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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Policía, jueces incómodos y lógica del sistema

En algunos sectores de las fuerzas del orden se empieza a hablar de una desmoralización que afecta a sus miembros ante las actuaciones de la justicia a su respecto, señala el autor de este trabajo. La democracia, además, introduce un sano principio de desconfianza entre poderes que es al mismo tiempo fuente de conflictos y de equilibrio. La inexistencia de una policía judicial y algunas leyes excepcionales no contribuyen, ni mucho menos, a mejorar las relaciones entre los jueces y la policía.

Por si no fuera bastante incordio el que la justicia representa para el ciudadano medio, parece que últimamente ha decidido hacer la vida imposible a las mismísimas policía y Guardia Civil.Hasta la fecha se había limitado -que no es poco- a travestir los juzgados de pasillos por los que la delincuencia salvaba con paso alegre -y confiado el breve trayecto que lleva desde la detención gubernativa a la libertad provisional, al parecer tan pródigamente administrada. (Antes incluso de la denostada y ya histórica reforma de 1981)

Ahora -se escribe- las cosas han ido mucho más lejos todavía. Los jueces citan por menos de nada a declarar o para la práctica de careos a números y agentes, sin tener en cuenta que, naturalmente, están todos siempre de indiferible servicio, como en seguida se les hace notar. En ocasiones los vapulean ante los ojos atónitos de la ciudadanía. Los procesan (aprovechando la menor ausencia del presidente del tribunal, como se ha observado con agudeza). Interrumpen, por sí o por forense interpuesto, las situaciones de incomunicación teleautorizadas por sus compañeros centrales. Y ya en el colmo del disparate, comienzan a hacer uso de un pintoresco procedimiento con nombre de jaculatoria preconciliar (hábeas corpus), no se sabe si el último o penúltimo extravío de la razón constitucional en su afán de complicar más las cosas.

Y todo ello, como con admirable sentido de la oportunidad ha sabido captar cierta Prensa, en sospechosa correspondencia cronológica con alguna insidiosa campaña de descrédito. Por lo que no tiene nada de particular que en medios policiales se haya cargado en el abultado pasivo judicial una nueva partida: la desmoralización de los miembros de las fuerzas del orden. Que por fortuna gozan, como también consta en letra impresa, del apoyo moral y jurídico de otras instancias mucho más comprensivas.

Pues bien, al margen y más allá de la anécdota, y también de las fáciles reducciones al absurdo, no demasiado imaginativas, a que como hemos visto estos días la misma se presta, lo cierto es que el tema de las relaciones magistratura-policía tiene una notable objetiva complejidad.

Contribuyen a ello factores de diversa índole. Unos de carácter teórico-general. Otros, de naturaleza empírica, íntimamente ligados a nuestro inmediato pasado, que de este modo todavía se filtra en el presente.

Entre los, primeros cuenta especialmente el dato de que el Estado democrático incorpora en su propia dinámica un sano principio de desconfianza, que si bien es fuente de equilibrio y traduce en cada ámbito específico el célebre juego de pesos y contrapesos, no puede dejar de ser origen de conflicto. Conflicto fisiológico, que como tal se produce plenamente dentro de la economía del propio sistema, pero conflicto al fin y al cabo. Y es seguramente en el encuentro entre aquellas dos instituciones donde registra uno de sus puntos de máxima tensión.

Como es bien sabido, los responsables y los mismos agentes del orden público han procurado siempre celosamente preservar su propio campo de actuación frente al -control jurisdiccional, condenado también casi siempre a la impotencia por sus escasas posibilidades de operatividad real en ese terreno. La mejor prueba está, sin duda, en nuestra ley de Enjuiciamiento Criminal, donde la inexistencia efectiva de una policía judicial (es decir, de directa y real disponibilidad por los jueces) se hipercompensa en el plano semántico con la entemecedora declaración de que es judicial toda la policía..., y hasta los "tenientes de alcalde" y los "celadores municipales". Y también abunda en el mismo sentido la tradicional interpretación tendencialmente ampliatoria del propio espacio y reductiva del de los instrumentos legales de garantía que por aquélla se ha venido haciendo siempre. Algo que está en la misma "naturaleza de las cosas", tal y como se ha querido o dejado que éstas sean. Y tiene expresión clara en la caída en desuso de ciertas prevenciones del texto antes citado, así, la obligación de comunicar inmediatamente al juez la práctica de diligencias, o el propio modo habitual de administrar el tiempo límite autorizado para la detención, por ejemplo.

No puede dejar de tenerse en cuenta el reforzamiento de ese endémico subconsciente institucional típicamente ancien régime que necesariamente supuso la experiencia del régimen anterior, y las dificultades reales de una reconversión de los mismos aparatos forjados en la represión de las libertades a los nuevos valores constitucionales. Como tampoco una cierta dejación de sus posibilidades de intervención -no fácil, por cierto-, pero con indudable apoyo legal por parte de la propia judicatura en el mismo período de tiempo.

Pero uno y otro inconvenientes, de hecho encontrarían ahora sus propios mecanismos de corrección en el orden democrático. En unos casos, en el más penetrante control judicial; en otros, en la jurisprudencia constitucional en materia de amparo.

Sin embargo, no acaban ahí todos los problemas. El vigente orden jurídico, a su probada capacidad de asumir y dar salida a ciertas contradicciones funcionales, añade el dato de que él es por desgracia en sí mismo también profundamente contradictorio. De un tipo de contradicción difícilmente componible en el caso concreto, que alimenta y sobredetermina enfrentamientos en el interior de los propios dispositivos estatales de que aquí se trata.

En efecto, la legislación excepcional -ahora en versión corregida y aumentada-, genéricamente conocida como antiterrorista, y que tendría su problemática razón de ser en la inaplazable necesidad de dar respuesta a graves situaciones emergentes, representa una seria quiebra del sistema de garantías que permite caracterizar hoy a un Estado como de derecho. Supone abrir un verdadero vacío jurisdiccional, con transferencia expresa de parte importante de la gestión del proceso penal a la policía. Decirle a ésta, siquiera de una manera implícita, que el desplazamiento o, cuando menos, una drástica atenuación del papel del juez natural es condición para la eficacia de su cometido profesional es el camino del éxito. Supone llevarla a trivializar o, cuando menos, a dudar fundadamente del sentido y relevancia de un sistema de principios que se proclama, pero del que en seguida tiene que prescindirse en aras de la efectividad. (Y ¿por qué no siempre?, habrá quien se pregunte, apurando el argumento.)

Por eso no es fácil desconectar aquellos conflictos de esta disociación normativa y de principio. De la circunstancia de que el propio ordenamiento estatal sea una realidad escindida, entre un universo de valores necesario (aunque a veces sólo como falsa conciencia) y unas prácticas que lo desconocen, pero a las que no se está de hecho en ningún modo dispuesto a renunciar.

Jueces y policías ocupan entre aquél y éstas un dificil espacio. El sistema, mientras tanto, es de suponer que habrá echado sus cuentas acerca del valor de la coherencia en el mercado de la legitimación.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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