron tiesa un amanecer, sentada en el tajuelo, sin descomponer el gesto ni la figura, tal como dormida... Al llegar a la cueva el carro de la Simeona con el ataúd, el abuelo Román había muerto también, y hubo necesidad de bajar por otro. El borrico de la Simeona arrastraba alegremente los dos féretros cárcava abajo, pero al llegar al puentecillo la rueda izquierda se hundió en una de las juntas y cayó al río. El ataúd de la abuela Iluminada se abrió entonces y ella apareció mirándoles tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo. Pero allí, dentro del cajón, flotando en las sucias aguas, parecía una mujer en conserva. La señora Clo, la del estanco, decía que a la Iluminada, hecha a vivir bajo tierra, la muerte no la espantaba...".

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¿Observación? No, no es observación como la del gramático o el lexicógrafo, ente científico que está más cerca de nuestro premio de Química Joaquín de Pascual. ¿Cuándo tiene tiempo un escritor, que además lleva una vida profesional y familiar y ciudadana, de observar lo que los científicos captan a fuerza de horas de atención y estudio? No es observación. Los fundadores de la teoría de la literatura, Aristóteles en primer lugar, llamaban a esto, que es la base y comienzo de la creación literaría, no obser vación, sino mímesis, es decir, imitación. Imitación que es crea ción de otra realidad, invención. A esa media página admirable que he transcrito no ha precedido largo estudio, ni acopio de datos ni observación minuciosa, sino intuición. El escritor, que es en este caso cazador, en sus recorridos por el campo y los pueblos ha ido viendo, oyendo, registrando en su memoria gentes, animales, paisajes, sonidos de campanas, palabras, expresiones, pero ante todo se ha dedicado a cazar -sin dejar de tener una mirada de suprema comprensión, compasión, para tantos pobres humanos, unas veces humildes, otras, pequeños o grandes tiranos, y ha hecho, además, sobre ello su crítica social; en suma, ha imitado, ha creado un mundo, y lo ha valorado.

Desde la ladera del observador mínucioso y científico, y limitado, al expresar a mi compañero de Academia mi admiración por su labor de creador, que comprendo muy bien, aprovecharé la ocasión para explicar el caso de quienes trabajamos en el idioma como lexicógrafos y gramáticos.

Cuando se crearon las academias, los escritores, en cuanto preceptistas empapados de retórica y poética y de versos latinos, no estaban tan lejos del que cuida del idioma como concedor de las causas de sus cambios, medidor de la velocidad de sus innovaciones, descubridor de las fisuras que, como en las viejas catedrales, comprometen los arbotantes, las bóvedas y, a veces hasta los pilares mismos del idioma.

Desde el siglo XVIII las academias como la nuestra, la española, que cuidaban de la lengua y consideraban gala de la misma a los grandes escritores, han visto crecer la tensión entre el quehacer de componer diccionarios y gramáticas, ejercer una cierta direccion y vigilancia del idioma, y el de representar en su seno con fidelidad el Parnaso vivo de la literatura. La que sirvió de modelo para la creación de la nuestra, la academia francesa, hace ya mucho que renuncíó a la tarea de cuidar de la lengua. Grandes empresas editoriales sirven a la lengua con sus diccionarios. Y la norma gramatical es también íniciativa de profesores y redactores de revistas editadas por empresas libreras.

Pero nuestra academia no es sólo la delegación del Parnaso (nunca completo) de poetas, novelistas, dramaturgos. Sigue trabajando en su diccionario usual, no superado y con un cierto valor normativo, y sirve, además, al público con su más abierto y libre diccionario manual, y trabaja en un monumental diccionario histórico. Hace unos años lanzó a la publicidad un Esbozo de gramática, que por ahora remata la larga serie de ediciones de la llamada gramática oficial. No es inmodestia repetir que estas gramáticas, que reflejaron, sin comprometerse con teorías siempre personales, los cambios y progresos de la lingüística durante dos siglos, representan, como el diccionario en lo suyo, algo que no ha sido superado. Han sido en cada momento, aunque tengan sus limitaciones y defectos humanos, la mejor gramática y el mejor diccionario. Ahora mismo el Esbozo es la gramática más autorizada, digna de sus antecesoras, pero mucho más moderna, más abierta, y por primera vez no fijada en la lengua clásica, sino en la actual, tal cual vive en España y en América.

¿No merece esto que pensemos que la Real Academia, Parnaso y a la vez cuidadora del idioma, debe mantener todavía la colaboración entre creadores y filólogos, entre los que cuidan de la tradición del idioma y los que con su talento lo actualizan y rejuvenecen?

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