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Un aristócrata de la escena

Era Míchael Redgrave demasiado teatral para dar enteramente su talla de actor en el cine; su arte interpretativo era, por otra parte, demasiado refinado para que los aires de la popularidad fueran respirables por él. Sus dotes, excepcionales, estallaban sobre un escenario, porque poseía, como pocos actores, el sentido de la distancia incorporado a la técnica de la proyección de la voz, que es una especie de instinto del actor teatral genuino: una capacidad para descubrir el lugar desde donde y el tono desde el que el actor puede dirigirse a una multitud de tal manera que cada uno de los individuos que componen esa multitud crea que sólo se dirige a él. Una forma peculiar de quietud dinámica o de energía estática, que en el caso de Redgrave se situaba en las proximidades del misterio, porque era de esos actores capaces de resolver a gritos una escena íntima y con murmullos una oración retórica.No obstante, alcanzó Redgrave interpretaciones brillantes en el cine, como la del filme inglés de Hitchcock The Lady Vanishes, que fue el que le dio a conocer en el mundo, y la de La versión Browning de Anthony Asquith, magistral. Sin embargo, creo que merece la pena recordarle, más que en estos personajes estelares, en algunas apariciones cortas en otros filmes, donde su rotunda manera de actuar elevaba violentamente, cómo si se tratara de un respingo, el nivel del relato y éste se encaramaba inesperadamente sobre alturas mayores, o al me nos distintas, que las buscadas por el propio realizador del filme. Tenía en estos casos Red grave el privilegio de los elegidos: ennoblecer la película escapándose de ella, imponer al filme, al menos mientras él estaba en la pantalla, sus propias reglas de juego. Sólo un dominador del escenario puede jugar y ganar una partida de esta especie, en la que el actor, que se mueve sobre la conciencia de su fragilidad, tiene todas las de perder.

Citaré tres filmes donde Redgrave alcanzó este raro don de presencia, no exenta de agresividad, pues era capaz de borrar de la pantalla toda huella que no fuese la suya. Uno es el filme del brasileño Alberto Cavalcanti Cuando muere el día, en el que Redgrave interpretó con recursos descaradamente histriónicos a un ventrílocuo loco. ¿Cómo neutralizar sobreactuando el peligro de la sobreactuación? La respuesta a esta paradoja es su aportación a este raro filme británico. Otro instante sin límites del actor fue su encarnación de Yeats en El jóven rebelde de Jack Cardiff. ¿Cómo expresar la intensidad interior mediante la agitación exterior? Véase su trabajo en este filme. El tercero es Suspense, de Jack Clayton, donde aparece en una sola escena, al comienzo, y esa su fugaz presencia es tan enérgica que gravita hipnóticamente sobre la totalidad del relato, como una sombra casi de orden causal.

Era Redgrave un aristócrata de la escena. La pantalla le venía estrecha. De ahí que la hiciera ensancharse, hasta romper sus límites.

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