Un caudal de sangre brava,
Plaza de Las Ventas. 6 de junio. 24ª corrida de feria. .Toros de Hermanos Fraile, con trapío y casta.
Roberto Domínguez: estocada corta perpendicular delantera a toro arrancado (pitos); estocada corta atravesada y baja (ovación y salida al tercio); dos pinchazos y estocada ladeada (divisón cuando saluda). José Luis Palomar: seis pinchazos; la presidencia le perdonó un aviso (algunos pitos); estocada trasera y cinco descabellos (silencio). Tomás Campuzano: estocada tendida ladeada y nueve descabellos (palmas); pasó a la enfermería con fractura de un dedo.
Los encastados toros de Fraile regaban con su sangre la arena y era un despilfarro lamentable. Esa sangre debió servir para transfundirla a otros toros de condición ovejuna que sin ningún derecho saltan a los ruedos. Los toros de Fraile tenían casta y el caudal de sangre que borbotaba de los dos primeros llevaba en sus genes la bravura mítica del toro de lidia.Salieron fuertes esos toros, uno hirió un caballo y, como siempre ocurre en esta plaza cuando un caballo cae herido, los demás toros ya no tuvieron fuerza. Este es el gran misterio de Las Ventas. Qué razón hay para que cada vez que un toro hiere un caballo, el resto de sus hermanos salga de los chiqueros tullido, cuando no bostezando, es inextrincable arcano. Por los corrales debe habitar un ente inconsútil, quizá el fantasma de la ópera, en este caso el espíritu de un equino trágicamente caído en el fragor de la lidia, que desde el ultramundo protege a los de su raza.
Al presidente de las corridas se le podría preguntar, por supuesto mediante instancia y póliza de diez duros -¡es una autoridad!- pero hay pocas esperanzas de que atienda la súplica, pues da la sensación de que su mente también permanece en el ultramundo, mientras ejercita de Don Tancredo, que es su pasión. Toro tarado que salía ayer, no lo veía, o si lo veía no hacía ni caso. La suerte del Don Tancredo requiere concentración máxima, inmovilidad absoluta, y no podía descomponerla, por mucho que le gritara la afición que debía cumplir con su deber de presidente o abandonar el palco.
La bravura de los dos primeros argumentó la lidia. Tenían trapío, seriedad en la cara, fuerza, y se arrancaban de largo a los artefactos de picar, donde recargaban metiendo los riñones. El primero fue el que hirió al caballo. A cambio se llevó en los lomos tres puyazos terribles, que no lograron abatirle, porque siguió embistiendo hasta el final. Roberto Domínguez lo toreó exclusivamente con la derecha y sin hondura. Citaba al hilo del pitón, marcaba el viaje hacia afuera y, naturalmente, el boyante animal allá se iba, distante, en de manda de un nuevo cite. Sin hondura, la ligazón tampoco se producía. Roberto Domínguez, una vez más, se dejaba ir sin torear un toro de bandera.
Tuvo fortuna con su lote, pues los otros dos que lidió también demostraron nobleza, además menos agresiva, porque ya sufrían los efectos del conjuro del fantasma de la ópera, es decir, del espíritu del corral. Con ambos expuso la finura de estilo que le caracteriza aunque, de nuevo, sin profundizar las suertes, sin ligar los pases. Roberto Domínguez es torero, seguramente un buen torero, y posee una personalidad definida. Ahora bien, acentúa tanto los rasgos de su personalidad que se caricaturiza, mientras los toros buenos se le van al desolladero sin torear de verdad.
El individuo del castoreño que llaman El Moreno barrenó las espaldas del segundo con grosera saña. Este toro, más que ninguno, perdía su caudal de sangre brava a chorros e iba dejando un espeso reguero en la arena. José Luis Palomar empleó muchísimo tiempo en prender con vulgaridad dos pares y medio de banderillas, y con la muleta estuvo premioso, indeciso, dando lugar a que el toro acabara por desangrarse del todo. La fuerza se le escapaba al bravo toro por los horribles boquetes, mas no la casta, que pregonaba con su embestida franca, su fijeza en los engaños, su obstinación en no rendir pelea, a pesar de que estaba herido de muerte.
El presidente entraba en pleno éxtasis dontancredista cuando el público le señalaba airadamente los pitones escobillados del quinto toro. No sólo tenía los pitones escobillados, sino que el individuo del castoreño llamado El Mozo le trituraba el espinazo y, a manera de guinda, le horadaba el riñón. Roto el toro, Palomar le trapaceó la cara desde prudente distancia, a reserva de posibles complicaciones. Acaso Palomar abrigue el íntimo propósito de convertirse en el Curro de Soria.
El tercero salió manso y le dieron lidia infame. Las pasadas en falso de los banderilleros, los desordenados capotazos de los peones, descompusieron su nobleza y acabó desarrollando sentido. Tomás Campuzano respondió al peligro con vergüenza torera. Aguantó tarascadas, se ciñó en redondos y no se le podía pedir mayor entrega. Durante la faena se lesionó una mano. Esta mala suerte le privó de torear el sexto, un toro noble, caudal de sangre brava, que saldría conjurado por el espíritu del corral, para que allí hubiera paz y después gloria. Claro que gloria no hubo; ninguna.
Babelia
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