Un Winchester en la trastienda
Siete hombres han muerto en Madrid desde el pasado verano por disparos de pequeños comerciantes
A. CASTILLA /J. VALENZUELA Cuando el juez le leyó el auto por el cual quedaba procesado por dos delitos de asesinato, Antón Luis Santiago Montoya, propietario del club Don Yo, dijo: "Que Dios os perdone". Que el dueño del club vaciara el cargador de un rifle contra dos jóvenes que le parecieron delincuentes no es sino un signo de los tiempos. Los pequeños industriales y comerciantes madrileños tienen miedo, se arman y en ocasiones abaten a delincuentes. Entonces los jueces se en cuentran en la tesitura de distinguir hasta dónde llega la legítima defensa y dónde comienza el homicidio. El último caso se produjo el pasado martes, cuando un estanquero abatió por la espalda a un joven que le había robado unos cartones de tabaco.
Al principio es el miedo. Lo tuvo Ignacio Loinaz en la madrugada del pasado 9 de diciembre, cuando tres hombres, arinados con una escopeta, un arma corta y un estilete, penetraron en su restaurante de la plaza de la Paja. Loinaz nunca olvidará el brillo de los recién recortados cañones de aquella escopeta que barría el local y apuntaba sucesivamente al dueño y a dos empleadas que se habían quedado hasta el cierre. El hombre no podía despegar su hiptonizada mirada de aquellos cañones. Hace un par de noches, lo dijo con absoluta expresividad: "Sabía que esa escopeta, ese trabuco, podía abrirme un agujero como un puño".El miedo a perder la caja y, tal vez, la vida; la sensación de que el pequeño industrial o comerciante está indefenso ante una turba de violentos toxicómanos que pueblan las calles de la ciudad están en el origen de esas reacciones de autodefensa que, desde el pasado verano hasta hoy, han provocado siete muertes en Madrid, siete hombres, delincuentes o tan sólo sospechosos de serlo, abatidos a tiros por joyeros, hosteleros o estanqueros. Cuando la policía presentó a Loinaz un álbuni con fotos de delincuentes para que identificara a los atracadores del restaurante Gure Etxea, no acertó ni a reconocer al hombre que había matado. "Es éste", le dijo al inspector, señalando un retrato. "Ese no puede ser", le respondió el funcionario. "Entonces no vale la pena seguir", remató Loinaz. Para él, "todos son iguales, con sus cazadoras negras, sus pelos desarreglados, sus barbitas".
Y después viene la sensación de humillación. El juez Andrés Martínez Arrieta, titular del Juzgado de Instrucción número 11, que esta semana ordenó el ingreso en prisión del estanquero Enrique Turégano -acusado de abafir por la espalda a unjoven que le había robado cuatro cartones de tabaco-, lo llama 9esión al honor, esa sensación de que violan tu persona y tus cosas, tu intimidad, que se siente cuando tiene que entregar la cartera, cuando descubre que letan robado el radiocasete del coche o le han forzado la puerta de su vivienda". Una sensación que el mismo juez tuvo el día que descubrió que habían robado en su piso, y de la que clice que "es más fuerte que la pérdida material que sufres".
Ignacio Loinaz sintió ese abrasador sentimiento cuando uno de los atracadores; cogió del pelo a una empleada y, la arrojó al suelo. El dueño del Gure Etxea se dirigía entonces a por la recaudación, seguido de cerca por un individuo armado con un estilete, y, al escuchar el grito de dolor de la mujer, "se me revolvió la sangre y empuñé el revólver que en aquellas fechas siempre llevaba al cinto, oculto por la chaqueta". El revólver Astra del calibre 38 escupió tres veces. Un proyectil alcanzó a José Luis Díaz Padrino en la mano y otro le entró por el octavo espacio intercostal izquierdo y salió por el cuarto espacio intercostal de la cara anterior del hemitórax derecho.
Desconcierto policial
El cuerpo humano tiene asombrosas reacciones. Mortalmente herido, el atracador del estilete, que había llegado a pinchar por dos veces el pecho del propietario del restaurante, aún tuvo fuerzas para salir a la calle y caminar unos pasos hasta derrumbarse. Javier Arribas, el joven que el pasado martes fue alcanzado por la espalda por una bala salida del revólver Astra del calibre 22 del estanquero, también corrió unos metros con un proyectil que le atravesaba el corazón. Corrió hasta caer muerto en un parque.
Ignacio Loinaz, procesado como presunto autor de un homicidio y en libertad bajo fianza de un millón de pesetas, no encuentra otra semejanza que ésa, el que los heridos siguieran huyendo, entre su caso y el ocurrido en la Ciudad de los Angeles. "Yo disparé a un individuo armado, en mi casa, en mi propia casa; y le alcancé en un costado, un tiro de abajo a arriba; y cuentan que el estanquero disparó en la calle y por la espalda a un tipo desarmado".
Pero hay otras similitudes. La actitud de la policía es una de ellas. Los funcionarios policiales se sintieron desconcertados en ambos casos, dudaban si presentar ante la opinión pública y la autoridad judicial a los autores de los disparos como presuntos autores de un delito o como víctimas de la mala fortuna, honrados ciudadanos que se habían autoprotegido de una peligrosa agresión. Y en ambos casos, jóvenes jueces de instrucción tuvieron que coger el toro por los cuernos, solicitar más pruebas, investigar personalmente en los lugares de los hechos, buscar testigos, interrogar largamente al hostelero y al estanquero, y adoptar medidas cautelares contra ellos.
Esas medidas, ingresos en prisión y procesamientos, no son populares, provocan quejas doloridas- entre familiares y amigos de los inculpados, entre sus compañeros de gremio, en determinados medios de comunicación. Antonio García Paredes, titular del Juzgado de Instrucción número 14, encajó editoriales de Prensa en las que se decía que con su actitud hacia Ignacio Loinaz "protegía al delincuente" y "trataba como un malhechor a una persona que había defendido su vida y su hacienda". García Paredes leía esas críticas y seguía adelante con su trabajo. "Se ha producido un hecho gravísimo, la muerte violenta de una persona, y hay que investigarla", decía.
Se empieza mascando pánico, se prosigue mordiendo el propio orgullo, y se puede acabar reaccionando con violencia, sobre todo si se tiene un arma de fuego a mano. Ignacio Loinaz la tenía; Enrique Turégano, también. Con sus oportunas licencias. Y los que no las tienen las solicitan a voz en grito. En febrero del pasado año, unos 100 comerciantes del barrio de Moratalaz dirigieron una petición colectiva al delegado del Gobierno en Madrid, José María Rodríguez Colorado, que respondió con un "no" rotundo. Colorado dijo entonces que no podía consentir que "Madrid se convierta en el salvaje Oeste".
Vació el cargador
Quien no tenía permiso de armas era Antón Luis Santiago Montoya, que, sin embargo, guardaba en el oficce del pub del que era propietario, llamado Don Yo y situado en la calle de Antonio López, en Carabanchel, un rifle Winchester 109 que le había pedido prestado a un tío suyo. "Por lo de los atracos", le dijo.
Dos meses después, Montoya, de complexión fuerte y tez morena, asistía, cabizbajo y como ausente, a la comunicación del auto por el que se le procesaba. Jacobo López Barja, titular del Juzgado de Instrucción número 15, en presencia del abogado del acusado, de la abogada de las víctimas y del secretario inició la lectura. Vino a contar lo que sigue.
A la 1.30 de la madrugada del domingo día 17 de julio pasado, José María Espino, Ramón Martín Reino, ambos de 30 años, y un tercer hombre, que lucía un tatuaje en los nudillos de la mano derecha con las iniciales L. V. E., llegaron al pub Don Yo con la intención de tomarse una copa. Los jóvenes pagaron su consumición mientras apuraban el último trago. El propietario, un poco molesto por la presencia de los muchachos, que, según dijo, habían increpado a algún cliente, despidió al poco público que quedaba y le dijo al camarero que se marchara porque era hora de cerrar. Acto seguido, se encaminó hacia el office, preparó el rifle, y lo escondió detrás de una puerta.
En la barra sólo quedaban los tres jóvenes. Uno de ellos avanzó hacia Montoya y le espetó: "Oye, tronco, nos darás unos taleguitos". La respuesta fueron cinco tiros de Winchester en el cuerpo. José María Espino cayó de bruces. Ramón Martín Reino salía en ese momento del servicio e inició una loca carrera hacia la puerta, al fondo del local, mal iluminado, alargado y estrecho. El dueño le persiguió y le vació el resto del cargador por la espalda, en el instante en que el fugitivo alcanzaba la salida. El tatuado había conseguido huir de una muerte segura, y nadie ha vuelto a saber nada de este tercer hombre, que según Antón Luis Santiago Montoya iba armado.
Cuando el juez acabó la lectura de estos hechos y comunicó al acusado que sería procesado por un delito de doble asesinato, éste -que al ser interrogado acerca de por qué disparó había respondido que se le nubló la mente-, levantó la cabeza y dijo en voz muy baja: "Que Dios os perdone". Instantes después era conducido a la prisión de Carabanchel, donde aún permanece en espera de juicio.
Antón Luis Santiago Montoya, que seguramente no ha oído hablar de Bernhard Goetz, más conocido como el vengador del metro de Nueva York, respondió de la misma forma que él a "la ola de criminalidad". La pasada Navidad, Goetz disparó contra cuatro jóvenes negros que le habían pedido cinco dólares (925 pesetas) en el metro neoyorquino. Incluso Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, afirmó esos días que "nuestra civilización se derrumbaría si la gente se tomase la justicia por su mano".
El bate de beisbol
Desencadenados, el miedo, la humillación y la violencia ciega provocan víctimas, algunas de las cuales sobreviven. Una de ellas, José María Magdalena, empleado de banca, de 23 años, sólo espera que se haga justicia, aunque aún no acierta a comprender cómo puede encontrarse en libertad bajo fianza de medio millón de pesetas José Silván, presunto homicida de su amigo José Ignacio Albizu, de 26 años.
Magdalena dificilmente podrá olvidar lo ocurrido la noche del 1 de octubre pasado, cuando ambos amigos penetraron en el bar La Seta, de la calle de Andrés Mellado, del que Silván es propietario. Tomaban unas cañas, discutieron con el dueño sobre si podían o no sacar los vasos a la calle, se excitaron, rompieron un cristal y emprendieron el regreso en moto a casa.
Cuando se encontraban a 400 metros del bar, parados en un semáforo, José Silván les alcanzó y les golpeó en la cabeza con un bate de béisbol. Un vecino trasladó a Albizu al hospital Clínico, donde falleció de traumatismo craneal. Magdalena sufrió heridas leves. Con una vida se pagó el cristal roto. El límite entre la legítima defensa y el homicidio es resbaladizo.
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