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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Las libertades públicas

El presidente del Gobierno ha afirmado que está orgulloso de que ésta sea la época de mayores libertades públicas que ha tenido la sociedad española. Es una afirmación histórica, una afirmación importante, que tiene por de pronto un alto índice de peligrosidad. Ese género de autocomplacencia y de satisfacción puede y suele derivar fácilmente hacia el conformismo en una materia cuyo límite de progreso debe ser el infinito y hacer olvidar que "los males de la democracia sólo se corrigen de una forma: más democracia". Es, al propio tiempo, una afirmación que tiene que contrastarse con otra afirmación también generalizada que mantiene justamente lo contrario: en ningún otro tiempo de esta época democrática hubo menos libertades públicas. Es imaginable que existan también posiciones intermedias, pero por el momento -y eso es inquietante- las actitudes se han radicalizado, y no es previsible que se moderen a corto plazo. Es bueno, en todo caso, que se haya abierto el debate público y que cada uno aporte sus reflexiones.Quiero empezar diciendo, con el máximo respeto a las demás ideologías, que el liberalismo tiene una especial sensibilidad en estas cuestiones. Hemos afirmado hasta la saciedad que toda forma de concentración de poder es peligrosa per se porque es prácticamente inevitable que la consecuencia in mediata sea el abuso del poder. Conocemos además que el exceso de poder tiene una dinámica de aplicación progresiva y extensiva que los propios detentadores del poder inicial, aun operando con un alto sentido ético, son incapaces de detectar y, en su consecuencia, de rectificar. Partiendo de estas bases, es difícil evitar la conclusión de que en la situación presente corremos un riesgo cierto de que el poder, obtenido democráticamente por los socialistas, no sea ejercido democráticamente.

Hagamos un resumen de la situación. El poder ejecutivo controla ya sin reservas ni pudores al poder legislativo, y entre ambos están dando síntomas evidentes de querer influenciar de una manera decisiva la estructura y el comportamiento del poder judicial. Desde una concepción liberal, la situación, por las razones expuestas, es preocupante en grado extremo. Los socialistas, por el contrario, no se han inmutado demasiado ante este fenómeno, porque el socialismo clásico nunca ha asumido la división de poderes como una garantía de las libertades, y sí más bien como un formulismo más de la democracia burguesa. Ese desdén hacia la formulación de Montesquieu es un reflejo condicionado de una concepción ideológica que ve en la concentración de poderes y en la detentación de los mismos el mecanismo necesario para alcanzar primero la igualdad social y después la libertad colectiva. Es una actitud que reflejó admirablemente Darendorf en un artículo publicado hace unos meses en EL PAIS: "Aunque hay socialistas hoy que dicen creer en la descentralización y, en este sentido, en la restricción de los poderes y de las actividades del Estado, me parece, sin embargo, que uno de los rasgos más característicos de todos los socialistas, más o menos socialdemócratas, ha sido siempre y es todavía la convicción íntima de que un Gobierno de buena voluntad es capaz de hacerlo mejor que las organizaciones autónomas, que las instituciones, que los grupos, que las comunidades de ciudadanos libres".

Otros poderes

El problema, sin embargo, no acaba ahí. El PSOE, además de los poderes clásicos, tiene una serie de poderes derivados y de poderes fácticos que, en términos de riesgo de abuso, siempre desde una óptica liberal, pueden ser aún más peligrosos. El PSOE tiene un alto grado de poder autonómico, un extenso poder municipal, un poder cultural que no se limita al poder televisivo, un creciente poder económico, y todo indica que aspiran al poder administrativo absoluto, a un poder sindical más completo, al terrorífico e inquietante poder informático, del que hablaré después, e incluso al poder deportivo y cualesquiera otros, poderes, aun minúsculos, con ánimo de lograr una sensación divina, o sea, de omnipotencia y de eternidad, quizá pensando que el miedo al Poder, en una sociedad que aún tiene un alto grado de oficialismo, es el arma más eficaz para asegurar el mantenimiento del poder.Negar categóricamente que en la situación española está sucediendo algo o mucho de todo lo descrito sería poner puertas al campo. Es una sensación que está ahí, en el sentido sartriano de la expresión, y que paulatinamente va objetivándose y creciendo. El socialismo español, lo acepte o no, tiene en su seno esa convicción íntima a que aludía Darendorf, y desde ella está desarrollando una ética, lógica en su origen y peculiar en la forma, de la que derivan argumentos o justificaciones como los siguientes: hubo una serie de clases o estamentos privilegiados y protegidos durante la época anterior que no aceptan su desplazamiento. No se pueden comparar algunas inevitables desviaciones de poder con situaciones anteriores de abuso. Todos los Gobiernos ejercen alguna forma de nepotismo y de sectarismo. Muchas veces la sensación de presión o inseguridad es puramente subjetiva y responde a sentimientos de culpabilidad. Bastante poco hemos hecho: 10 millones de votos y 202 escaños nos daban y nos dan un derecho objetivo a un proceso de ruptura más profundo. Nosotros hemos venido a corregir las desigualdades, no a institucionalizarlas, y eso es más importante que algunos formalismos. El exceso de sensibilidad jurídica casi siempre oculta un déficit de sensibilidad social.

Es posible que este análisis, aunque ha intentado ser objetivo, sea exagerado, y es seguro que dentro del mundo socialista existen muchas personas a quienes inquieta una posible evolución hacia el poder total y han demostrado con hechos su capacidad de respuesta ante situaciones de prepotencia o abuso. Pero aunque sólo sea por si acaso y aunque el riesgo sea mínimo, convendría que en un asunto de esta trascendencia las fuerzas políticas y las instituciones ciudadanas llegaran a algún tipo de pacto o consenso que devolviera o reafirmara a la sociedad española en su conjunto una confianza plena en una interpretación no sectaria de las libertades públicas.

El poder informático

Al margen de ese posible consenso, el PSOE debe completar con urgencia el marco de las garantías jurídicas, y entre ellas, y muy especialmente, la que se contiene en el artículo 18.4 de nuestra Constitución, en el que se establece que "la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos". Este tema, de permanente debate en Europa, no ha llegado aún a la opinión pública española, y sería peligroso que esta situación continuara, porque ya empiezan a producirse casos de potencial abuso del poder. informático. Javier Moscoso, ministro de la Presidencia, afirmó en junio de 1984 que el anteproyecto de ley se elevaría con carácter inmediato al Consejo de Ministros, y que él confiaba en que tras su estudio se remitiría al Congreso "antes de que concluya este período de sesiones". Las cosas no han sucedido así, y ello es de lamentar, porque en el citado anteproyecto de ley se contenían limitaciones y derechos como los siguientes: se considerará intromisión ilegítima la elaboración informática tendente a definir perfiles psicológicos de las personas. Ninguna resolución administrativa podrá fundamentarse en la personalidad del interesado definida como resultado de un tratamiento automatizado de datos. No podrán ser objeto de tratamiento automatizado aquellos datos que se refieran al origen racial, a las opiniones políticas, religiosas u otras convicciones. Toda persona tendrá derecho a ser informada por el responsable de cualquier fichero acerca de los datos a ella referentes que obrasen en el mismo y asimismo a rectificar o a cancelar cualquier información inexacta.Proteger al individuo frente al poder informático sería un logro importante del Gobierno socialista y nos ayudaría a mantener vivo el ánimo de respuesta frente a cualquier situación de abuso, recordando las palabras de George Orwell cuando se le preguntó por la moraleja de su famosa obra: "La conclusión moral que debe obtenerse de esta peligrosa pesadilla es muy simple: no permitas que eso suceda. Depende de ti".

Antonio Garrigues es abogado y presidente del Partido Reformista Democrático.

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