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Sociedad democrática y teatro

JOSÉ MANUEL GARRIDOEl autor de este artículo propone al lector los que considera puntos básicos de la situación actual del teatro en las sociedades occidentales, donde, a su juicio, ha sido superada en este terreno la opción, que considera anacrónica, entre liberalis mo y estatalismo. El problema de la representación de los autores clásicos, la concepción del dramaturgo como parte del espectáculo y el desamparo social del actor profesional son, entre otros, aspectos de la necesidad de un teatro público.

Al margen de cualquier política de partido, una de las conquistas de las democracias occidentales ha sido, en las últimas decadas, la creciente consideración del teatro como actividad cultural básica. Y ello por diversas causas, entre las que podrían señalarse:

1. La necesidad de ensanchar la proyección social del teatro, tanto en términos de creación como de público. Un teatro subordinado a la oferta y la demanda tendía lógicamente, y dados sus costes, a servir a un solo sector de la sociedad. La democratización de la vida social conlleva, pues, el compromiso político de crear una serie de instrumentos que permitan hacer del teatro una expresión y un placer de las mayorías.

Esta democratización tenía que atender al nacimiento de una serie

de centros dramáticos, salas alternativas, giras subvencionadas, limitación de precios, que permitieran el acceso al teatro de sectores apartados hasta ahora de él por razones económicas y políticas.

2. Los términos económicos del teatro privado imponían unas condiciones de trabajo generalmente incompatibles con las grandes ideas teatrales del siglo XX. Una serie de directores había reflexionado sobre el desarrollo poético de las puestas en escena, y era obvio que sus planteamientos -a cuenta de la interpretación, la escenografía, los elementos técnicos de la sala o la oportunidad de contar con dramaturgos que trabajaran durante los ensayos- no cabían en la rutina del teatro privado, nacida, por lo demás, no de la libertad, sino de la necesidad de invertir el menor tiempo y el menor dinero posibles. El sentimiento, cada vez más generalizado, de que el teatro no era la simple ilustración de un texto obligó a los Gobiernos a crear los instrumentos que pudieran responder a las nuevas exigencias.

3. Era obvio que si el público estaba constituido por un sector económicamente cualificado de la sociedad, con unos intereses y unos gustos determinados, los autores que escribieran obras ajenas a esa demanda estaban condenados a la marginación escénica.

En todo el teatro europeo -y también en el español- existe una serie d. autores que gozaron de gran prestigio entre las minorías cultas y que apenas estrenaron.

O que han sido reconocidos después de su muerte, simplemente porque en vida la ideología predominante del público de teatro -que no debe identificarse con la sociedad- ejerció una función altamente colectiva. Es lógico que los Gobiernos democráticos hayan pensado que convenía facilitar la relación entre los autores teóricamente incómodos o difíciles y la sociedad para evitar la repetición de tales fenómenos.

El problema de los clásicos

4. Un problema crucial era el de los llamados autores clásicos. El acercamiento a tales textos y su montaje exigía unos términos que escapaban por completo al teatro privado, lícitamente gobernado por el principio del beneficio económico.

El encarecimiento de los costes condujo al teatro privado a una paulatina simplificación material, incompatible con las características de la mayor parte de los textos clásicos.

Hubo, pues, que aceptar que la representación de los clásicos era, si se hacía con rigor, deficitaria, incluso llenando diariamente la sala. La conclusión era obvia. Si el teatro clásico constituía un patrimonio de la comunidad, si su presencia en los escenarios era deseable, el Estado tenía la obligación de crear las condiciones que permitieran su representación. De nuevo se imponía el principio de considerar una parte del teatro como servicio a la comunidad.

5. Durante años, la profesión teatral se ejercía no ya en circunstancias que difícilmente podían conducir a la creación artística, sino en penosas condiciones personales. El actor, muy lejos de esa supuesta libertad, ha sido una de las grandes víctimas sociales. El sustento era su ley, y sólo unos pocos consiguieron mantener una mínima fidelidad a su vocación artística. Durante décadas han tenido que servir a unos cuantos divos y a media docena de empresarios; han llegado a hacer tres funciones diarias; a aprenderse papeles en 48 horas; a sufrir renovadas muestras de menosprecio.

Ciertamente, unos pocos nombres han estado por encima de esta realidad. Pero, en términos generales, la profesión teatral -y en España muy especialmente, como ya decía Galdós- se ha sentido totalmente olvidada por el Poder, que ha tendido a ver en el teatro antes una diversión tolerada que un hecho cultural. Durante los años del "liberalismo teatral franquista" fue habitual escuchar en los congresos internacionales que el Estado, español era uno de los últimos en la atención económica al teatro. Es, pues, del todo justo que nuestra realidad democrática conlleve el ajuste a los criterios que prevalecen en Occidente, dignificando al actor no a través de teóricas libertades, sino otorgándole los medios que le permitan vivir y trabajar con dignidad.

Tres puntos estaban, pues, en el centro del debate: había que defender la libertad del autor sin tener que someterse a la demanda de un sector ideológicamente cualificado; había que defender la libertad de toda esa otra sociedad, separada del hecho teatral; había que de fender la libertad creadora y la dignidad personal de quienes hacían el teatro. Tres libertades que chocaban, en el campo concreto del teatro, con un supuesto liberalismo férreamente regido por las posibilidades económicas de sectores determinados. Había que abrir vías de comunicación entre el teatro y el conjunto de la sociedad, a sabiendas de que se ponía en marcha un instrumental nuevo, cuyo sentido democrático estaba más, allá de la política de partidos.

Cada equipo de gobierno tiene su programa, y por eso se le elige. Pero en todo Occidente, al margen de la singularidad de los distintos Gobiernos, existe ya un fondo de ideas compartidas, un diálogo entre la profesión teatral y el poder político, un análisis crítico de los aciertos y de los errores que permiten hablar de una cierta identificación entre sociedad y público, cosa que aquí, como han dicho nuestros más ilustres autores de las generaciones del 98 o del 27, no ha existido desde hace mucho tiempo. Es un honor para la Administración socialista abordar el tema a través de una disposición que si no tiene un rango de ley es precisamente porque su novedad conlleva un margen de experimentación.

No queremos ser tutores ni censores, sino simplemente responsables de la gestión de un dinero público que es como decir del empleo de ese dinero en un servicio que va realmente al público. Y vamos a hacerlo con la colaboración de los profesionales que quieran unirse en esta tarea; vamos a corregir cuanto deba ser corregido; vamos a crear los instrumentos críticos pertinentes, a los que seremos los primeros en someternos. Vamos a ver si contribuimos a salir de ese anacronismo político que supone creer que no hay más opción que el estatalismo o el liberalismo.

El Estado interviene

El Estado interviene siempre, lo diga o no, con su permisibilidad, su intolerancia o su apoyo; la estructura social da a la palabra libertad, contenidos muy diversos; nosotros queremos asumir esa realidad y, eludiendo cualquiera de los dos términos, favorecer, como ocurre en Occidente, el encuentro entre los hombres de teatro y la totalidad de la sociedad, apoyando, con todos sus riesgos, a quienes, en la opinión general expresada en los consejos asesores, conciben el teatro como una creación libre, responsable y solidaria.

Ésa es la filosofía de nuestra disposición, que no en balde se centra en la triple idea de la existencia de un teatro privado, cuya reducción de impuestos va a resultar prácticamente un 50% de los que paga, un teatro público y un teatro concertado, con sus diversas modalidades, que afectan a las salas y a las compañías; esta modalidad, basada en un acuerdo entre el Estado y la profesión teatral. El que lo hagamos mejor o peor es otra cuestión. Para esto está la crítica y la voluntad de corregir los errores.

Se trata ahora de salir del vacío o del viejo proteccionismo personal para poner en marcha una serie de normas objetivas en las que la profesión teatral y los intereses sociales tienen su papel, y también, cómo no, la responsabilidad y el criterio de quienes no conforman -y esto se olvida aquí a menudo- un poder autocrático, sino una expresión de lo que aún sigue llamándose la soberanía popular.

es director del Instituto de Artes Escénicas y de la Música.

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