_
_
_
_
Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El médico, el paciente y la muerte

Un amigo que, a la edad de 55 años, se enteró de que iba a morir en pocos meses y que no quería convertirse en paciente, en el sentido de dejarse administrar su fallecer por la medicina como institución, anotó después de hablar con un médico muy preciado: "Rechaza la muerte como posibilidad ideada, considera el morir muy importante, un morir a conciencia. El paciente mismo debe aprenderlo; porque los médicos se arrugan ante ello". Y otra vez: "Puesto que la muerte existe, hay que frecuentar su trato y no creer que la vida la puede apartar".La muerte, que el médico combate según su mejor saber y conciencia (y el saber es hoy mucho), y cuya presencia constata antes o después, la muerte como el fin físico de un paciente, exitus, como el especialista la denomina asépticamente, es una cosa: se llega a la muerte que corresponde a la enfermedad o al accidente que se tiene. Una muerte inteligible, por así decirlo, inteligible a más tardar en la autopsia. Lo otro es la muerte ininteligible. Ya que hemos nacido una vez, ¿por qué hasta que nos reclamen? Muerte como lo sencillamente ininteligible.

¿A qué edad en mi infancia la he percibido por primera vez?: miré a la abuela en el ataúd sin miedo; por fin ya no tenía nada más que censurar en mí; la muerte de un pequeño animal doméstico que tenían los vecinos me dejó fuera de mí durante días. ¡Muerto! Si se ha muerto una persona a la que echaremos de menos, ¿por qué nos interesa sólo de pasada lo que médicamente ha conducido a su muerte, trombosis o uremia? Como hecho biológico, la muerte es algo trivial; confirma las leyes a que está sometida toda naturaleza, una confirmación de la ciencia de la naturaleza, y cuanto más grandiosa se desarrolle, más confirmaciones puede embolsar, pero ninguna revelación.

Son los mitos los que liberan a la muerte de la obscenidad, y sólo los mitos; no explican nada, pero hacen lo incomprensible íntimamente vivible. La muerte como hecho metafísico es lo otro, la muerte que no es sencillamente el fin de una decadencia prolongada; la muerte es desde el principio y sin fin. Mucho antes de que comprendamos que somos mortales, tenemos la experiencia del tiempo como pasajero, la vivencia muy temprana de que la vida siempre tiene una dirección de muerte. Sin esta experiencia no se plantearía la cuestión del sentido. Sin la cuestión del sentido, encuentre una respuesta o conduzca a la desesperación, el hombre no existe.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Ustedes han aprobado una serie de exámenes especializados yquisieran que para celebrar este día les felicite también un profano -como cliente potencial-; así he entendido yo la invitación. Un hombre viejo, por ejemplo. Les felicito. Mientras es sólo utna facultad la que examina, se es joven. Y yo les felicito porque ustedes, gracias a los exámenes aprobados, han recibido la autorización estatal para ayudarnos en nuestras necesidades biológicas médicamente, pues, según Francis Bacon: "Dividimos la Medicina en tres partes u oficios: pr:imero, la preservación de la salud; segundo, la cura de la enfermedad, y tercero, la prologación de la vida". Y a la tercera parte, la prolongación de la vida la fiama 1a más noble de todas'.

La esperanza de vida

Así, pues, de ayudar a morir ni una palabra... Bacon aún no conocía ninguna unidad de vigilancia intensiva. También Paracelso, que entendía nuestra existencia no sólo como terrena, califica como fin supremo de la medicina la prolongación de la vida corporal -aunque en un siglo en que pocos llegaban a los 50 años de vida, y apenas uno a la actual edad de jubilación-. Los progresos de la medicina desde entonces son milagrosos; al mismo tiempo nos parecen casi naturales. Si, por ejemplo, no hubiera radiograrías, ¿cuántos de nosotros estaríamos hoy sentados en esta aula? Con lo que no contaban Bacon y Paracelso es con la consecuencia: un sobreenvejecimiento de nuestra sociedad. Cuando cumplí 60 años leí que la esperanza media de vida en nuestra comarca era de unos 67 años; siete años más tarde leí que todavía no había llegado aún a la esperanza media de vida. Creo que no la he sobrepasado hasta hace poco. Pero más terrible que la estadística, porque son más gráficos, son los asilos de ancianos, incluso los inejores. ¿Qué quiere decir allí esperanza de vida? Cada vez hay más personas que tienen que sobrevivirse a sí mismas. Lo que esto significa íntimamente sólo puede comunicarlo la literatura bella.

No me refiero al rey Lear, pues Shakespeare abarca mucho más allá de nuestro volumen de vivencias y Goethe posa de viejo en el Olimpo; pero hay una narración que ilumina nuestro voluimen de vida: trata de un catedrático de Medicina, consejero privado y caballero de todas las órdenes, con tratamiento de excelencia, y lleva el título de Una historia triste. La ha escrito un médico joven, Anton Cliejov, este genio del respeto cariñoso-despiadado a los hombres... El sobreenvejecimiento de nuestra sociedad es más que un problema sociológico y, por cierto, no achacable a la medicina; al fin y al cabo, el desarrollo de la medicina es a su vez una consecuencia de que nuestra sociedad, la tecnológica, si bien produce muerte a una escala como ninguna peste antes, se caracteriza por la represión de la conciencia de la muerte. De eso se ha escrito bastante... Una nota a pie de págiha sobre esto: "Los burjetes vestían a los viejos especialmente bien, les conducían a un trono en una orgía y luego los asfixiaban. Los jacutos enterraban vivos a sus viejos o les dejaban morir de hambre. Entre algunos pueblos del Tibet se estrangulaba a los moribundos". No me pregunten quiénes son los burjetes, ni quiénes los jacutos.

Uno de los motivos pudiera ser que la muerte violenta reprime la conciencia de nuestra mortalidad natural. Si veo morir a mi padre o a mi hermano de muerte natural, y esto puede ser un asunto penoso, me veo yo igual de mortal; pero si veo cómo alguien muere de muerte violenta, en comparación, de momento, me siento inmortal. ¿A quién de nosotros le afecta un atentado? La muerte por violencia despierta la idea de que la muerte no es cierta, sino un caso especial. ¿No hay un placer vergonzante en estas imágenes de terror que la televisión nos echa en la sala casi todas las noches? Reprimen nuestra conciencia de la muerte; es paradójico. ¿Por qué tienen tanto éxito las películas con asesinatos y homicidios? El hecho de que en nuestra sociedad la muerte, si bien no ritualizada como entre los burjetes y los jacutos, esté muy cotizada como sensación, no supone ninguna contradicción a la afirmación de que reprimimos la conciencia de la muerte; al contrario. La mayoría de los contemporáneos, creo, tienen más miedo al cáncer que a la guerra. En la guerra la muerte siempre afecta a las víctimas, que ya al primer golpe pueden ser 50 o 100 millones; la muerte natural, en cambio, afecta a todos.

No sé cuál es su imagen de la muerte: ¿El Hades, ¿el Purgatorio?, ¿el Nirvana? Las imágenes de la muerte en la sociedad actual son vagas y, como la sociedad misma, pluralistas. Lo que tienen en común: algo cosmético, un no querer darse cuenta. La cosmética de los cadáveres, como la que se practica en la high society de Hollywood, es más bien una rareza: el cadáver de la abuela preparado como una novia sonriente y perfumada. De eso pueden prescindir los norteamericanos jóvenes; en cambio, están abiertos a toda clase de gurtis, y además masivamente. Los mensajes pueden haberse tomado de indios de la India o de indios americanos, eso no importa tanto -en definitiva, un espiritualismo vulgar y ecléctico-, lo importante es que realmente no hay muerte. Hay transmigración de las almas. Eso desarma toda clase de cabezas nucleares explosivas: la transmigración de las almas. Eso también nos libera de toda responsabilidad político-histórica: uno se hace cósmico.

Distinta a su vez es también la imagen de la muerte de los tecnólogos; al contrario de las imágenes dela muerte de la antigüedad y de la cristiandad, que nos acompañan al menos como herencia cultural, y que parten del reconocimiento de que la muerte es inmanente a la vida, al tecnólogo la muerte: le parece un percance, una avería, una avería regular, pero que debería ser evitable: ya se pueden sustituir el corazón y los riñones y todo lo demás, pero el cerebro no. La imagen del tecnólogo, creo yo, es la más desconsoladora; se deriva del conocimiento vivido de que nuestra existencia como personas no es un aditivo, sino una figura que acaba en sí misma, definida como una curva, como el lugar geométrico de todos los puntos que corresponden a una ecuación: una figura mental que puede arruinarse prematuramente por accidente o por enfermedad o por guerra, pero que no se puede prolongar a placer. Creo que no es en la muerte, sino en esta huída de la muerte -por el cambio médico-tecnológico de la vida- donde nos apartamos de nosotros mismos.

Quisiera hablar de la ayuda a morir. Mi pregunta a ustedes: ¿Cómo piensan comportarse, como médico o médica, si (no precisamente desde esta académica cátedra de mármol, sino quizás un día cara a cara) les ruego que me prometan desconectar los aparatos en determinadas condiciones o poner en mi mesilla de noche un veneno certero para que yo pueda servirme?, para lo cual disponen ustedes de mi petición por escrito, y mi firma está reconocida oficialmente: no quiero exponerles a una denuncia penal.

El ju.ramento hipocrático está claro: "No daré a nadie, ni aun si me lo pide, un veneno mortal y ni siquiera se lo aconsejaré". Este juramento, pronunciado por Apolo, es un juramento heráldico; porque Apolo, una deidad que a mí me gustaría ver en ejercicio junto con Dionisos y Palas Atenea, ya no es hoy una deidad de fuerza legal. Más vinculante para su comportamiento futuro, cuando lleven la bata blanca, es la promesa médica de Ginebra, de 1948, que dice: "Guardaré a mis maestros el respeto y el agradecimiento que les debo" (eso no debería series difícil, espero). "Ejerceré mi profesión con conocimientos y dignidad" (lo que, probablemente, quiere decir no sólo con aptitud comercial). "La salud de mi paciente deberá ser mi primera preocupación" (cosa que el paciente siempre supone cuando se desnuda, y no sólo en la sección privada). "Mis colegas deberán ser mis hermanos" (como dice un refrán: "Un cuervo no arranca un ojo a otro cuervo"). Y lo que me interesa especialmente en relación a nuestra pregunta: "Respetaré incondicionalmente la vida humana desde la concepción".

Desde la concepción: la píldora no es ninguna infracción de la promesa; en cambio, la interrupción del embarazo probablemente sí, a menos que la embarazada haya obtenido un dictamen psiquiátrico que le autorice a usted como médico al respeto de la vida humana de la embarazada. ¡Incondicionalmente! Respecto a eso se me ocurre pensar en la catástrofe de Seveso, cuando un responsable del irresponsable consorcio declaró que eran sólo 23 mujeres encinta las que tenían que contar con un feto monstruoso, o a lo sumo 25, y, por lo demás, así consoló el hombre en Basilea a la opinión pública.

Sociedad ético-confusa

Respetar incondicionalmente la vida humana no es la promesa de nuestra industria y de nuestra economía; así pues, tampoco de la política. Conocen el undécimo mandamiento, que relativiza los otros 10, y con tanta mayor brutalidad cuanto más lejano está el mercado de suministro: el mandamiento del crecimiento económico. ¿Hasta qué punto es sagrada la vida en el Tercer Mundo, por ejemplo, para Nestlé? Eso lo sabemos todos, y vivimos con ello, o no queremos saberlo y también así vivimos día a día, y no vivimos mal, bien sabe Dios, en esta sociedad ético-confusa. Los grandes profetas que advertían a su pueblo del becerro de oro ya no existen; han aparecido los sermoneadores democrático-insignificantes; sólo la teocracia se permite profetas.

Me pregunto: si un paciente les pide ayuda para morir y es el caso que ustedes entienden su petición muy bien, y también está su promesa suprema como médicos, pero a la vez también el saber lo que hay de hipocresía establecida -sí, como samaritanos o samaritanas-, ¿cómo dan con una decisión moral en una sociedad éticoconfusa? Me lo imagino difícil. Lo normal será que la ley penal vigente, que posiblemente califica de homicidio la ayuda a morir, determine su comportamiento práctico: ustedes niegan la ayuda a morir -posiblemente en contra de su propia opinión- ¿y qué pasa en adelante con su propia opinión? ¿Conflicto o devoción? Eso afecta entonces a su personalidad.

Lo que hay en nuestras clínicas de ayuda furtiva a morir lo sabrán ustedes mejor que yo cuando lleven la bata blanca. Lo secreto de eso me asusta. Lo secreto invita a la arbitrariedad. ¿Qué entendemos por ayuda a morir? "Se conocen casos de prolongación sin sentido de la vida, como cuando se mantiene vivos durante años a pacíentes cerebralmente muertos", se dice en un manifiesto de la Asociación por una Muerte Humana. "Si el paciente no ha dejado una disposición cuando estaba sano, es, y sobre todo sus allegados, son impotentes contra este abuso de la técnica médica".

Aquí realmente no se trata de ayuda a morir, sino de nuestra protección de la medicina, cuando sólo se ejerce como autoafirmación de la ciencia, o de la medicina como negocio, que también existe. La disposición del paciente, tal como la recomienda la Asociación por una Muerte Humana, dice en general: renuncia al mantenimiento artificial de la vida en caso de enfermedad sin esperanzas, o cuando existe la certeza de que quedará un grave deterioro físico o psíquico...

Aqúí ya dudo yo, sin poder decir yo mismo cómo debe ser una disposición previa así. ¿Qué considero yo un deterioro físico o psíquico, al que en todo caso prefiero la muerte? ¿Y qué quiere decir sin esperanza? Que mi enfermedad sea incurable según el estado de la medicina no quiere decir sin más que no tenga esperanza, aunque no sea esperanza de curación; pero quizás espero aclararme definitivamente conmigo mismo si la medicina me proporciona un mes más, y este, mes quizá dos o tres horas de lucidez. ¿Y cómo puedo saber yo hoy que, si algún día estoy conectado al aparato, no voy a tener de repente esta esperanza no cobarde? León Tolstoi nos maldeciría con todo el brío de su celo si de su relato sobre la muerte de Iván Illich tacháramos las dos últimas páginas por medio de ayuda a la muerte. Porque es ahí cuando por primera vez vale la pena que este vanidoso Iván haya venido al mundo: concretamente, para profesar como cristiano.

Un fraude

Mi pregunta a ustedes (qué pien san hacer si yo, en estado capaz de discernir, dispongo que se me ayude a morir) pasa por alto una pregunta anterior: ¿tengo derecho a una petición así? ¿Ayuda a morir como contribución al suicidio? ¿Tenemos derecho al suicidio? "Da el mismo resultado que un hombre se ponga fin a sí mismo o que lo sufra", piensa Michel de Montaigne: "La muerte voluntaria es la más bella. La vida depende de la voluntad de otros, la muerte, sólo de nuestra voluntad".

En tiempos (y aún mucho des pués de Michel de Montaigne) una persona que había puesto fin a su vida no era recibida en el camposanto, sino enterrada fuera, delante de la muralla, porque no había querido esperar el designio inexcrutable de Dios de cuándo habría de ser redimido de su tormento. Pero hoy nosotros ya decidimos si un niño ha de venir al mundo o no; la planificación familiar no se considera un delito. Por ejemplo, quien en tiempos moría de una apendicitis o de una septicemia, hoy ya no tendrá que morir por eso; con las vacunas contradecimos ya el designio inexcrutable de Dios. Y esto lo hacemos sin escrúpulos. También el Papa tiene sus médicos de cabecera. Pero sobre el suicidio pesa un odio, el cristiano. Como si la emancipación que nos hemos arrogado hace mucho debiera suspenderse de repente, si desde el momento en que la medicina ya no puede más volviéramos a instituir un Dios padre que se eticargue del timing biológico. Intelectuálmente esto es un fraude. Entonces también tendríamos que restituir las fiebres puerperales y todas las epidemias. Quiero decir: tenemos derecho a decidir sobre nuestra muerte siempre que se pueda responder de ello ante nuestro prójimo, y por eso tenemos derecho a pedir ayuda para morir.

Quiere decirse pues: ayuda para morir a voluntad del paciente, todo lo demás no viene al caso; el médico actúa basándose en una disposición testamentaria, lo cual significa que uno tiene que anunciar su voluntad antes de entrar el sopor de la morfina, y esto significa además: espero de mi médico, no por ejemplo de un jefe de sección que me ve por primera vez en la cama de la clínica y no conoce mi relación con la enfermedad ni mi relación con la muerte -sino de mi médico de cabecera-, espero que me informe de los diagnósticos de los médicos, de mis expectativas. Si yo ignoro la información, es asunto mío. Ante las camas de los enfermos se tiene a menudo la impresión de que se ignota la información; pero esto también puede ser engañoso: el paciente quiere ahorrarse una intimidad inútil con quien le visita. ¿Qué hago yo con la información si no la ignoro? Sólo sé que eso será una prueba de mi pensamiento y mis creencias hasta ahora.

El amigo a quien he citado al principio, Peter Noll, catedrático de Derecho Penal y Teoría Legislativa, uno de los ilustrados catedráticos de esta universidad, estaba a la altura de esta información (y, por cierto, como yo sé bien, no sólo en sus lecciones sobre el morir y la muerte). "A mí me molesta la pérdida de libertad: que otros dispongan de ti, que acabes en un conjunto de aparatos que te domina y a cuya altura no estás. Naturalmente, también a mí me molestarán los dolores insoprortables. Para escapar de ellos se acude al aparato, que le quita a uno los dolores y a la vez la libertad. Y esto es precisamente lo que yo no quiero". Peter Noll murió en su domicilio de la Spiegelgasse.

El campesino y la muerte

El médico y la muerte. El paciente y la muerte. Y habría un tercero: el campesino (de Bohemia) y la muerte: el alarido del que ha perdido a la compañera de su vida a manos de la muerte, su ira y su resistencia en el luto, que no se conforma con la benigna piedad de las esquelas al uso, la cruda desesperación del abandonado y sus maldiciones blasfemas contra el señor feudal de Dios, como se llama a la muerte en aquel tratado medieval.

¿Por qué en este día, que para ustedes debería ser festivo, se habla tanto de muerte, en lugar de las bendiciones de la medicina y de la suerte personal que les espera? Si, como médicos, pueden ayudar a un ser humano en su tormento, imagino que será una satisfacción, una clase de satisfacción que ante la muerte no se presenta vanidosa, como otras cosas, títulos por ejemplo... Y aquí se habló de la muerte porque sólo por nuestra conciencia de la muerte se manifiesta la vida como milagro. No necesito ningún otro milagro.

Así pues, no es la negación de la vida normal -como Platón pone en boca del sentenciado Sócrates- lo que tengo en mente; prefiero a Epicuro: el alma (sea lo que sea eso) no es incorpórea y, por tanto, al morir se desintegra como el cuerpo en esas partículas indivisibles, los átomos; no habría una supervivencia de nuestro yo alma, y con la muerte nuestra persona se habrá acabado, dice Epicuro contradiciendo a Sócrates, que sabe morir con gran estilo, pero que no puede separarse de Sócrates, y por eso necesita sus puntillosas pruebas de la inmortalidad del alma, como más tarde los cristianos no pueden separarse de su persona pecadora y por eso necesitan la fe sencilla en el más allá. Lo que queda de nosotros (según Epicuro): una indefinida cantidad finita de átomos disponibles de nuevo, irrelevantes en la materia infinita del espíritu, con sus pulsares y sus agujeros negros, etcétera. Conciencia de la muerte así, como dimensión de la alegría de la vida, de la, grande, de la alegría por una existencia en el tiempo. Esto era más o menos lo que quería decir con un estenograma literario que, al cabo de tres milenios, no me gustaría re vocar: "Estar en el mundo: estar en la luz. Apacentar asnos (como últimamente el viejo en Corinto) en cualquier parte, ¡nuestra profesión! Pero, sobre todo, mantenerse ante la luz, en la alegría del saber que me extingo en la luz sobre retamas, asfalto y mar. Perseverar en el tiempo, en la eternidad del momento. Ser eterno: haber sido" (Homo Faber).

Así, pues, lo que yo les deseo: ¡vida! Y, puesto que es una sola, que sea su propia vida. Que se atrevan a hacer de ella su vida propia: eso les deseo de corazón.

Max Frisch es novelista y dramaturgo suizo. Autor de novelas como; Homo Faber o No soy Stiller y de piezas teatrales como La muralla china, y Don Juan o el amor a la geometría.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_