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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Teatralidad y divismo

Strehler ha construido un trabajo fascinante de teatro a partir de: una idea con derivaciones muy ricas: el contraste agudo entre el. realismo y el misterio. El decorado tiene tres planos que descienden desde la altura del escenario hasta llegar a ras del suelo del patio de butacas. Dos de ellos son minuciosamente realistas; el tercero es una gran lámina diagonal y oscura que corta verticalmente el plano; a veces es reflectora y a veces traslúcida; tras de ella puede continuarse la acción del primerísimo plano -con el doble, o la sombra, de algún personaje- o tener su propio valor, su acción directa. Esta enorme difuminación de lo que sucede aumenta las dimensiones digamos mentales o hasta morales del espectáculo: el personaje central -el Señor- puede enfrentarse consigo mismo, verse en su casa desde fuera de ella.Lo real y lo irreal no se enfrentan: se complementan o se potencian. El realismo en sí puede llegar a ser misterioso. El pastelero que sale del subsuelo, con el resplandor rojizo del horno en el semblante congestionado y las gotas de sudor chorreándole, y hablando de su oficio, puede tener de -pronto, cara al público, una fijeza extraña, capaz de inquietar.

Temporale, de Strindberg

Traducción italiana de Lucio Codignola. Versión escénica de Giorgio Strehler. Intérpretes: Tino Carraro, Franco Graziosi, Lino Troisi, Elisabetta Torlasco, Edinonda Aldini, Paniela Villoresi, Domenico Valente, Alvaro Caccianiga, Elena Zo, Floria Sobrito. Escenografía de Ezio Frigerio. Vestuario de Franca Squarciapino. Música de Fiorenzo Carpi. Dirección: Giorgio Strehler. Estreno: Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional), 15 de febrero.

La interpretación puede pasar del tono coloquial, de la conversación casi confidencial, susurrada y naturalista, al clímax del melodrama desesperado. Esta ilustración melodramática, donde el actor y la actriz parecen remedar a Ermete Zacconi y a Eleonora Duse, viene a ser como un homenaje al teatro: porque toda esta modernidad de Strehler está hecha de tradición de la teatralidad. No sólo no hay un solo momento en que se pueda olvidar que se está viendo teatro, sino que el consumo de teatro parece ser la intención primordial de todo el montaje.

Aparición teatral

Es teatral la aparición de la actriz en contraste con todos los demás personajes de la obra, vestidos de un blanco igual -el realismo se hace otra vez sospechoso- y con un tono de voz igualado: la primera dama llega envuelta en negro, enjalbegada la cara, con la voz de la tragedia y el rostro espantado, y en un momento dado suelta una cabellera roja: toda ella parece el trasunto de un personaje de Toulouse Lautrec -quizá La Goulue-, de una ilustración de la belle époque.Todo este sistema de choques, enfrentamiento s, sorpresas, son la imagen, la repetíción, la valoración del teatro en una acepción permanente. Los valores pictóricos -el escaqueado de un suelo, el verismo de algunos objetos, el figurinismo, la lluvia que cae en un deliberado cono de luz-, los de música y sonido insistentemente presentes vienen todos al servicio de la teatralidad. Todo parece recogido de otras cosas, no hay nada inventado; el gran invento está en esta reconstrucción del teatro con los viejos cascotes que ha ido dejando atrás en los últimos cien años.

Yo no encuentro por ningún sitio a Strindberg. Parece que Strindberg habita tal vez en la mente de Strehler. Sus situaciones no tienen más importancia que la del pretexto, y su enredo burgués de esposos y amantes apenas importa. Quedan algunas de sus frases. Las pasiones frías del norte y de su siglo se pierden ahora en este gran romanticismo meridional y cálido, en la tormenta de verano que pasa de ser metáfora a convertirse en protagonista de una gran y espléndida tramoya.

Lo que veo es teatro por el teatro, por el placer de hacerlo, de buscar en su tradición y en sus recursos una belleza actual. Entre fogonazos de relámpago, notas rotas de un vals, muecas de angustia, mutis de personajes desvencijados, paseos de sonámbulo de algún personaje, trampillas, luces y sombras, brota el aroma acre de la soledad, de la incomunicación, del fracaso o del dolor. Se deben más a Strehler que a Strindberg. Y está en la tradición de Strehler. Con su otra Tempestad, la de Shakespeare, tiene esta unidad: la tramoya, la recogida de todos los elementos desperdigados del teatro. Rambal elevado al infinito de la calidad, la cultura, la sabiduría.

Y a los actores. A la exhibición continua del maestro Tino Carraro, a la garganta rota de Edmonda Aldini y su dificilísima composición corporal, a la nobleza silenciosa de Pamela Villoresi o a la naturalidad trascendente, de Lino Troisi; a todo un curso de compañía capaz y no sólo adiestrada, humana y no robotizada. En todos hay una punta de divismo; la hay, sobre todo, en Strehler, primer convencido de su propia taumaturgia. En el homenaje al teatro que supone esta obra hay también un homenaje a sí mismo. Que el público ratificó no sólo por las ovaciones finales, sino por el atentísimo silencio con el que siguió la obra de magia.

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