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38º FESTIVAL DE CANNES

El final del certamen coincide con la venta a Cannon de la industria Gaumont de Italia

El ministro de Cultura francés, Jack Lang, se ha encontrado un festival de Cannes que le recibía con escaso entusiasmo. Por un lado, los fotógrafos se declaraban en huelga, y los famosos han tenido que pasar la vergüenza de subir las escaleras del palacio sin que ningún objetivo profesional los observase; por otro, su llegada era saludada con un manifiesto de protesta dado a conocer por los trabajadores de la Gaumont italiana, empresa vendida a la Cannon, que ha optado por rescindir los contratos en vigor y reducir la plantilla. La Gaumont era uno de los pilares en que debía fundarse el futuro cine europeo.

Ese cine del que tanto habla Lang y del que iban a ser cabezas de cartel Francia e Italia, se evapora. La maniobra fracasó, las producciones de la Gaumont han cosechado repetidos fiascos y su circuito de salas de exhibición también sale a subasta, convirtiendo las grandes declaraciones de intenciones políticas en retórica vacía. Este ambiente de crisis es el que va a impregnar la clausura del festival. La resurreción de The Glenn Míller story es la de un cadáver poco exquisito. El filme de Anthony Mann, de 1954, no es un musical, sino un biopic patriótico hecho con habilidad y oficio pero sin un gramo de locura. Sólo la presencia de James Stewart y June Allyson es capaz de convertir una sesión de filmoteca en un espectáculo de entidad digno de las galas de la ciudad y de su récord de Rolls Royce por metro cuadrado.La competición se ha cerrado con el filme suizo Derborence, de Francis Reusser, un drama rural en el que la naturaleza es protagonista, humanizada o vista como diablo, pero siempre como reina de los destinos humanos. Justo antes de que se haga público el palmarés, conviene recordar que las favoritas son Mishima, por ser la cinta más innovadora y la única que corre el riesgo de atreverse a ser una película grande, de aquellas que cuentan cosas e inventan su forma; Coronel RedI, de Istvan Szabo, porque su academicismo moderno corresponde a la idea tópica que se tiene del cine que compagina cultura y espectáculo.

También Detective, de Jean-Luc Godard, porque aun siendo un Godard menor es ingeniosa y brillante, y aporta una banda sonora formidable. Si no existieran Sauve qui peut (la vie) o Passion, Detective sería extraordinaria, pero así queda como una repetición en tono menor. Birdy, de Alan Parker, también tiene sus posibilidades porque está planteada como una obra abiertamente poética y con mensaje. Con menos esperanzas de figurar en el palmarés, pero con motivos suficientes para que el jurado también las tenga en cuenta, figuran Poulet au vinaigre, de Chabrol; Adieu Bonaparte, de Chahine, y Papá está de viaje de negocios, de Kusturica. Incluso Mask, de Bogdanovich, podría ser apreciada.

La lista de candidatas es, pues, extensa, prueba de la desorientación reinante y de la falta de unanimidad en torno a un producto indiscutible. Más que hablarse de hipotéticas ganadoras, lo que sirve para confeccionar la quiniela es descartar las que con toda seguridad no pueden ser apreciadas por los hombres justos, presididos por Milos Forman, un cineasta cuyo Amadeus ganó los últimos oscars sin que ello sorprendiera a nadie.

Venza quien venza, Cannes 1985 habrá sido el año de Truffaut, pues el homenaje al cineasta desaparecido en el marco del festival que lo dio a conocer al mundo entero y promocionó internacionalmente la nouvelle vague, ha sido lo más emocionante del certamen. La familia Truffaut, es decir, los actores con los que él creó sus personajes y los técnicos con los que fabricó imágenes que ahora forman parte de la memoria colectiva, se reunieron otra vez en Cannes gracias al director muerto. Vivement Truffaut, montaje antológico de instantes truffautianos, es un símbolo claro de un cine ensimismado y que busca, en el enorme archivo visual constituido desde que los hermanos Lumiére patentaran el invento, lo que no sabe encontrar en la realidad.

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