España negra, ópera negra
La historia es una cosa, el arte dramático otra. Cuando Schiller y luego Verdi se ocuparon de la leyenda de Felipe II y del príncipe don Carlos, lo que les importaba eran sus propios tiranos y la forma de denunciarlos mediante una parábola, y eligieron la muy famosa de Felipe II y la España negra, como eligieron otras muchas en sus obras. Por otra parte, la historia del adulterio casi incestuoso y de la muerte del príncipe circuló abundantemente por Madrid, lo cual no es una garantía de veracidad, pero sí una fuente española y de su actualidad. Hay otros muchos testimonios de la insania mental del príncipe Carlos y de su desdichado final... La idea, la de una España negra, no parece que ha de combatirse negando que existiera, porque sí existía, y abundantemente lóbrega, sino oponiendo la realidad de una España esclarecida, como la que podía representar don Carlos y aun el dudoso marqués de Posa.Lluís Pasqual y Fabiá Puigserver han entendido literalmente la España negra: negros son los decorados, y negros son los vestidos. Hay la misma pobreza de imaginación en seguir la literalidad de la metáfora como en oponerse a ella a toda costa. Las luces frontales casi no existen: van de dentro a afuera y ofrecen contraluz y claroscuros. Hay una inmovilidad en los personajes: parecen figuras de cera, y apenas se conmueven en las escenas pasionales. Pero hay momentos de gran belleza plástica: la masa del coro en el auto de fe -escamoteado: es una luz rojiza en el fondo-, o el calabozo del príncipe, o algunas figuras episódicas, y muchas composiciones de personajes, dentro de las servidumbres inevitables de la ópera y de los insalvables aspectos de los cantantes; figurinistas y director tienden muchas veces a cosificarlos, sobre todo a las mujeres. La rigidez, la frialdad contrastan con lo cálido de la música dramática -la princesa de Éboli marcándose unas seguidillas en el monasterio de Yuste es algo estremecedor, dentro de los ramalazos de mal gusto que podía tener el genio de Verdi-, y, sobre todo, la oscuridad y la negrura se van haciendo insoportables a lo largo de tres horas de espectáculo y cuatro de permanencia en el teatro. Obligan a una especie de atención vegetativa que se impone sobre la orquesta y las voces, y que llega a ser dolorosa.