Madrid, teatro del mundo
El mohicano de agresivo penacho y su colega de cabellera multicolor se juntan en la quermés de Las Vistillas con lo más granado de la after-movida de Recoletos. El ritmo lo marca una orquestina reciclada de rockeros talluditos que ocultan el rostro detrás de los altavoces cuando (gajes de la supervivencia) tienen que prestar sus facultades a la interpretación más o menos mecánica de un chotis.Dos pichis históricos, Celia, la esfinge secular, y Lina Morgan (Vaya par de gemelas), pregonera in pectore, se abrazan emotivamente en la casa de Abc, último reducto de las esencias castizas, órgano oficioso de una cultura popular que tiene en esta arqueología de la zarzuela su paradigma. A este abrazo legendario asisten como padrinos el humorista Antonio Mingote, el dibujante que mejor ha plasmado la geometría del botijo, y Pitita Ridruejo, la del perfil de hipotenusa que cantan los vates crepusculares.
Cabe todo en este Madrid que intenta captar la atención de los operadores turísticos de la new wave europea; capital de la alegría de Europa, según el bando del inefable alcalde, paradójico santón de las jóvenes hornadas, catedrático y propagandista de esa movida sobre la que se vuelcan ahora los patrones de la Prensa en technicolor que busca nuevos horizontes en este océano de potenciales consumidores más interesados en los bigudíes de Alaska que en las rutinarias vicisitudes de la crónica política.
Pan y circo, sexo, droga y rock and roll, pero también José Luis Perales y Rocío Jurado en un mano a mano de lujo entre la cortedad y el exceso, la sobriedad conquense y el torbellino de Chipiona. El Camarón al lado de Roy Hart, que enseñó el aullido primal a los sectores más inquietos de las catacumbas madrileñas, que aprendieron en los primeros setenta a gritar sin palabras para expresar su rebeldía sin que los censores pudieran hacer otra cosa que controlar el decibelio.
"Madrid, claro que sí". El eslogan con claras resonancias de sainete de Arniches destila castiza prosopopeya, afectación de pompa y vanidad, toque de autosuficiencia defensiva, casi a punto de convertirse en "Madrid, ¿pasa algo?". La rudeza del mensaje se compensa con el pluriforme grafismo de vanguardia; el teclado digital ha sustituido al manubrio del organillo, pero ambos procedimientos tecnológicos realizan el milagro de convertir en artistas por un rato a sus ejecutantes.
Todos son artistas en esta primavera urbana; la ciudad se refleja autosatisfecha en las aguas del Jordán-Manzanares, en el que cumplen con el rito iniciático del bautismo los nuevos madrileños, en el sentido pujoliano del término, venidos de muy lejos para venerar al ecológico patrón que en vida hacía brotar el agua de las piedras y desde el paraíso sigue prodigando sus regadíos con fidelidad y rigor. Sin enterarse de que sus otrora sedientos campos hace tiempo ya que se cubrieron de asfalto.
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