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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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"Pro lingua latina (et non solum ... )"/ y 2

En esta segunda parte de su artículo, el autor defiende el latín como horma, que no cárcel, en la que se han formado escritores y pensadores durante siglos. No se trata, afirma, de estudiar una cultura por su condición de pasada; se trata de no romper radicalmente en nuestra civilización como es y ha sido la cultura clásica.

Alguien podrá argüir que el conocimiento y uso de otras lenguas que no sean el griego y el latín puede estimular y enriquecer el discurso en la propia (o en las propias), lo cual es rigurosamente cierto. Tal actividad existe en nuestros estudios, y es un dato de la modernidad que sería pueril eludir, aunque sería aconsejable, en esta parcela de la enseñanza, otra orientación u otros matices. Estas lenguas, trátese del inglés o del ruso, del francés o del chino, del alemán o del italiano, son, velis nolis, en alguna medida, lenguas beligerantes, culturas beligerantes. A su condición neutra debe el latín algunos éxitos. En su horma, que no cárcel, se formaron durante dos milenios los escritores, los pensadores y los científicos que constituyen las páginas más numerosas y gloriosas del libro grande de la historia. Ninguna lengua ha jugado semejante papel en el desarrollo de la civilización, como afirma Antoine Meillet.No siempre, reconozcámoslo, se ha hecho la defensa del latín en términos plenamente convincentes o aceptables. A veces tales defensas, loas o cantos desprendían un dudoso aroma intelectual o unas inquietantes connotaciones negativas, y en ocasiones se llegó a identificar la defensa del latín con actitudes políticas reaccionarias o muy, conservadoras, con un cierto culto al pasado (por pasado, simplemente) e incluso con una determinada propensión clerical.

No, se trata de estudiar una cultura. por su condición de pasada planteamiento que nos llevaría a incluir en nuestros programas lecciones y lecciones sobre la civilización sumeria o la literatura sánscrita, cuya importancia, por otra parte, jamás han cuestionado los historiadores; se trata de no romper con la cultura clásica, y no romper, tras tantos siglos, quiere decir tener en cuenta, seguir teniendo en cuenta, algo que sólo ha muerto o cambiado en algunos de sus gestos formales, algo que se nos aparece (hoy como ayer) como cita inevitable, como insoslayable encuentro, como fecundo y no despótico punto de partida. Para ello, ya que no del griego (dicho sea en voz muy baja), necesitamos del latín, de la lengua latina, incluso para atender la realidad (y las posibilidades o potencialidades) de algunas lenguas que no proceden del latín. Situado el problema en España, donde tres lenguas neolatinas son oficiales, una de ellas de enorme proyección extrapeninsular, privar a nuestros alumnos del latín sería contribuir muy eficazmente a empobrecer su discurso lingüístico (su capacidad razonadora y matizadora, por tanto) y su capacitación gramatical. En cuanto al euskera, la lengua española no latina, ese idioma, filológicamente tan apasionante para especialistas y para meros curiosos, contiene, como es sabido, un número no es caso de elementos latinos, y hasta para formular una despedida recurren desde hace siglos a una vieja palabra y a una vieja creencia romana (auguriu, que terminó convirtiéndose en agur).

Un poco de socialismo

El autor de este trabajo reconoce que no siempre deslinda latín de griego y lengua de literatura o cultura, lo cual a veces no es involuntario. Creemos que no es bueno para la causa del latín obstinarse en defender la presencia que tiene, que todavía tiene, en los actuales programas de bachillerato. Antes de que la amenaza de su supresión se cerniese sobre este sufrido país éramos muchos los que creíamos que había llegado la hora de exigir más horas de latín y cultura latina en el bachillerato, y ello habría que inscribirlo en unos planes de enseñanza que recuperasen, en alguna medida, la lengua griega.

Esto, sin duda, suena a antigualla a nuestros gobernantes y a no pocos de los pedagogos que los asesoran. Sin necesidad de haber estudiado filología clásica, miles y miles de personas medianamente cultas de cualquier parte del mundo saben que no pocas palabras decisivas, cultas o no, técnicas o no, proceden, incluso en lenguas no indoeuropeas, del griego, muchas veces tras pasar por el filtro del latín. Estar contra esto no es moderno, y partir de esto, por lejanas que estén las raíces, es asomarse, con buen criterio y con firmeza, al futuro.

Latín y progreso

Nuestros gobernantes, al parecer educados en el socialismo, deberían sospechar que don Julián Besteiro desaprobaría este atentado, en la persona del latín, contra las humanidades clásicas, contra la cultura. Ya aquí convendría mencionar un episodio intelectual no muy citado, protagonizado, en el siglo pasado, por quien, con sus estudios económicos y políticos, cambió, a su modo y en cierta medida, el curso de la historia. Se llamaba Karl Marx, quien, entre capítulo y capitulo de Das Kapital, traducía al alemán, desde el griego, las tragedias de Esquilo. Sus biógrafos añaden que por las noches recitaba, para su mujer y para sus hijos, actos enteros de los dramas de Shakespeare. También Wagner leía a los trágicos griegos mientras componía El anillo de los nibelungos.

Una y otra vez se invoca la modernidad, con su olimpo de dioses, cuando no de diosecillos y de ídolos. Pues bien, la Edad Moderna, en la que todavía estamos, empezó en Europa hace cinco siglos (seis, tal vez, en Italia), justo cuando los humanistas, más latinistas entonces que helenistas (por razones obvias), descubrieron el gran latín de los clásicos, su lapidario decir y su rigor formal. Los textos latinos, más allá del deslumbramiento formal, que fue mucho, comprometieron a los humanistas porque eran mensajes nuevos, si bien enterrados o semienterrados durante nueve o diez siglos.

Tras Cicerón, tras sus códices, peregrinó media vida por bibliotecas y monasterios, con pasión y tenacidad de filólogo antiguo, quien fue el gran precursor del Renacimiento, por consiguiente de la Edad Moderna: el humanista Francesco Petrarca. Es justo recordar en esta ocasión su muerte ejemplar, acaecida, sobre un códice latino, el día 19 de julio de 1374.

Quienes hoy hablan (o hablen) de modernidad, de la concreta modernidad de nuestra hora, deberían conocer con detalle la hermosa aventura humanística de los comienzos de la Edad Moderna. No se trata, aclaremos, de morir como Petrarca, pero su muerte, en aquella noche de luz y misterio (su cuerpo, sobre un códice latino) bien merece un decreto: un decreto distinto.

Xesús Alonso Montero es catedrático de Literatura en el colegio universitario de Vigo y miembro numerario de la Real Academia Gallega.

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