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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ceuta, Melilla y el infierno

EL CORONEL Muammar el Gaddafi ha dejado entrever -durante una sorprendente y casi provocadora rueda de prensa celebrada en Palma de Mallorca- que no descarta el apoyo militar de Libia a Marruecos en el caso de una intervención armada sobre Ceuta y Melilla. Pese a las cláusulas de reserva ("yo hablo de hechos, no de suposiciones") utilizadas por el líder de la revolución libia, su apelación al tratado libio-marroquí echa por tierra las tranquilizadoras declaraciones del presidente González posteriores a su entrevista. En realidad, es imposible hablar de una recíproca lealtad cuando anda en juego la figura de Gaddafi, que recientemente demostró su habilidad para engañar a Mitterrand a propósito de la permanencia de tropas extranjeras en el Chad. Y la disposición del Gobierno español a protestar por las declaraciones de Gaddafi, después de la mano tendida por Felipe González, pone más de relieve lo desgraciado de toda esta historia. La diplomacia española ha sido víctima de una monumental tomadura de pelo. Fue un error que Gaddafi viniera a España en esas condiciones. Fue una debilidad aceptar la sugerencia del ex canciller Kreisky para que su entrevista con el dirigente libio se realizara en Palma. Y fue una estupidez que las fuentes oficiales españolas asegurasen, en un primer momento, que la visita tenía carácter exclusivamente privado.De entre las muchas cosas que han marchado mal en la política exterior a lo largo de los últimos años, este absurdo patinazo se lleva la palma de la torpeza y la gratuidad. Unas conversaciones de Estado entre Madrid y Trípoli tienen siempre, sin duda, interés para ambas partes; pero en la práctica, un encuentro de tanta importancia habría exigido una mejor preparación, un mayor control y unos objetivos previos. Las declaraciones de Gaddafi en suelo español han desbordado las fronteras de lo imaginable en un visitante extranjero de ese porte. Sus referencias a la Alianza Atlántica ("entrar en la OTAN es como entrar en el infierno") estuvieron matizadas por la afirmación -faltaría mas- de que "España puede tomar la postura que quiera". Independientemente de la simpatía que la acusación de infernal a un bloque militar pueda suscitar -y de hecho suscita en amplias zonas de la población-, para enmarcar en su justa medida las palabras del coronel Gaddafi conviene recordar que Libia es la primera potencia militar del Norte de Africa, está gobernada por militares, su política ha sido desde la revolución expansionista y militarista, y sus actitudes internacionales para nada desdicen de la cruel legalidad islámica que sigue cortando las manos al ladrón que roba. Su afirmación de que Libia es contraria al reconocimiento diplomático de Israel por España tuvo también la matización de que tal decisión soberana no daría lugar a las represalias libias. En cualquier caso, los partidarios de la permanencia de España en la satanizada OTAN y de la normalización de las relaciones con Israel le deben mucho a Gaddafi: no han hecho sino ganar adeptos, aunque sólo sea por el más elemental de los orgullos nacionales heridos, después de esta intervención sorpresiva y sorprendente en nuestra política exterior.

Gaddafi negó tajantemente -"nunca oímos hablar de ese movimiento"- que Libia haya dado apoyo o se proponga ofrecer cobertura a ETA. Pero los deseos españoles de que esa información sea cierta o de que esa decisión sea sincera no desvanecen las sospechas. Tendría que explicar Gaddafi por qué ha eliminado a ETA de los numerosos grupos terroristas a los que ha dado apoyo en el pasado y tendría que refutar fehacientemente las numerosas evidencias que durante años la Prensa y otros Gobiernos han mostrado en sentido contrario al de sus palabras.

Pero son las referencias a Ceuta y Melilla las que han motivado la mayor irritación y un justificado escándalo. Que el líder libio apueste por una solución pacífica del contencioso híspano-marroquí sobre Ceuta y Melilla -rebautizadas como "ciudades árabes"- resta belicosidad, pero no priva de gravedad, a su mención a una eventual intervención militar libia en caso de un conflicto armado entre España y Marruecos. Si las contribuciones de Gaddafi a la distensión en el Mediterráneo, a la estabilidad del Magreb y a los intentos de Libia de normalizar sus relaciones internacionales han sido hasta ahora inexistentes, su irrupción en las relaciones hispano-marroquíes ha sido la de un elefante en una cacharrería.

Ceuta y Melilla son dos ciudades políticamente integradas en la soberanía española desde larga data y habitadas desde hace siglos por una población mayoritariamente española. La localización en el continente africano de ambos núcleos urbanos, separados por el mar de la Península, y su inmediatez fronteriza con Marruecos crean, no obstante, las condiciones formales para unas reivindicaciones territoriales, cuya mínima sombra de legitimidad decae tan pronto como las respalda la amenaza de una intervención militar. Ceuta y Melilla no son colonias, puesto que la población española no ejerce su dominio sobre una población nativa, pero la doctrina internacional de la integridad territorial puede respaldar las pretensiones de Marruecos ante la comunidad internacional.

Los políticos españoles han caminado desde sensibilidades más o menos abiertas a la realidad geopolítica -incluido Manuel Fraga, que se mostró partidario a comienzos de la transición de una salida negociada para Ceuta y Melilla- hasta la cerrazón defensiva y la negación de las evidencias, entre otras, las analogías entre nuestras ciudades africanas y Gibraltar. Con independencia de los títulos históricos y jurídicos justificadores de la soberanía, España, sea cual sea su Gobierno, tiene la obligación de defender los derechos de los ciudadanos españoles que habitan Ceuta y Melilla. Por otro lado, una comunidad internacional respetuosa con las normas del derecho y comprometida con la paz mundial debe impedir que el principio de territorialidad sea el único que se tenga en cuenta prescindiendo de los derechos de la población, y aún respaldando el mismo con la amenaza apenas velada del recurso a las armas. De la misma forma que en el tema gibraltareño la territorialidad y la historia pujan decididamente en favor de España, eso no significa que no haya que hacer compostura adecuada de los derechos de los habitantes del Peñón. Y no parece que en las declaraciones de Gaddafi haya demasiado lugar a tener en cuenta otra reivindicación que la puramente territorial, haciendo caso omiso de circunstancias de población e historia. Por lo demás, es absurdo suponer que la situación de crisis en la que Ceuta y Melilla viven va a ser eterna. Una política inteligente debe saber plantear una solución inteligente a un conflicto que existe de hecho. Negarse a reconocerlo por temor a determinadas sensibilidades militares es absurdo. No basta por eso reafirmar la voluntad de proteger los derechos y los intereses de los ceutíes y melillenses contra eventuales agresiones armadas. También es preciso realizar un esfuerzo de honradez intelectual y de coraje político -que intervenciones como la del dirigente libio sólo entorpecen- para plantear en sus términos reales los problemas derivados de esta cuestión.

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