Concierto de poesía y pintura
En el acto convivial organizado en Madrid para presentar públicamente la novela -si novela es- que Pere Gimferrer había dedicado a una suntuosa evocación de los Fortuny, se me acercó -recuerdo- una agradable muchacha a inquirir de mí lo que el libro me había parecido. Le respondí poco más o menos que, a juicio mío, nadie a quien la literatura le gustase podía dejar de estimarlo. Mi casual interpelante resultó ser una periodista, según pude darme cuenta al encontrar reproducida en la Prensa de la mañana siguiente esa opinión que yo había emitido en la descuidada y sumaria improvisación de un intercambio social, copa en mano, y que leída en letras de molde podía sonar a trivialidad.Hubiera querido decir entonces que, entre la multitud de escritos que se publican bajo la pretensión de literatura, la prosa de Gimferrer es poesía, formulación ésta que -bien lo sé- resulta también sintética en exceso. Pero no me proponía valorar la obra -tarea de excesivo empeño-, sino tan sólo expresar la satisfacción por el deleite que su lectura me había producido, un deleite que se ha renovado en estos días, cuando he vuelto a tomarla entre manos, circunstancialmente movido por la exposición que reúne en Madrid las pinturas de la familia Madrazo, con la que estuvieron tan vinculados los Fortuny.
Me he detenido, en efecto, ante el retrato de Fortuny, que, con suntuosa puntualidad, describe Gimferrer de esta manera: "En la tela de Federico de Madrazo, Mariano Fortuny y Marsal tiene el pelo negro y lleva chaqueta negra; el cuello de la camisa es blanco, y lleva una cadenilla dorada de reloj en el chaleco. Mariano Fortuny y Marsal, desde dentro del cuadro, observa al espectador con la cabeza al sesgo. Tiene el pelo enmarañado por un viento poderoso e invisible; bajo el cuello, el lazo, ya casi rozando el marco de la pintura, es un buche bermejo, y un nubarrón de color amarillo, y una tempestad confusa de colores distintos en ignición". Haciendo pareja con ese retrato está el de la esposa del retratado e hija del retratista, Cecilia, hermoso objeto acariciado otras varias veces por los pinceles de su padre y descrita por nuestro novelista actual tal y como aparece en éste: "Cecilia de Madrazo, en París, hacia septiembre de 1867, tiene unos ojos sombríos y tiernos y un camafeo dorado en el seno, y una blusa blanca con puntillas, y un chal rojo con adornos verdes que le oculta los hombros, y un fulard negro ciñéndole el cuello. En los labios, en las mejillas, un toque mínimo y puro de color rosa". También he reparado con curiosidad, despierta en mí por la lectura del libro Fortuny, en el pequeño autorretrato del Madrazo apodado Coecó, una de las fascinantes figuras que habitan sus páginas.
Pero la coincidencia de una lectura reciente con esta exposición que acaba de inaugurarse bajo el epígrafe de Los Madrazo: una familia de artistas no ha hecho sino avivar en mi ánimo el interés que de cualquier manera hubiera tenido para mí el encontrar, reunidos en el bello edificio que aloja al Museo Municipal madrileño, los cuadros de una dinastía pictórica tan ligada a la vida española de siglo y medio, vida colectiva en la que la mía personal, tan dilatada ya, se encuentra inserta. Recorriendo las salas de la exposición he vuelto a contemplar obras que ya conocía, al lado de otras que nunca antes había tenido oportunidad de ver. Sin duda, existen muchas más que no habrán podido venir ajuntarse con ellas; y pienso, por ejemplo, en el gran retrato de un cierto antepasado mío en uniforme de gentilhombre de cámara de Isabel II, obra del más celebrado de los Madrazo, que debe de estar en posesión de parientes míos. Pero los muy numerosos que desde las paredes nos miran bastan para darle a uno la sensación, con sus fisonomías conocidas, de estar metido en pleno siglo XIX. Muchas caras conocidas, en efecto. Ahí está la bellísima poetisa Carolina Coronado, tras de cuya encantadora serenidad queremos vislumbrar su alucinante historia de necrofilia con los adorados cadáveres insepultos por los años de los años, y ahí la apasionada poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda, inteligente, valerosa y dramática; ahí Cá-
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novas del Castillo, el monstruo para sus admiradores, y monstruo también para quienes lo denigraban; el general Prim, el general Concha, el general Martínez Campos; Balmes; don Nicolás Salmerón, con la mirada intensísima de unos ojos alocados; el pintor Rosales, marcado por la tisis; la reina Isabel, su esposo don Francisquito de Asís...
Caras conocidas, sí; pero ¿de dónde conozco esas caras, yo que nací ya entrado el siglo XX? En mis Recuerdos y olvidos cuento cómo, en el tiempo de mi primera infancia, Melchor Fernández Almagro, Melchorito, chico entonces de unos 12 o 14 años, se pasaba en mi casa "las horas muertas tragándose los volúmenes de la colección encuadernada del Blanco y Negro y de otras revistas -Álbum Salón, La Ilustración Española y Americana- que recibía y conservaba mi familia. Pues bien, esos mismos tomos de revistas ilustradas fueron la ventana por donde yo también me asomé al pasado próximo, hojeándolos primero una vez y otra para entretenerme con las estampas, y deletreando luego, conforme podía, lo escrito al pie de las imágenes, fotografías o caricaturas cuyo sentido pedía, casi siempre en vano, que me explicaran los mayores. No eran cosas -me decían- que estuvieran al alcance de mi edad. Los Episodios nacionales de Galdós, que figuraban igualmente en nuestras estanterías domésticas, me aclararían más tarde, cuando fui capaz de leerlos, el significado de hechos, de situaciones, de frases que me habían intrigado y que no comprendía o sólo comprendía a medias. Ahora, en estos días de mi vejez, la exposición de los Madrazo viene a reunir, conciliados en fantasmagórica tertulia, a tantos y tantos personajes de aquella época. Y al pasarles revista echo de menos a mi amigo Fernández Almagro, que, con su curiosidad insaciable y asombrosa retentiva, conocía al detalle la sociedad del siglo XIX, no ya su Historia con mayúscula, sino la petite histoire, lo anecdótico y lo privado, la suerte de cada cua1,enlaces -y desenlaces- conyugales, parentescos, y gustaba de regalar, a quien quisiera seguir su nerviosa, atropellada elocución, con la crónica vivaz y pintoresca de aquel mundo pretérito. Lo evoco, y me lo imagino paseando conmigo por estas salas, deteniéndose ante éste o el otro cuadro y brindándome toda clase de precisiones particulares acerca de cada uno de los sujetos retratados en sus lienzos.
No son de muy alta calidad la mayor parte de esos lienzos; y ciertamente, en el desarrollo de la pintura universal no se encuentran nombres españoles imprescindibles para el lapso que discurre entre los hitos de Goya y Picasso. Pero no importa. Al pasarles revista, no sólo me deleitan varios de ellos con su delicada y, en ocasiones, perfecta ejecución, sino que -testimonio de un tiempo ido- me procuran en su conjunto la agridulce delicia del reencuentro.
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