La fiesta de las tres virtudes esenciales
Allí donde se celebre una corrida se cumplirá un rito democrático. Siempre. Tal es la fiesta en sí, esencial y ritual, mágico tejido dialéctico entre varios actores: el toro, los toreros, los aficionados y el público.No existe espectáculo alguno donde los asistentes tengan tanto poder de decisión, mediante sufragio, sobre el resultado del acontecimiento y, por ende, sobre la felicidad y el porvenir de los toreros, empresarios, ganaderos, etcétera. El público habrá manifestado varias veces su opinión, o mejor dicho, su sentimiento. Por los medios más naturales de comunicación habrá estimado al toro y evaluado cada puyazo, cada par de banderillas, cada lance. Y al final deberá decidir con su voto-pañuelo cuál ha de ser el broche de la fiesta. Un señor-presidente, expresa y reglamentariamente mandatado para hacer cumplir la voluntad popular, habrá de apreciar el resultado de la votación y ejecutarlo. Recuérdese bien que la decisión, tomada más frecuentemente por mayoría que por unanimidad, afectará tanto al toro, al que puede llegar a salvarle la vida, como al torero, cuya vida económica y profesional dependerá en gran parte de esas votaciones populares.
Como en todo mecanismo democrático, existen varios riesgos. En primer lugar el presidente puede interpretar fatal la voluntad del público. Pero en la votación fundamental, la última, el premio al torero, los desaguisados presidenciales tienen arreglo democrático. Y si el hombre del palco fue cicatero se hará que el torero dé una o dos vueltas al ruedo. Nada se opondrá a esa decisión popular. Si acaso fue generoso en exceso (¡ay de aquel rabo!), los pitos, chuflas y- broncazos populares pondrán las cosas en su sitio.
Otro riesgo mayor es el consustancial al sistema democrático. Es evidente que el pañuelo del notario en barrera pesará tanto como el del peón caminero, que el aplauso del taurófilo de 20 años sonará tanto como el de la joven turista que pisa plaza por vez primera, y así sucesivamente. Y así ha de ser. Porque en los toros, como en el arte, y como en el arte de vivir en sociedad, nunca ha de pesar más en las decisiones fundamentales lo que se sepa, la técnica que se domine, que lo que se sienta.
Y en el sentir, un hombre es un voto; y en los toros, un pañuelo. Ello ha hecho que en algunas épocas público y aficionados se divorciasen del todo. Se nos antoja que los aficionados de ciertas épocas no muy lejanas padecíamos la angustia de Galileo. Ante la proliferación de moruchos indecorosos y de la barbarie afeitadora, época de descubierto turismo y de chotillos, de España diferente y de raspas renqueantes, gritábamos: "No es eso, no es eso". Pero el público llenaba las plazas y a éstas, de pañuelos, creaba ídolos, se olvidaba del verdadero toro.
Cuando Galileo sabía que la Tierra era redonda, cualquier votación popular la hubiese decretado plana. Pero la grandeza del mecanismo democrático es que, al no silenciarse ninguna voz, la razón se termina imponiendo con el tiempo. Galileo pudo decir su idea. Y la Tierra terminó siendo redonda. Y ha vuelto el toro.
Pero a esta virtud democrática de la corrida la acompañan otras dos que la hacen grande y diferente: la fiesta es participativa y es solidaria. La participación del público es total e indispensable. Éste habrá decidido si el toro sirve o ha de ser devuelto. (¿Se imaginan ustedes un melómano cambiándole el violín al virtuoso?) Si el caballo ha de recibir más acá o más allá, si el toro está bien cuadrado y mil aspectos más. Porque ahí reside una de las grandezas de la fiesta, no es de extrañar que exijamos participación en la estructura formal que se superpone a lo esencial. Y ahí está el reglamento, los derechos laborales de esos excelentes toreros que se visten de plata.
Pero volvamos a la fiesta. Ella toda es un acto de solidaridad humana, de compenetración profunda con unos hombres que hacen su profesión del burlar la muerte y el vencer a la naturaleza. En 10 minutos toda la fábula de la vida. ¡Cada uno a la búsqueda del arte espontáneo y efimero. Y todo el público estará con él, siempre y cuando respete al toro y le asegure una muerte digna. No hay competencia, no hay banderías, no hay el apoyo de unos hombres contra otros. Todo el mundo se solidariza con el torero y espera esa chispa de magia que va a trascender a los actores, toro y torero, para convertirse en arte. ¡Ojalá salga el toro indultado y el matador por la puerta grande!
Enrique Calvet es asesor económico de UGT
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